Es una palabra con un cierto prestigio, y además muy socorrida. Solemos acudir a ella cuando nos faltan argumentos para justificar el mantenimiento de una costumbre; si lo que se defiende no hay por donde hacerlo, lo llamamos tradición y todo queda como mucho más elegante.
Claro está que a no todo se le puede adosar la palabra. Había costumbres que a nadie se le ocurre defenderlas por aquello de la tradición. En Chinchón, como en casi todas partes, las mujeres bajaban al Pilar a lavar la ropa, se iban a Valdezarza o Valquejigoso, o lavaban en los tinajones de los patios, pero a nadie se le ocurre defenderlo como tradición , habiendo lavadoras automáticas tan eficientes.
Los primorosos encajes de bolillos eran una tradición en los ajuares de las novias, pero ahora sería demasiado caro y se han quedado para trabajos de manualidades en los hogares del pensionista.
Había costumbres en la manipulación de los alimentos, que se decían tradicionales, que las nuevas técnicas sanitarias han terminado por desterrar para evitar graves perjuicios que podría ocasionar la falta de higiene. ¿Os acordáis de la matanza del cerdo?
No hablemos de lo de tirar a una cabra desde el campanario de una iglesia o el derecho de pernada de los señores feudales, que ahora ya nadie se atrevería a defenderlo ni evocando la sacrosanta tradición, pero aún quedan cosas que se defienden como tradiciones; como los insultos groseros y soeces que unos niños bien parece que vienen profiriendo año tras año desde un Colegio Mayor, dirigidos a las “compañeras” del Colegio de enfrente.
Pues no, eso no es una tradición, por mucho que lo diga una señora muy puesta ella, que quitaba importancia a este delito, disfrazándolo de tradicional.
Hay muchas costumbres a las que se siguen llamando tradiciones para mantenerlas, pero que por su coste económico, por el cambio de sensibilidad que se ha producido en la Sociedad, o por otras muchas causas, cuesta ya mucho trabajo defenderlas aunque sigamos llamándolas tradicionales.