Eso de morirse es una mala pasada, aunque puede que no sea lo peor. Después de una vida más o menos plácida o desgraciada, (ya dice el refrán que no hay bien ni mal que cien años dure) en nuestra existencia, tenemos la seguridad que todo va a terminar en un momento dado, y además esta norma es, con seguridad, para todos.
Pero lo malo viene después, y además no nos lo han explicado de una forma precisa. Nos han dicho que cuando nos morimos en este mundo, entramos en la vida eterna, dicho de otra manera, que se nos condena a vida perpetua.
Ni siquiera está prevista una vida permanente revisable que nos daría una cierta, aunque lejana, esperanza de que, dado el caso, nos podríamos librar de esa condena eterna.
Y no digamos si cuando nos morimos nos envían al infierno, porque en este mundo no fuimos buena gente. Eso es una putada de las más grandes que nos pueden hacer, y no me explico a quien se le pudo ocurrir semejante maldad. Eso sí que es una condena y no las que ponen los jueces de por aquí, aunque sean de los más estrictos.
Pero si nos envían al cielo, la cosa no varía demasiado. Es verdad que al principio la cosa será hasta agradable y divertida. Que estaremos contentos y agradecidos por la magnanimidad del Juez Supremo, (Que no es lo mismo que el juez del Supremo) pero cuando pasen unos años, no sé, cincuenta, cien, quinientos; seguro que ya estamos hasta la coronilla de laudes, himnos, y de ver a diario a los mismos angelitos, aunque sean tan monos como los que pintaba Rafael Sanzio.
Ya habremos visto cientos de veces todas las series, todas las películas y la repetición de las cien copas de Europas que habrá ganado el Real Madrid, y como cuando llegue el fin del mundo ya no habrá más fútbol, decidme que vamos a hacer todos los domingos sin un partido que llevarnos a la tele. Porque además, tampoco habrá ni “Sálvame de luxe” ni “Cine de barrio”y nos tendremos que conforma con ir a la misa de la tarde y después rezar el Rosario en familia.
O sea, que a mi me parece que pasado un tiempo prudencial, eso de la vida eterna, a la que estaremos condenados, no habrá quien lo resista, y no tendremos ni el consuelo de que pasen los cien años de rigor, que en nuestra vida actual es el tiempo que estipula el refrán para que se termine una racha de buena o mala suerte.
Yo creo que los jubilados deberíamos plantearnos salir a protestar a la calle y pedir a quien corresponda, que anule de una vez para siempre la amenaza de la condena a vida perpetua, a la que si Dios no lo remedia, estamos condenados... irremediablemente.