Fue en uno de esos años cuando un terrible suceso conmovió a los vecinos del número diez de la calle Leganitos. El señor Cosme, el del número uno de la primera planta, vivía solo desde que su Enriqueta falleció unos meses antes. Debía tener ya cerca de los sesenta aunque se encontraba bien de salud y se valía por si mismo para hacer todas las tareas de la casa, aunque todas las vecinas se habían ofrecido para echarle una mano si era necesario.
Tenía un hijo y una hija, ambos casados que vivían por el ensanche de Argüelles, que aunque no estaba demasiado lejos, sólo le visitaban de tarde en tarde, decían que por lo atareados que estaban con sus trabajos y la crianza de sus muchos hijos.
Sólo tenía alguna dificultad para subir escaleras, y aunque vivía en el primer piso, siempre se tenía que parar en el primer descansillo para coger fuerzas, antes de afrontar el segundo y definitivo. Era amable y dicharachero y siempre tenía en el bolsillo algún caramelo para cuando se encontraba con Genarín y Rosita que le tenían un gran cariño, posiblemente como el sustituto de los abuelos que no habían conocido. Desde que se quedó viudo tenía una rutina que seguía religiosamente. Todos los días a las doce y quince minutos salía de casa para hacer la compra. Con su gorra de lana en invierno, con un sombrerito de paja en verano, con su chaquetón de paño o en chaleco y mangas de camisa, salía del portal con su capacho de rafia y su bastón para visitar a la Emilita, la de la panadería, a Luisa, la lechera, a Tomás el Carnicero y a Cándido el de los ultramarinos.
Tenía fama de roñoso y algo avaro, y también de tener mucho dinero escondido en su casa, porque siempre había dicho que no se fiaba de los bancos ni del Monte de Piedad, que según él sólo servía para empeñar las mantas en verano para ir de vacaciones al pueblo.
Aquel jueves nadie le vio salir por la mañana, pero tampoco nadie le echó de menos durante todo el día porque aparte de esa salida matinal, siempre estaba en casa y rara vez se oían ruidos dentro. Al día siguiente fue la señora Susana quien se extrañó de no verle y llamó a la puerta de Julita para preguntar si le había visto.
Las dos llamaron a Rosa y después al señor Emilio y todos llamaron a la puerta del señor Cosme. Esta vivienda sólo tenía esta entrada porque la puerta de servicio, por la otra escalera, había sido tapiada. Nadie contestaba y volvieron a insistir con golpes más fuertes, pero con el mismo resultado. Ninguno de ellos tenía llave de la casa y el sastre, con buen criterio, pensó que lo mejor era llamar a los guardias, porque en estos casos debe ser la autoridad la que tome las decisiones, que para eso tienen mayor experiencia para saber lo que hay que hacer en casos como este.
Aunque todos conocían a sus hijos, lo más que sabían era que vivían por Argüelles, que venían muy poco a ver a su padre y ninguno de ellos sabía podía facilitar las señas exactas de sus domicilios. Esto es lo que informaron a la pareja de guardias que se presentó veinte minutos después de que la Julita se acercara al cuartelillo, para dar la noticia. De paso preguntó en las tiendas que él frecuentaba y todos dijeron que hacía dos días que no había pasado por allí.
Uno de los guardias hizo amago de querer abrir la puerta de una patada; su compañero le detuvo y sacó unas ganzúas, y sin demasiado esfuerzo, la puerta se abría fácilmente porque sólo estaba echado el resbalón de la puerta, sin las dos vueltas posibles de la cerradura ni echado el pequeño cerrojo que había hacia la mitad de la parte superior de la puerta.
Dijeron a los vecinos que esperasen en el rellano de la escalera y los dos agentes entraron en el domicilio tomando las precauciones que preveían las ordenanzas. Hasta el rellano llegó un característico olor que no presagiaba nada bueno. Toda la casa estaba en desorden. Los cajones de los muebles abiertos, los cuadros descolgados, las ropas esparcidas por el suelo, la alacena abierta y hasta la leñera revuelta.
