Fue el menor de quince hermanos, todos
varones, y como sus padres ya habían agotado todos los nombres que conocían del
santoral, le dijeron a don Tiberio, el viejo párroco del pueblo, que le
bautizase con el nombre que le pareciese. A don Tiberio que era un poco
cachondo, el primer nombre que le vino al cabeza fue el del santo Job, que para eso había leído su historia en los
rezos de maitines de esa mañana. Y sin pretenderlo, con ese nombre marcó
el carácter del muchacho para toda su vida.
Job de chico, como era de esperar,
siempre fue muy obediente y sus padres, además, le enseñaron que debía respetar a los
mayores en edad, saber y gobierno.
Por eso Job nunca participó, no digo ya
en un motín, una rebelión o una asonada; ni siquiera en una sentada de protesta
en el patio del colegio, ni en una manifestación callejera en los tiempos de la
transición, ni participó en ningún disturbio estudiantil.
Luego, hay que reconocerlo, aunque tuvo algún
conato de rebeldía en sus años juveniles y se solía enervar con las decisiones
injustas que padeció en los años de su vida laboral, no se atrevió a ir a
la Puerta del Sol en aquel 15 de mayo, ni mucho menos acudir a ninguna
manifestación que convocasen los partidos políticos, sobre todo si eran de la
oposición.
El caso es que se fue haciendo mayor,
pero su carácter cambió poco y siempre fue un hombre dócil y paciente. Tanto,
que cuando le fueron llegando los achaques propios de la edad, se fue
sometiendo a todas las revisiones médicas que le aconsejaba su mujer y que
recomendaba a la OMS como el mejor medio de profilaxis para evitar el
inevitable deterioro propio de una edad provecta como a la que estaba
llegando.
Adelgazó los quince kilos que
le dijo la ATS, dejo de fumar como le indicó el médico de familia, la sal solo
en pequeñísimas cantidades y el azúcar lo sustituía siempre por la sacarina.
Nada de embutidos ni grasas saturadas, el alcohol ni verle, y todos los días,
por lo menos, dos litros de agua. Dos kilómetros diarios de paseo a un buen
paso, nada de trasnochar, y levantarme temprano; ejercitar la mente con sudokus
y crucigramas... y llevar una vida metódica y ordenada.
Así, con unos análisis que
envidiaría cualquier jovenzuelo, Job llego a los ochenta. Pero la rodilla
izquierda dijo que ya se había doblado bastante, el codo del brazo derecho dejo
de tener fuerza para levantar la bolsa de la compra, el párpado del ojo derecho
empezó a caerse y le dijeron que era por una enfermedad congénita auto inmune,
llamada miastenia gravis, que no tiene curación y solo se puede paliar tomando
un montón de pastillas todos los días... mientras el cuerpo aguante.
Así que, aquí le tenéis, mas
sano que una manzana, con unos análisis clínicos envidiables, pero con un ojo a
la virulé, con una pierna arrastras y un brazo en cabestrillo, pero por lo
demás, todo muy bien y además resignado, porque, como ya he dicho, Job fue
siempre un buen paciente... y un hombre muy dócil. Demasiado.
Pero la culpa la tuvo el
bueno de don Tiberio, por bautizarle con un nombre tan ocurrente.