11 de noviembre de 1936, el día que desapareció Nicolás.
Los últimos días Nicolás estaba muy raro. Él siempre había tenido reacciones extrañas cuando las cosas no le iban bien. Ahora, desde que había recibido la carta que le comunicaba que debía incorporarse al ejército, solía desaparecer durante muchas horas. Se refugiaba en la cueva, como hacía cuando era pequeño. Allí sin luces, totalmente a oscuras se pasaba las horas. Sólo salía a la hora de comer, y eso cuando le llamaba su hermana Sacramento y cuando salía se le notaba que había llorado.
Doña Margara se lo decía a su hija muy a menudo: "Este es capaz de hacer alguna locura".
Esa mañana debía haberse levantado muy temprano porque cuando salieron ellas ya no estaba en la cocina que era lo primero que hacía al levantarse. Tampoco había señales de que hubiese desayunado, aunque eso no les extrañó porque acostumbraba a dejarlo todo muy bien recogido.
Debió ser sobre la una y media. Sacra llevaba llamándolo desde hacía un rato, y como no contestaba, decidió bajar a la cueva. Había cogido el candil que había colgado en la entrada, lo encendió y bajó los escalones mientras seguía llamando a su hermano:
- Vamos Nicolás, no hagas el payaso, sal de ahí que vamos a comer...
Quedó petrificada. Al fondo, balanceándose, colgado en el gancho que se usaban para poner la romana de pesar las uvas, estaba el cuerpo de Nicolás. Debajo de él, tumbado en el suelo, el taburete donde se debía haber subido para colgarse. A ella se le cayó el candil y corrió a oscuras hacia la salida.
- Madre, madre, mire lo que ha pasado...
Al oírla dar aquellos gritos, doña Margara intuyó lo que había ocurrido. Y como siempre supo estar a la altura de lo que las circunstancias requerían.
- Ahora, hay que estar tranquilas. Baja la escalera pequeña que hay en la pajera... Y deja de llorar, porque con eso no vas a solucionar nada...
Les costó mucho trabajo a las dos mujeres hasta que lograron descolgarle. Ya estaba rígido. Lo debió hacer por la noche, cuando ellas dormían. No había ninguna nota, ni falta que hacía. Las dos sabían por qué lo había hecho.
- Siempre fue un cobarde...
- Por Dios, madre, ¿Cómo puede decir eso ahora?
Había pensado distintas opciones. Hacer un agujero para enterrarle allí mismo era poco menos que imposible porque la cueva estaba horadada en la roca y era muy difícil hacer una fosa tan grande para enterrarle. Emparedarlo era complicado, porque no tenían ladrillos y además sería fácil descubrirlo. La solución estaba en echarlo en una de las tinajas que estaban vacías. Luego se podría cerrar la tapa con yeso y así quedar totalmente hermética para que no saliese el olor de la descomposición del cuerpo...
- Y ya sabes, nadie puede bajar a la cueva. Aunque caigan bombas, aunque se hunda toda la casa, nadie puede bajar a la cueva.
- ¿Y qué vamos a decir... cómo vamos a justificar la desaparición de Nicolás?
- Anoche llegaron unos encapuchados y se lo llevaron. Eran tres, y nosotras no conocimos a ninguno. Es lo que ha pasado en otras ocasiones y nos creerán. Nunca encontrarán su cuerpo, o cuando lo hagan habrá pasado demasiado tiempo...
- Pero eso en mentir, madre...
- Pues te confiesas cuando vuelvan los curas y ya está... No podemos consentir que el nombre de la familia se manche con una acción tan cobarde... Además, ya encontraremos a quien acusar de su muerte para que paguen por todo lo que están haciendo... Al fin y al cabo, ellos son los responsables también de esta muerte... y algún día lo terminarán pagando....
Aquella noche Sacra no durmió. Sólo al alba logró conciliar el sueño. Entre sollozos apagados, para que no la oyese su madre, no podía apartar de su mente el cuerpo de su hermano balanceándose colgado del gancho de la cueva.
Su madre, tampoco; pero no lloró. Se dedicó a perfeccionar el plan que había improvisado; y no dejó ningún cabo suelto. Estaba segura que su hija nunca hablaría y ella debía actuar con presteza. Se levantó cuando Sacra, que esa noche había se había acostado con ella en la cama de matrimonio, se había logrado quedar dormida. Desayunó un tazón le leche con unos migones de pan, se aseó, se peinó y se puso el luto riguroso, como venía vistiendo desde la desaparición de su marido.
Muy de mañana, doña Margara llegó al ayuntamiento dispuesta a que la recibiera el señor Alcalde.
-No, no tengo cita con él, pero de aquí no me muevo hasta que no me reciba… díselo bien claro: "Que dice doña Margara que no se va a marchar de aquí hasta que no hable contigo…"
Los problemas se amontonaban durante aquellos días para el alcalde. No podía hacer frente a todos los asuntos que le llegaban. No solo eran los problemas que planteaba la llegada de las tropas que se estaban acantonando en el pueblo, sino también la acogida de los paisanos que no paraban de llegar de los pueblos de la comarca, donde se preveía que se iba a desarrollar el frente de batalla. Sin contar con el mantenimiento del orden público que claramente le había sobrepasado, a pesar de contar con las fuerzas de la Guardia Civil que se había mantenido fiel al orden constitucional de la república.