Al principio no lo vieron, estaba semioculto debajo de la cama del dormitorio. El colchón de la cama esta medio caído en el suelo y le cubría medio cuerpo. Tenía puesto el pijama y en la chaqueta se podía ver una gran mancha roja que ninguno de los dos guardias dudó por un momento que era de sangre. Comprobaron que el señor Cosme estaba muerto presionando la vena carótida y no quisieron mover el cadáver; fuera los vecinos ya se habían percatado de lo ocurrido y las mujeres lloraban mientras el señor Emilio trataba de apaciguarlas.
Cerraron la puerta y uno de los guardias se quedó vigilando mientras el otro corrió hacia el cuartelillo para informar del homicidio.
No mucho más de media hora más tarde llegaba el inspector Páez, de la recién creada Policía científica, como era llamada la Brigada de Investigación Criminal dependiente de la Jefatura Superior de Policía de Madrid. Era el inspector un hombre de unos cuarenta y tantos años, ya algo calvo, alto y siempre muy acicalado. Su nombre era Delfín aunque casi nadie lo conocía porque en la Comisaría era conocido como “Inspector Páez” o, a sus espaldas, como “El Dandy”. Tenía fama de meticuloso y eficaz, y no quería que este caso fuese una excepción en su ya larga carrera contra la delincuencia. En honor a la verdad, también había tenido algún problemilla por unas acusaciones anónimas que se había recibido en la Jefatura de unos sobornos que nunca llegaron a probarse.
Aunque los guardias le habían puesto en antecedentes, él quiso inspeccionar personalmente el escenario del crimen.
- No es normal que un anciano deje sin dar todas las vueltas a la cerradura y sin poner el cerrojo… Sería una coincidencia que se le hubiese olvidado anteayer y precisamente ese día le visitasen los ladrones…
Y es que el primero y, por ahora, único móvil que se estaba barajando era el robo. Más teniendo en cuenta lo que se le había escapado a una de las vecinas el comentario de su fama de avaro y de guardar el dinero en casa. En las primeras pesquisas no había aparecido nada de dinero y en la casa no había nada más que pudiese atraer a los ladrones.
- Guardia, la ventana de la cocina ya tenía el cristal roto cuando han llegado.
- Sí, Inspector Páez; estaba una hoja abierta y el cristal roto… Los cristales, como ve, están en el suelo, por lo que se debió romper desde fuera… Pienso, yo.
- Es una buena apreciación… Recojan los cristales que hay en el suelo, pónganlos con mucho cuidado en un sobre, para ver si podemos obtener alguna información en Jefatura con las pruebas dactiloscópicas.
Cuando hubo terminado de su meticulosa inspección, llegó el médico forense para autorizar el levantamiento del cadáver.
A eso de media tarde llegaron los hijos que habían sido avisados por la policía. El mayor, Cosme como su padre, y Eduvigis su esposa, y Antonia, su hija pequeña y Julián, su marido.
A señora Susana, cuchicheó a Rosa y Julita, que habían situado el puesto de observación en casa de Rosa, que no veía a los hijos del señor Cosme demasiado afectados.
- Yo creo que estaban deseando que el viejo la diñase para heredar.
- No sea bruta, mujer, tú que res muy mal pensada.
En la autopsia se determinó que la muerte la había ocasionado un fuerte golpe en el parietal izquierdo, posiblemente ocasionado por una caída fortuita sobre una de las barras del somier de la cama. El inspector Páez, había llegado a la conclusión de que había un sido un robo. Que el ladrón entró por la ventana de la cocina; que el viejo se despertó por el ruido de los cristales, que forcejeó con el ladrón, que éste le pudo empujar y que el pobre hombre cayó de espaldas golpeándose accidentalmente en la cabeza.
- Un caso de libro. A ver si tenemos suerte con las huellas, que seguro que son de algún ratero conocido en la Jefatura y ¡Caso cerrado!
Tres días después todos los vecinos acompañaron el cadáver del señor Cosme hasta su última morada, después de una misa de “córpore insepulto”.