Y este es el segundo relato que presente este año y en el que había puesto mis esperanzas de que fuese a llegar a la final... pero no fue así, lo había titulado:
EL CHAMARILERO.
Desde muy pequeño acostumbré a seguir a mi abuelo por los caminos polvorientos del centro de la meseta. Él iba siempre en un tílburi reconvertido en carromato donde escondía su preciada mercancía. Sólo parábamos en los pueblos deshabitados en los que solíamos encontrar sólo fantasmas del pasado y hologramas que deambulaban de acá para allá, siempre sin rumbo fijo, camino a lo desconocido.
Mi abuelo me decía que allí, algún día, encontraríamos a sus verdaderos clientes, que le comprarían todas las existencias. Yo, que aún era pequeño, no entendía muy bien lo que mi abuelo quería decir, pero asentía, posiblemente por ese respeto reverencial a los mayores que me inculcaron desde niño.
Cuando llegábamos a la que había sido la plaza del pueblo, mi abuelo tiraba del ramal y la “Remolona”, una borrica muy delgada ya casi acostumbrada a no comer, se detenía en seco. Él se bajaba del tílburi, me cogía de la cintura y me ayudaba también a bajar a mí. Miraba alrededor, se quitaba la gorra que siempre llevaba ladeada sobre la sien izquierda, se limpiaba el sudor y mirando al cielo, lanzaba su mismo mensaje:
- ¡El chamarilero, compro sueños viejos! ¡No importa que estén usados, y pago al contado!
Luego, cuando había pasado un tiempo, poco por lo general, gritaba su otro comunicado:
- ¡También vendo sueños a estrenar, sueños reparados y garantizados por toda una vida! ¡Tengo sueños para mocitas de buen ver, para madres primerizas, para jubilados sin esperanzas y para políticos honestos!
Por lo general nadie solía responder; pero un día, en un pueblo perdido entre un valle sin río y unas montañas de imperceptible pendiente, donde apenas si el camino dejaba pasar nuestro viejo carromato, un pueblo de sólo ocho o nueve casas todas en ruinas, sin puertas ni ventanas, un pueblo donde únicamente quedaban en pie unas piedras de lo que habían sido los arranques de la torre de la iglesia; por detrás de la tapia de lo que un día pudo ser un aprisco, apareció un hombre de pelo cano, de una edad imposible de precisar, con un callado de pastor en la mano y caminando a duras penas, que se acercó a mi abuelo.
Era un viejo con el rostro arrugado por los vientos y las manos desgastadas por las rudas tareas del campo; nos contó que en las nubes suelen viajar sueños y palabras, que luego caerán en forma de lluvia, como versos y sentimientos, en esos días en que el calor del amor o el frío del desdén afloran en las almas de los poetas y en el corazón de los enamorados.
Yo, en los ocasos dorados, dijo, me suelo asomar a la ventana que mira al poniente y en los blancos amaneceres, a la que se ilumina con las primeras luces del alba y a veces he logrado escuchar esos versos llenos de ternura que se han debido escapar de la nube blanca para adornar los requiebros del enamorado que despide a la amada que se va con los últimos rayos del sol, o que han inspirado al poeta insomne que ha velado toda la noche a la espera de esas mágicas palabras que solo llegan cuando la luz de la mañana se mezcla con su sopor, en la duermevela de su conciencia.
Después nos confesó:
- Yo tengo un sueño muy bonito y no tengo a nadie a quien dejárselo.
- ¿Cuánto quiere por él?
- Mi sueño no tiene precio, se lo quiero regalar a este niño de ojos con luz y con ilusión en su cara. Nadie mejor que él lo podrá vivir.
Desde entonces sigo recorriendo los caminos de mi pequeño mundo, buscando otro niño para que pueda seguir viviendo el sueño que a mí me regaló un hombre muy viejo en un pueblo casi deshabitado cuando yo acompañaba a mi abuelo en lo que él llamaba tílburi y no era más que una destartalada tartana, donde guardaba su preciada mercancía de hermosos sueños irrealizables para personas sensatas, solo útiles para soñadores empedernidos y para jóvenes enamorados.