Para los de nuestra generación (los que estamos ya por encima de los sesenta y tantos) la barba tuvo una significación muy específica. La barba, allá en nuestra lejana juventud, era un signo de rebeldía, de contestación, de protesta y de bohemia. Dejarse la barba suponía mostrar tu oposición a lo establecido, a lo políticamente correcto, era un grito... bueno era, más bien, un susurro con el que nos atrevíamos a mostrar nuestra disconformidad a muchas cosas que entonces empezaban a cambiar.
Por aquellos años (era a mediados de los setenta del siglo anterior) Jesús Hermida ganó el concurso literario de “La hucha de Oro” con un cuento que tituló como yo he titulado esta entrada. Lo leí en su día, y no recuerdo muy bien el argumento, pero venía a decir más o menos lo que yo comento en el párrafo anterior.
Entonces, cuando Franco estaba a punto de morir, la barba sólo la llevaban los artistas, algunos escritores progres, y los de los sindicatos semiclandestinos. Luego también los de los partidos de izquierdas que generalmente la acompañaban con chaquetas de pana.
Los oficinistas. los funcionarios, la “gente de bien” no podíamos dejarnos la barba; como mucho un bigote, que no podía ser muy fino -porque entonces tenía otras connotaciones- que era más o menos aceptado.
Luego todo cambió y nosotros nos jubilamos. Ya nos sentíamos liberados y algunos nos dejamos la barba, o al menos un perilla cana, que nos daba un cierto aspecto intelectual, aunque ya se sabe que el hábito no hace al monje y, en la mayoría de los casos, no fue nada más que una excusa para no tenernos que afeitar todas las mañanas.
Pero tenía un inconveniente: Nos hacía más viejos.
Y ahora estoy hecho un lío. No sé si dejarme la perilla y perder el aspecto de profesor jubilado, o resignarme a tener que afeitarmen todas las mañanas para parecer un poco más joven.