Clotilde siempre dijo que no había tenido suerte al nacer, pero que no sabía bien si por demasiado pronto o demasiado tarde.
Cuando niña en su pueblo la solían preguntar:
- Y tú, niña, ¿De quién eres?
A ella se la llevaban los demonios, porque, decía, ella no era propiedad de nadie, pero contestaba como estaba establecido:
- Yo soy Clotilde, de la tía Juanita, para servir a Dios y a usted.
Y es que ella, efectivamente era de la tía Juanita y del tío Indalecio. Y en la práctica era su criada, su jornalera, su cuidadora y su fiel acompañante, eso sí, a cambio de casa y comida, aunque ésta se la tenía que preparar ella, al mismo tiempo que hacía la de toda la familia.
Pero se consolaba pensando que era verdad aquello de que cuando fuese madre comería dos huevos (¿O era solo para los padres?) El caso es que el tiempo pasó y llego ella también a ser madre.
Lo de los dos huevos, ni hablar, porque estaba siempre a dieta. Y tuvo dos hijos. Pero pensó que ella no iba a ser como sus padres y que nunca se aprovecharía de ellos. Nada de obligarles a hacer su santa voluntad, como habían hecho con ella; en su casa todos podrían dar su opinión, y en eso estaba de acuerdo Remigio, su marido, que también tuvo que sufrir de pequeño la tiranía de sus mayores.
Y sus hijos, tan bien educados, se fueron haciendo mayores, y eran mucho más listos que ellos; hasta habían ido a la universidad. Pero claro, lo de que ayudasen en casa nunca lo pudo conseguir porque no encontraba argumentos convincentes para hacerles entrar en razón, y lo del "porque sí" era un anacronismo al que hace mucho tiempo que decidió no recurrir.
Pasaba el tiempo y Clotilde se iba haciendo mayor. Seguía sin comerse los dos huevos por aquello de la dieta y ahora también del colesterol, y le dio por pensar en cómo había cambiado su vida: Había pasado de la dominación paterna a la tiranía de sus hijos.
Una amiga, algo mayor, un día le dijo:
- Hija mía, aprovecha, que estás en lo mejor de tu vida. ¡Ya verás cuando te lleguen los nietos!