La otra mañana me desperté muy temprano y aunque pase por el aseo, no me mire en el espejo; por eso, cuando me tome el desayuno y me senté en el sofá para leer el periódico, no era muy consciente de cuál era realmente mi aspecto y, sin darme cuenta, me deje llevar por la idea descabellada de hacer un safari fotográfico por el Serengueti; y es que en la sección de viajes del País, hablaban maravillas de esa aventura.
Como me gusta la fotografía y la naturaleza, no me pare a pensar demasiado en lo que conlleva un viaje de estas características. Largos desplazamientos, horas de grandes caminatas, riesgos de enfermedades para lo que tenías que vacunarte previamente, estancias en lugares con pocas comodidades, en fin, circunstancias no demasiado recomendables para hombres de mi edad, que en los periódicos suelen llamarnos ancianos.
Pero yo, leyendo el recorrido del viaje, ya me veía con mi cámara colgada al cuello, con la mochila repleta de teleobjetivos, de filtros y de baterías recargables, mis prismáticos, mi sombrero de explorador y mi sahariana de mil bolsillos, montado en un todoterreno al lado de un negro muy alto y siempre con una amplia sonrisa en la boca enseñando su perfecta dentadura de dientes blancos, a la espera de que apareciese detrás de los árboles una manada de elefantes.
Solo al final del anuncio se indicaba que esta excursión no era recomendable para personas que no estuvieran en perfecta forma física. O sea, solo apta para gente joven.
Y entonces, desperté. Y pensándolo bien, he llegado a la conclusión de que no soy viejo, como venía diciendo, sino que soy joven, sobre todo cuando no me miro al espejo y dejo volar mi fantasía...