Don Adalberto ya se lo venía barruntando desde hacía mucho tiempo, y él siempre consideró que eso sería lo normal. No podía ser que todos fuesen al mismo infierno; no era lógico y, desde luego, no sería justo.
Y es que siempre había habido clases y no le cabía en la cabeza que el, que tenía bien merecida su pena en el infierno, fuese al mismo que tanto andrajoso que no pasaban de ser unos pobres diablos.
Su currículum era un perfecto catálogo de la vulneración de todas las prohibiciones del decálogo divino. Del primero al decimos, todos los mandamientos de la ley estaban plenamente quebrantados en su dilatada vida. A sus ochenta y siete años había acumulado tal cantidad de transgresiones de lo mandado en estas normas bíblicas que nadie podía dudar que era merecedor de un infierno muy especial, solo reservado a unos pocos.
Y don Adalberto se murió. Y San Pedro le indicó muy cortésmente que en la lista de espera del cielo no estaba su nombre, por lo que sin más dilación se dirigió al infierno. Allí, como el había previsto, había distintas categorías. En el cielo, como en los hoteles de la tierra las categorías se medían por estrellas; en el infierno, por tridentes, muy parecidos a los tenedores de los restaurantes.
En realidad había cinco categorías y no siete infiernos como había dicho Dante en su Divina Comedia. En el infierno de menor categoría estaban todos los "mindundis" que se podrían catalogar como pobres diablos; estafadores de poca monta, algún que otro adúltero, en fin, gente sin clase. En el siguiente iba subiendo la cotización y allí se recogía a los criminales, algún dictadorcillo; pero todos con muy poco glamour. En el infierno de tercera categoría ya se podía reconocer a bastantes de sus huéspedes. Allí estaba Fausto, que lo de vender su alma al diablo no es que fuese demasiado grave, pero con tanta propaganda que le hizo Goethe, mereció por lo menos una categoría mas de la que le hubiese correspondido.
En el de cuatro tridentes ya empezaba a notarse la casta. Allí tenían ya reservados sus aposentos Blesa, Rato, Mario Conde, Luis Bacenas y un largo etcétera de personajes que se estaban haciendo muy famosos por culpa de la Sexta.
A él le enviaron al infierno de cinco tenedores, digo tridentes. Y es que, aunque sus fechorías no eran mucho más graves que las de los que había visto en el infierno anterior, había conseguido que nadie hubiese descubierto nunca ninguno de sus crímenes y desmanes. No digo más que le habían hecho hijo predilecto de su pueblo, doctor "honoris causa" en varias universidades y había llegado a ser uno de los personajes más influyentes del país.
El único problema es que aquel infierno estaba casi deshabitado. Rodrigo Borgia, Hitler, Mobutu Sese Seko, y algún que otro casi desconocido maleante, que sabe Dios lo que habría hecho para estar allí.
Lo bueno es que, en este infierno de cinco tridentes, todas las azafatas eran unas diablesas muy atractivas, con unos bikinis rojos preciosos y siempre de peluquería, que atendían a todos los residentes con suma delicadeza. Nada que ver con las diablas gordas y viejas que daban servicio en los otros infiernos de menor categoría.
No digo más que todos coincidían con don Adalberto en opinar que hasta las llamas parecían más suaves cuando ellas se las aplicaban.