“El pincel”, como casi siempre, fue el primero en llegar. Tenía la sospechosa habilidad de encontrarse siempre cerca del lugar de los hechos. La puerta estaba abierta y entró sin llamar. Sentada en una silla del recibidor, la mujer sollozaba con la cara entre las manos. Con un ademán autoritario mientras enseñaba su placa, indicó que no se levantara y entró decidido hacia las habitaciones, mientras se colocaba los guantes de látex. El lujo y el buen gusto llamaban la atención nada más entrar en la casa. Paredes enteladas, muebles antiguos perfectamente restaurados y pinturas de muy diversos estilos, entre los que destacaba un Soroya que presidía el salón.
Era un policía metódico y minucioso y nada escapaba a su mirada acostumbrada a detectar hasta los más insignificantes detalles . Empujó una de las puertas; un despacho con las paredes de madera, una pesada lámpara de bronce, una mesa de nogal y un sillón, de cuero repujado, color caoba. Detrás de la mesa el retrato de un hombre de barba canosa y ropajes de finales del XIX. No entró. Al fondo, la puerta del dormitorio. Siempre la víctima estaba en el dormitorio. Todo era desorden, las sábanas y la colcha de seda colgaban sobre el suelo de moqueta dorada; las ropas del hombre se habían resbalado del galán de noche y reposaban desordenadas en el suelo. Las dos lámparas de las mesillas estaban encendidas; una de ellas tenía la tulipa torcida. Ningún olor porque la ventana estaba abierta, a pesar del frío que hacía en la calle. El cuerpo, a primera vista, no presentaba signos de violencia, sólo una diminuta gota de sangre sobre la almohada. Se asomó debajo de la cama, al otro lado, unas braguitas de blonda color malva. Rodeó la cama y las cogió, se las acercó a la nariz y se le escapó una mueca de complacencia fetichista; sabía que estaba solo y no pudo resistir la tentación: se las guardó, como trofeo, en el bolsillo interior de su americana.
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El comisario sólo pensaba ya en su jubilación. No le caía bien el joven inspector a quien todos llamaban “El pincel”. Era demasiado prepotente, demasiado engreído, demasiado listo; el número uno de su promoción. Siempre vestía impecablemente, de ahí su sobrenombre, y muchos se preguntaban cómo lo podía hacer con su sueldo de policía.
Su informe era poco preciso, había muchas lagunas, pero eso también era demasiado frecuente en sus informes. No aclaraba cómo pudo llegar el primero a la casa del notario. Sus conclusiones chocaban frontalmente con las de la oficina científica. Para él no había duda de que se trataba en un simple allanamiento con intención de robo, realizado por una banda de profesionales, que se había complicado inesperadamente con la presencia de la víctima; la caja fuerte estaba abierta, aunque se desconocía cual podría ser su contenido. La oficina científica opinaba que el autor o los autores del crimen eran conocidos por la víctima que les abrió la puerta de su casa, porque no había signos de haber sido forzada ni habían saltado las alarmas.
El comisario, que estaba a punto de jubilarse, conocía a la víctima. Le había interrogado hacía unos meses por su presunta participación en una trama de blanqueo de dinero y tráfico de drogas, relacionado con una banda de albanocosovares que habían sido detenidos en la Costa Brava. No se le llegó a imputar por falta de pruebas, pero quedaron muchos puntos oscuros en su trayectoria personal y profesional. Estaba soltero y no se le conocían amistades femeninas. Vivía solo en una mansión de las afueras de la capital, a la que acudía diariamente una mujer que se encargaba de la limpieza. En ocasiones se le había visto en lugares de dudosa moralidad.
Sólo unos días después, cuando se conoció el resultado de la autopsia, se encontró relación con el otro crimen ocurrido un año antes. Un abogado que también había sido investigado por su relación con el crimen organizado, había aparecido sin vida en el dormitorio de su casa. La causa de la muerte, una diminuta herida punzante en el cuello, difícil de apreciar a simple vista, lo que hizo pensar en un principio, en una muerte natural. Todos creyeron que se podía tratar de un asunto de ajuste de cuentas, porque en aquella ocasión no había evidencia de robo. En el sumario se recogía que el abogado había tenido relaciones sexuales poco antes de morir, aunque no se logró identificar a la mujer que pudo ser la última persona en verle con vida. Aunque el caso no estaba cerrado, se habían abandonado todas las vías de investigación. En los dos casos las víctimas habían sido drogadas previamente y en los escenarios de los crímenes no se encontró ninguna huella sospechosa. Los autores de los crímenes eran, sin duda, profesionales.
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Como última medida, ella había volcado todo lo que contenía su bolso encima de la cama; ahora sí estaba realmente segura que había olvidado su prenda íntima en aquella habitación. Había sido demasiado fácil, esta vez apenas tuvo que desnudarse antes de que a él le hiciese efecto el somnífero. Mientras limpiaba todas sus huellas le pareció oir unos ruidos y salió precipitadamente de la casa. En principio no lo había dado demasiada importancia, pero después de escuchar las noticias de la televisión, empezó a tener miedo; no sabía qué hacer y se estaba volviendo histérica. No se lo podía contar a nadie, era demasiado peligroso, pero tenía que decírselo a él. Era quien le había ofrecido el trabajito del notario y el del abogado del año pasado. Las instrucciones eran sencillas, sólo tenía que seducirlos, suministrarles un somnífero y abandonar inmediatamente la casa, cuidandose de limpiar cualquier huella, no dejar ningún rastro de su presencia y dejar la puerta abierta. Estaba aterrada, pero prefería contárselo ella a que se enterase por otros medios. Además, posiblemente era el único que podía encontrar una solución, como ya lo había hecho en otras ocasiones.
Se acercó hasta la cabina de la esquina. Sabía que no podía llamarle desde sus teléfonos; nunca lo había hecho ni nunca lo haría, porque le conocía demasiado bien. Cuatro... cinco llamadas sin contestación... colgó antes de que saltase el contestador; tampoco podía dejarle un mensaje que pudiese identificarla. A pesar del frío decidió dar un paseo por el parque, tenía que despejarse para poder pensar, tenía que ponerse en contacto con él lo antes posible. Volvería a llamar un poco más tarde.
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El joven inspector que había sido el número uno de su promoción; quien no caía demasiado bien al comisario que sólo pensaba en jubilarse; al que casi nadie conocía por su nombre, era el único que sabía lo que realmente había pasado; pero también sabía que los crímenes nunca serían aclarados porque la única evidencia incriminatoria era el más importante trofeo de su extraña y ya amplia colección de pruebas criminales a la que, nunca, nadie había tenido, ni tendría, acceso.
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- Ya lo sé... No, no tengas cuidado... sí, todo está controlado... No tienes que preocuparte... los jefes nunca lo sabrán, pero la próxima vez tienes que ser más cuidadosa... Como castigo, tendrás que compensarme... Sí, como tú sabes... si es que quieres seguir trabajando conmigo...