-¡Que pase, vamos a ver lo que quiere…!
-¡Buenos días, nos de Dios!
El Alcalde no quiso darse por enterado del saludo de la mujer que había entrado en el despacho y que suponía una evidente provocación. A cualquier otro que se hubiese atrevido a usarlo le habría costado, como mínimo, pasar unas horas en la cárcel. Pero ahora estaba solo y nadie había escuchado el saludo, por lo que consideró que era mejor no darse por enterado. Conocía lo que le había ocurrido a su marido y sentía una cierta lástima por ella.
-¡Salud, doña Margara! Contestó secamente, pero sin manifestar ninguna repulsa, incluso demostrando un cierto afecto.
-Fermín, ¡tienes que decirme que han hecho a mi hijo!
-¿Qué pasa con su hijo, qué ha ocurrido?
-Anoche llegaron a casa cuatro encapuchados, llamaron a la puerta, y cuando abrimos, preguntaron por él, lo maniataron y se lo llevaron… Esta mañana no había vuelto a la casa… y no sabemos nada de su paradero…
-¿Y no reconocieron a los encapuchados?
- No, sólo sabemos que eran cuatro los que entraron en la casa, aunque podía haber alguno más en la puerta… hablaron poco… y no dijeron a dónde se lo llevaban ni lo que iban a hacer con él…
-Aquí no sabemos nada de que anoche se hiciese ninguna detención… Espere, voy a preguntar…
Salió el alcalde, dejando sola a la mujer, de pie delante de la mesa de su despacho. Por la puerta entreabierta se veía al alguacil que vigilaba el interior. No era la primera vez que doña Margara visitaba ese despacho, lo había hecho frecuentemente cuando su primo Enrique era el alcalde. Enseguida había advertido que el retrato del rey don Alfonso XIII había sido reemplazado por una fotografía de un señor que no conocía y que debía ser el presidente de la República. También habían quitado el crucifijo que presidía la estancia y en una esquina, al lado izquierdo de la mesa, estaba la bandera tricolor.
-Lo siento doña Margara, aquí nadie sabe nada de su hijo… y me han asegurado que anoche no se realizó ninguna detención…
-¡Me habéis matado a mi hijo!, ¡Me habéis matado a mi hijo…! Igual que hicisteis con su padre… ¡Sois unos criminales…!
-Señora, le digo que nadie del pueblo fue anoche a su casa y se llevó a su hijo… Seguro que no tarda en volver… ya verá…
-¡Criminales! ¡Sinvergüenzas!
La mujer, fuera de sí, no paraba de gritar y proferir insultos y no se avenía a ningún razonamiento que le pudiese hacer el alcalde, y que no tuvo más remedio que solicitar la ayuda del alguacil para sacar a la mujer hasta la calle.
La noticia de la desaparición de Nicolás no causó demasiada extrañeza en el pueblo. Era un hecho previsible después de lo que le había pasado a su padre; porque ya era de dominio público el fatal desenlace de lo que les había ocurrido a don Nicomedes y a don Atenodoro. Alguien se había ido de la lengua y sólo faltaba concretar dónde estaban enterrados porque, incluso, se habían oído las salvajadas que les habían hecho antes de matarles.
Aunque ni don Nicomedes ni su hijo gozaban de simpatías en el pueblo, no ocurría lo mismo con doña Margara. Aunque ella también era orgullosa y altanera y había mantenido siempre las distancias con los que ella no consideraba de su clase, todos pensaban que era una víctima de su marido y que ahora el destino estaba siendo demasiado cruel con ella. Había envejecido más de diez año en los últimos meses. Ella siempre había vestido de colores oscuros, sobre todo desde la muerte de su madre, pero ahora estaba de luto riguroso y cubría su cabeza con un velo negro que contrastaba con la palidez de su cara y el pelo que siempre llevaba recogido en un moño bajo la nuca y que ahora se estaba volviendo totalmente cano. Sin embargo, seguía teniendo la piel tersa y apenas si tenía arrugas, lo que le daba una apariencia de ser más joven de lo que realmente era. Todo el mundo se compadecía de esa pobre mujer que estaba perdiendo todo lo que tenía… Ahora apenas si se le veía por la calle, encerrada en la casa con su hija y sin apenas recibir alguna visita de las que había sido sus amigas y que ahora procuraban no acercarse demasiado a ella porque pensaban que les podía perjudicar su compañía.
Cuando aquella mañana volvió del ayuntamiento, se prometió que nunca más volvería a salir a la calle. Desde ahora, todo su mundo estaba allí, en el "Solar", allí estaba todo lo que aún tenía algún sentido para ella, allí estaba lo que le podía dar fuerza para seguir viviendo… Ahora estaba convencida de que iba a sobrevivir para vengarse un día de lo que les habían hecho a su marido y a su hijo… Y su venganza sería fría. Fría y dulce... algún día ella también podría saborear el dulce sabor de la venganza...
FIN DEL CAPÍTULO XII.
El próximo capítulo se publicará el sábado día 16 de enero
¡NO TE LO PUEDES PERDER!