Un artículo-entrevista de Luis Martinez en el periódico El Mundo del día 10-4-2016.
José Sacristán no es José Sacristán. Él cree que sí. De hecho, habla, gesticula y se luce con esos requiebros al castellano que tanto gustan a la gente de Chinchón, donde nació hace 78 años y donde, dicen, crecen los ajos que da gusto verlos. Y todo lo hace con un entusiasmo supuestamente natural, nada fingido. Como si fuera el mismísimo
José Sacristán. O Pepe, que también se hace llamar así. Pero no, no nos engaña. José Sacristán, en realidad, soy yo. Y usted, y ese que se esconde al fondo, y ese otro que con la revista
PAPEL en las manos está convencido ahora mismo de que el que escribe estas líneas es un perfecto gilipollas. José Sacristán, admitámoslo, lo es cualquiera de los que hoy pisan ese lugar llamado España. De hecho,
José Sacristán es España. Entera. Toda ella, con sus contradicciones, sus andares torpes, sus gestos heroicos, sus miedos y sus posturas irreconciliables. Somos así. Somos él. Como siempre.
Como España, él grita desde el balcón de su casa. Ve asomar al periodista calle arriba y no se reprime:
«Coño, llegas en el peor momento. Justo ahora que empieza una de
John Ford en la tele». Como España, tiempo atrás él pasó hambre, y, como España, hasta tuvo la tentación de olvidarlo. «Yo estoy encantado con mi vida.
No sería ni justo ni educado que me quejara, pero lo que está pasando ahora mismo no me gusta, para qué nos vamos a engañar», dice. Como España vivió una transición del gris al magenta, del silencio al ruido, del incienso a la carne, de la braga alta al tanta hortera... Y como España, a ella vuelve (a la transición que no a las bragas). ¿No estamos ahora, dicen, en el
formateo de todo lo viejo,
en el reseteo de las formas antiguas, en la emergencia de los impacientes, no estamos, como siempre, empezando otra vez? ¿Y no está, como siempre, José Sacristán ahí, en el centro, en el punto medio de todo lo que ocurre? ¿Quién de los presentes a la vista de lo que hay puede decir que no es, que no somos, él?
«Vamos a ver», empieza resignado el hombre que pretende ser Sacristán, «comparar lo que vivimos en la Transición con lo que está pasando ahora mismo no tiene sentido. Entonces existía una necesidad de contar y contarse. Era una cuestión natural, biológica, una urgencia... Sería terrible considerar que lo vivido desde el 75 a ahora tuviera algo que ver con el franquismo. Reprocho a los emergentes la impaciencia de los malos aprendices. Por dios, ¡cómo se puede decir eso de la cal viva! Quien dice eso y luego saluda al 'ciudadano' Otegui es que no estuvo ahí. Hay que tener claro de dónde se viene para hablar. Si antes entrabas en una capilla sin sostén, ibas a la puta cárcel directamente. No jodamos». Y ahí lo deja. El que sepa leer, que lea. Café, sacarina y agua. Es lo que toma.
Nos citamo
s en su casa. Todo sea para demostrar que él es él y que vive donde vive. La tarde es soleada y la idea no es tanto cumplir con los trámites de la entrevista como de la demostración. Que le den, con perdón, a John Ford. Demuéstreme, oiga, que usted es el que dice ser, que usted es Sacristán. La idea es recorrer juntos el trayecto que va desde el portal hasta el teatro donde día a día, a día de hoy, da vida a un magnate cabrón y tierno en la obra Muñeca de porcelana, de David Mamet. El camino se hace en metro, en la línea amarilla del suburbano de Carmena hasta la mismísima estación de Legazpi, donde están los teatros de El Matadero. No es tanto populismo de artista llano como comodidad de jubilado sibarita. «Con esta tarjeta paso por el torno como el mismísimo James Bond. Date cuenta qué facilidad», dice, enseña a la máquina el pase de la EMT y el torno cede ante su paso ligero. Pura clase.
Permítame una pregunta de enjundia: ¿Cómo se las arregla para sobrevivir a todos los naufragios?
[Hace como que entiende la cuestión] Trato de adecuar el ejercicio de una profesión, la mía, a un país como éste. Intento ser un buen alumno de Fernando Fernán Gómez. Y eso que sólo estoy en segundo de Fernando. Procuro mantener el equilibrio. Me siento más un superviviente que un maestro. Y, por encima de todo, sé que soy un privilegiado. Mi actitud es la de un aprendiz permanente. ¿Cómo lo diría? Aborrezco sentar cátedra. Antes monja que pontificar. Pobre del que piensa que ya lo sabe todo.
