El tío Gregorio nunca había salido del pueblo, ni siquiera cuando la mili, de la que se libró por no dar la talla. Cuando se casó con la tía Tomasa no había costumbre todavía de los viajes de novios, y la noche de bodas la pasaron en casa de los suegros, donde sería desde entonces su nuevo hogar, al albur de alguna broma pesado de los amigotes, que afortunadamente, no se produjo.
Allí, en el pequeño pueblo de la meseta alcarreña, había pasado toda su vida apegado a la tierra con la que poco a poco se iba mimetizando, hasta llegar a confundirse con el paisaje.
Conoció el mar cuando llegó al pueblo la televisión y entonces supo que había grandes ciudades, y de vez en cuando llegaban por allí ruidosos coches que contrastaban con el cansino traqueteo del carro que era el único medio de transporte que él había utilizado.
Ya de muy mayores, sus hijas les animaron a que fuesen a una excursión a pasar unos días en un pueblecito del levante que había organizado el Ayuntamiento en colaboración con el Imserso.
Les compraron unos bañadores, unos pantalones cortos para él y unos largos para ella, y unas camisas como las que traían los turistas y se montaron en el autocar que les llevaría a conocer, ahora si, de verdad, el mar.
El tío Gregorio era de poco dormir y descubrió que allí, en el levante, amanecía más temprano. Dejó que la Tomasa siguiese durmiendo en el hotel, se puso la camisa de colorines y sus pantalones cortos y se echó a la calle.
Lo primero que le llamo la atención fue esa claridad que inundaba todo el paisaje; las palmeras, las buganvillas que trepaban por las paredes, el penetrante olor a salitre mezclado con el de azahar, y los graznidos de las gaviotas que le indicaron el camino del puerto, donde las pequeñas barcas de los pescadores empezaban a regresar después de una larga y penosa noche de pesca.
Allí, al resguardo de una barca varada en la playa, Joaquín, que debía ser mas o menos de su quinta, se afanaba en recoser unas viejas redes, que otro cualquiera ya habría desechado. Luego supo que allí todos le llamaban Chimo y así le pidió que le llamase él también.
Los dos viejos, con los surcos en la cara, labrados por el sol reseco del secano y por las brisas ardientes de la mar, al poco rato parecía que se conocían de toda la vida.
Gregorio le contó cómo se había ganado la vida cultivando cereales, viñas y aceitunas, y Chimo le iba enseñando los aparejos de pesca, que guardaba en la barca que había sido su casa y su lugar de trabajo durante toda su ya larga vida en el mar: Cordeles con anzuelos, palangres, poteras y nasas. Tambien le habló de las azadas, los rastrillos, los bieldos y las podaderas, porque él también había trabajado en la huerta para complementar los escasos beneficios de la pesca.
Después le invito a unas sardinas que había preparado en unas brasas y a un trago de vino que compartió de una bota de cuero.
Cuando volvió al hotel, la Tomasa le esperaba para bajar a desayunar.
Él solo le dijo que ya había conocido la mar.