El parlamento catalán, primero y doña Esperanza Aguirre, después, han traído, de nuevo, el debate sobre la fiesta taurina. En los periódicos, en la radio, en la televisión y hasta en los blogs, es un tema recurrente en estos últimos días.
Hasta, mi amigo, colega y paisano Jesvel en su blog, lo planteaba y, después de declararse “aficionado” decía: “Con todo, si de alguna manera se puede apreciar al toro en todo su esplendor es en el campo. Ahí, en su medio, la bestia (en su sentido denotativo y no en el connotativo) es muy distinta del supuesto monstruo con el que, en la cultura mediterránea, ha elaborado la tauromaquia”.
Yo me crié viendo toros desde pequeño, que para eso mi abuelo Manolo vivía en la Posada de la Plaza, y yo tenía acceso a todas las corridas y encierros que se celebraban en Chinchón. Allí vi torear a Conchita Cintrón en el año 1946 cuando yo tenía menos de dos años. Después también vi torear a Ordóñez, Bienvenida, Camino, Litri, Aparicio, Antoñete y a otros grandes maestros de la tauromaquia. De alguna forma puedo decir que me gustan los toros y toda la parafernalia de la fiesta, su colorido, su ambiente, su estética, su morbo, en fin, todo lo que conforma la llamada “Fiesta nacional”. (¿Por qué?)
Mi “afición” me vino de forma inconsciente, incluso de joven me gustaba correr en los encierros y salir a las capeas, demostrando esa inconciencia al no calibrar el peligro inútil que conlleva estas prácticas.
Pero nunca me llegaba plantear la parte de salvajismo, crueldad y falta de sensibilidad que esta práctica encierra. Porque yo comencé a aceptar los toros al mismo tiempo que aceptaba aquello de que “la letra con sangre entra” y me parecía tan normal que se matase a los toros como era tan normal que un maestro “castigase” a los pequeños párvulos golpeando sus manos con una regla y dándoles un bofetón.
Los tiempos han pasado, y no creo que haya que convencer a nadie de que es bueno que el castigo físico a los niños se haya erradicado, pero todavía es difícil de convencer a muchos de que sería conveniente erradicar también la tortura a los nobles animales que son los toros bravos.
Yo pienso que es cuestión de tiempo... y de economía. Cuando Gallardón era presidente de la Comunidad de Madrid elaboró una ley que ponía bastantes limitaciones a los festejos populares, como las medidas de seguridad, las infraestructuras sanitarias y el tiempo que podía estar un toro en la plaza. Esta normativa encareció los festejos taurinos, haciéndolos demasiado caros para muchos pueblos.
Ya veréis, el tiempo, la cultura, la sensibilidad, la educación... y el dinero, terminarán por poner las cosas en su sitio y muchos aficionados llegaremos a poner “los cuernos” a la fiesta de los toros.
En las fotos, una muestra de la afición taurina en Chinchón. En la primera, el cartel de Turismo que representaba a España en las campañas turísticas de mediados del siglo pasado. En la segunda una visión idílica de “toros en Chinchón”…pero es solo un montaje.