Y le creemos. ¿Cómo si no ha hecho este hombre para ser cómico cuando en España nada hacía ni la más triste (además de puta) de las gracias? ¿Cómo ha conseguido sobrevivir al atracón de españoladas (y que nadie se ofenda) que poblaron los 60 y los 70 de la mano de Lazaga, Ozores o Dibildos? ¿Cómo logró convertirse en uno de los referentes del nuevo cine español? Sí, el de Olea, Gonzalo Suárez, Gutiérrez Aragón o Camus. ¿Y qué decir de su papel en el complicado equilibrio de la tercera vía, entre el cine de autor y comercial, que soñaran Garci, Drove o Bodegas? ¿Cómo se ha mantenido firme al lado de la presente nueva ola con Carlos Vermut, Isaki Lacuesta o Kike Maíllo, con el que está a punto de estrenar Toro? Un momento, ¿Y todo el teatro acumulado? ¿Y su labor en el musical con Paloma San Basilio? Definitivamente, demasiado trabajo para un solo hombre. Reconózcalo, usted no es usted.
Y justo en este momento, se rinde. Aunque sólo sea por hacer callar al pesado (o gilipollas, según se mire) que tiene en frente. Aunque tan sólo sea por respeto a los que viajan en el metro. «Todo lo que soy se lo debo al chaval de Chinchón que todavía soy. Lo llevo siempre conmigo. Se sienta a mi lado a ver cine en la sala que tengo en mi casa y le tengo un respeto del copón. Echo mano de él cada vez que me pongo delante de una cámara o subo al escenario. Para mí, él es la médula espinal que alimenta este oficio. Lo que tiene de juego. Cuando jugaba a ser un mosquetero. Le tengo un cariño increíble. Y, sobre todo, procuro no hacer nada que le obligara a mandarme a la mierda. Llevo 60 años sobre el escenario y disfrutando como un cabrón con los jóvenes y con los no tan jóvenes. A ese crío se lo debo todo». El cabrón, valga la redundancia, casi nos hace llorar.
Cuenta (ahora ya no queda claro si el que habla es el crío) que, cuando la familia se exilió en Madrid desde el pueblo al que no podían volver, recorría la Gran Vía con los ojos perfectamente abiertos. «Me recuerdo con la tartera para ir al taller. Salía de trabajar y me iba a hacer el recorrido delante de los cines. En el Coliseo vi Al rojo vivo... "Madre, estoy en la cima del mundo", decía James Cagney... Y con aquella Virginia Mayo estrábica, pero con dos tetas como dos carretas».
Cuenta que todo, o casi, se lo debe a Venancio, su padre. «Un contrincante cojonudo», aclara. Al Venancio (mejor así, con artículo determinado delante) le encarcelaron por rojo. Por eso y por perdedor. Militante de UGT y del PCE, cuando salió al aire, que no libre, se encontró con una España sin sitio para los de condición. La familia tuvo que emigrar a la capital, a un Madrid triste, sucio y hacinado de tres familias por piso. Y allí, cuenta, continuó con un hábito, con modales de manía, adquirido en el cine Lope de Vega de Chinchón: devorar, que no ver, cine desde la delantera del gallinero. Allí desde el paraíso en el que los sueños adquieren la pesada sustancia de lo cierto, de lo único, de la supervivencia. Y con él, en efecto, España entera.
«Yo ya tenía la fantasía de ser Tyrone Power [léase tirone pober] o Errol Flynn[aquí no hay dudas]. El referente moral que era mi padre hacía lo posible para convencerme de que aquello era una simple gilipollez. Mi padre trataba de decirme que todos mis sueños no eran más que un camino equivocado...». Pausa dramática. «Y, qué coño, tenía la razón».
- Vaya con el Venancio.
- ¿Es eso una pregunta?
- No, es comentario.
- [Hace como que entiende] Un día mi padre me preguntó: «¿Cómo has vendido los ajos este año?». En Chinchón, si habías tenido una buena cosecha de ajos, dabas por buena la temporada entera. En ese momento, comprendí que ya se tomaba en serio esto a lo que yo me dedicaba. Lo dicho, era un contrincante al que había que convencer. No vencer.
