Cristinita era la más pequeña, pero también la más lista y más espabilada. Su padre, don Ignacio, era el cacique del pueblo y estaba dispuesto a dar todos los caprichos a su niña. No era el alcalde, ni tampoco el maestro ni, por supuesto, el cura; pero no se hacía nada en el ayuntamiento, ni en la escuela ni siquiera en la iglesia sin su conocimiento y aprobación.
Tampoco quiso ser diputado provincial ni, mucho menos, ministro del gobierno; pero hasta estas altas instancias del estado llegaban sus tentáculos y podía influir, si quería, en cualquier decisión que él considerase necesaria.
Estamos, como la mayoría estaréis pensando, en pleno siglo XIX y en una región no demasiado alejada de la capital. Su posición social y económica le facultaban para poder actuar en la mayor impunidad. Nadie era capaz de oponerse a sus decisiones, y todos procuraban cumplir hasta sus más mínimos deseos. Todos.
Aquella mañana, su Cristinita tuvo la ocurrencia de querer ser maestra; no porque quisiera ejercer como tal, sino porque eso, dijo, le daba prestigio y le hacía mucha ilusión tener el diploma en su habitación.
-Pero, papá, eso de tener que estar estudiando durante cuatro años, es una pesadez... Yo creo que si tú quieres...
Y don Ignacio pensó que Cristinita tenía razón; ¿Cómo iba a perder su niña cuatro años, si además para lo único que necesitaba el título era para ponerlo en un cuadro de su habitación?
Y hablo directamente con el Ministro de Educación Publica. A la semana siguiente una valija llegó hasta la mansión de don Ignacio con un precioso pergamino en el que se certificaba el título de Magisterio, con una calificación “Cum laude” a nombre de su Cristinita.
Todavía, sus descendientes conservan el preciado diploma de su tatarabuela, y presumen de que fue una de las primeras mujeres que consiguió un título académico.
Don Ignacio pronto se olvidó del asunto y vivió siempre tranquilo, porque sabía que gozaba de total impunidad.
¡Qué tiempos aquellos! ¿Verdad, Cristinita?