La opinión de los demás es importante. Ahora, menos; antes, muchísimo más. Hubo un tiempo en el que una norma de conducta era lo que podrían decir los demás de nuestros actos: era “el qué dirán”.
Más que si era bueno o malo, lo que importaba era la repercusión que iba a tener nuestro comportamiento en nuestro entorno. Según esta norma, lo importante era recibir la aprobación de la opinión pública; por lo tanto, todo era válido si no trascendía al conocimiento general, es decir, un escenario ideal para la hipocresía.
Ahora es diferente. Ahora lo que parece importar es lo contrario, ahora la norma parece estar en escandalizar a la gente. Antes, si cometías una falta, aunque no fuese demasiado grave, era un baldón para toda la familia y el infractor procuraba desaparecer hasta que la cosa se fuese olvidando. Ahora si se comete una tropelía, y cuanto más grave mejor, hasta te puedes forrar si tienes la suerte de conseguir que se interese la televisión. Y no creo que haga falta poner ningún ejemplo, porque hay demasiados casos que están en la mente de todos, que pueden ilustrar esta situación. Hay demasiados sinvergüenzas que están viviendo haciendo alarde de sus fechorías paseándose de plató en plató, cuando por mucho menos, antes no se habrían atrevido a salir de su casa en toda su vida.
Y lo malo es que se ha cambiado el sentido “al qué dirán”, y se ve como normal, incluso bueno, lo que es moralmente reprobable y nadie se atreve a llamar a las cosas por su nombre, y llamar criminal, ladron, sinvergüenza, imbecil o simplemente despreciable, a los que ahora se les llama “influencers”, polemistas, opinadores, tertulianos, y a los que les llaman incluso señores.