Al pasar por la estación de metro Embajadores, el que dice ser Sacristán se siente seguro. Las miradas de los compañeros de vagón (disimuladas, unas; asombradas, el resto) parecen darle la razón. Él es él. Pero, seamos sinceros, en un actor uno acaba por proyectar algo mucho más importante de lo que simplemente es; un actor nos devuelve la imagen de lo que alguna vez quisimos ser. Por ello, todo actor, y más Sacristán, puede ser él mismo con la misma claridad y vehemencia con la que es cualquiera de nosotros. ¿Me siguen?
Con el correr del tiempo, allá en los 60, el hombre que quería ser tirone pober,acabó por serlo. O casi. El hombre que despuntaba en las obras de teatro para aficionados terminó por debutar en el teatro. En el 61 hace su primera gira, un año después salta el Atlántico para hacer las Américas («Ríete tú de la aventura de Colón») y con la década ya mediada entra en la compañía Lope de Vega a razón de 80 pesetas. Todo va bien en la España del desarrollismo y los ministros del Opus... «¡Para nada!», exclama y salta como un resorte ante el entusiasmo no justificado del párrafo. «Aquello no daba ni para lo más básico. Me recuerdo haciendo siete papeles a la vez en Julio César por 30 duros». En el 64 y 65 nacieron sus hijos y la cosa se complicó aún más. «Fue una irresponsabilidad. Con la familia, todo fue muy difícil y salí adelante gracias al Círculo de Lectores. Fui uno de sus primeros vendedores», rememora y en la descripción de lo recordado se va la memoria intacta de, otra vez, un país entero.
Y así hasta que todo cambió por la sencilla razón de que el mundo, como diría con algo de amargura Fernán Gómez, sigue. De repente, el estreno de la obra La pulga en la oreja con unas críticas irrefutables; de repente, el debú en el cine. De repente, el Sacristán que nos representaba en la oscuridad del anonimato como trasunto de todas las vidas infelices en un tiempo fundamentalmente infeliz se transforma, poco a poco, en la imagen palpable de todo lo que se ve. Él es, por fin, nosotros.
«Un día sonó el teléfono de mi vecina. Yo no tenía. Me llamaba Pedro Masó para una prueba en La familia y uno más. Entré a formar parte de la factoría de la comedia española. Luego vinieron Cómo está el servicio, Matrimonios separados, Operación Matahari, Pierna creciente, falda menguante, Más fina que las gallinas... Fue un respiro de alivio. No era solamente poder aspirar a una forma de vida más o menos digna, sino la confirmación de que el crío de Chinchón no andaba descaminado y le llamaban para hacer películas y no para ir al taller. A esto le doy una importancia básica que, quizá, otros no le dan», afirma, se acerca el café que ha pedido en la cafetería del teatro (ya hace un par de párrafos que salimos del metro) y hasta suspira. Contento. Se diría que hay recuerdos que hacen asomar a la felicidad. Sea esto último lo que sea.
- ¿Qué tiene que decir a todos aquellos que durante tanto tiempo han pasado a lanzallamas la españolada?
- [Se le borra la sonrisa] Yo, a ciertos lanzallamas me los paso por donde el Coloso de Rodas se pasaba los barcos. Yo tenía y tengo mi conciencia y hacía otras cosas además del cine, pero gracias a ese cine pude ganarme la vida. Gratitud infinita por tanto.
Y así hasta la mismísima Transición, con la T mayúscula. «En el 80, la revistaCambio 16 me dedicó una portada con el título "Vino con la democracia, elLlenacines". Se acaba de estrenar Operación Ogro de Pontecorvo, y El diputado, de Eloy de la Iglesia. En el teatro acababa de hacer la adaptación de El proceso de Kafka a manos de Peter Weiss y dirigida por Manuel Gutiérrez Aragón... Estaba en plenas facultades», dice como perfecto albacea de su legado. Y, en efecto, tanta memoria hace sospechar. Tal vez sólo alguien que se sabe otro puede tenerse tan perfectamente estudiado. Sea como sea, aquél fue un tiempo que venía de Asignatura pendiente, de Garci, Un hombre llamado Flor de Otoño, de Pedro Olea, o Reina zanahoria, de Gonzalo Suárez, y se encaminaba hacia La colmena, de Mario Camus, La vaquilla, de Berlanga, o El viaje a ninguna parte, de Fernando Fernán Gómez. O, por qué no y ya en los 90, Un lugar en el mundo, de Adolfo Aristarain. Todo cine nuevo como testigo de un tiempo nuevo.
De otro modo, y se ponga como se ponga el hombre que afirma ser Sacristán, la memoria de cualquier español, cinéfilo o no, pasa por él. España entera ha vivido cada uno de sus sueños, sus inseguridades y sus certezas en el rostro de un hombre que, ahora, reclama su derecho a ser él. Qué osadía.
- Por cierto, ¿a usted, como a tantos, le duele España?
- [La mirada denota paciencia. Eso o algo más grave] Lo que me duele es que la izquierda haya hecho tan mal las cosas. Y hablo de la izquierda exclusivamente porque a la derecha no le doy ningún crédito ni moral ni de ningún tipo. Lo que se ha hecho pésimamente es la malversación de un depósito moral que le correspondía a la izquierda. Lo ha malversado, lo ha lapidado y lo ha mandado a tomar por culo. Ahora la reelección del nuevo secretario de UGT es un episodio corporativo como si hubieran cambiado al de El Corte Inglés. Ellos solitos, los propios sindicalistas han mandado a la mierda todo. Por eso han aparecido estos muchachos. Pero míralos. Ellos mismos vuelven a reproducir los vicios de los anteriores. De un plumazo, este muchacho ha echado a todos los que le molestaban. ¡Eso es lo asambleario!... ¿Y dónde está el partido comunista? ¿Y lo del PSOE? ¿Y la cultura del pelotazo de los 80? ¿Y lo de Bankia? ¿Y los ERES en Andalucía?...
- Y ahí lo deja. Tan cabreado que, de nuevo, podría ser cualquier de nosotros, cualquier lector, cualquier español.
Ahora, cuando apenas faltan unos segundos para que se meta en la piel de un magnate traicionado, tierno y muy cabrón, cuando se prepara en el camerino momentos antes de salir a escena con unas gotas de agua en la nariz, ahora que ya tiene 78 años y la voz grave («Esta voz de hombre es nueva», dice), Sacristán vive una nueva, quizá eterna, juventud. Todo empezó cuando David Trueba le llamó para dar vida a un émulo de Francisco Umbral en Madrid 1987. Aquello fue un salto triple sin red. Toda la película la pasaba desnudo encerrado en un baño en compañía de María Valverde. Aquello le colocó delante de una nueva generación de cineastas que, de forma quizá inédita, reclamaban para sí un legado. Su legado. Dentro de poco le veremos en Toro, de Kike Maíllo. Allí encarna al más malvado de cuantos personajes ha interpretado en su vida. Pero antes fueron Rebollo, Lacuesta y, sobre todo, Carlos Vermut los que solicitaron para sí el privilegio de ser José Sacristán. Y con él, todos los demás. Su papel enMagical girl le devolvía al imaginario de lo que efectivamente somos y seguiremos siendo. Por los siglos de los siglos. Tan patéticos como el turista deslumbrado por la piel de las suecas, tan enfermos de libertad como los héroes rotos de Eloy de la Iglesia, tan derrotados como el Hans, el personaje exiliado de sí mismo en Un lugar en el mundo, tan...
- Le pedimos una última prueba de su existencia. ¿Quién es usted?
- [La mirada ahora es de cansancio] Yo vengo de Sancho Panza y soysanchopancesco por aspiración. Por eso ando en quijotadas permanentemente. Y siempre vuelvo a Fernando [Fernán Gómez] y a mi padre, el Venancio; a la gente que estaba ahí para decime: «Por ahí». A ese punto de tener la certeza de que hay que estar prevenido, alerta, al tanto... porque uno las ha pasado canutas. Hay un entrenamiento moral de procurar estar lo más saludable posible para seguir jugando; seguir en la medida de lo posible disfrutando.... Hay momentos, cuando estoy en el cine... Recuerdo que me desmayé de niño viendo Las mil y una noches. Me desmayé de la impresión. Ahora, me siento a ver Cielo amarillo, de William A. Wellman, o La ruta del tabaco, de John Ford, o La regla del juego, de Jean Renoir... Y miro al lado y veo al chaval que fui... Y que aún soy.
- A eso de las 10 pasadas, acaba la función. Vuelta a casa. Cada uno a la suya. No nos engaña. Sacristán somos todos.