Allá por el año 1956, a Galerías Preciados se le ocurrió un eslogan que consiguió mucha aceptación: “Practique la elegancia social del regalo”, y todos nos afanamos en ser lo más elegantes posible haciendo regalos con la pretensión de sobresalir socialmente.
Pero eso fue hace ya sesenta y dos años y ahora lo del regalo ha ido alcanzando unas proporciones entonces impensables incluso para los promotores de tan ingenioso eslogan.
Ahora se hacen regalos a las catequistas que preparan a los niños para la primera comunión, a los profesores de párvulos y a los tutores de secundaria; en los bautizos, en las comuniones y, por supuesto, en los cumpleaños. También cuando una niña llega a la mayoría de edad, cuando el chaval no trae ningún suspenso en junio; en el día de la madre, que ahora no sabemos muy bien cuando es, en el día del padre, del abuelo y hay casos en que también se regala en el día del santo, aunque uno se llame Borbundoforo o Leovigilda.
Pero lo de las bodas... eso sí que es una demostración de elegancia social. Claro está que ante los despropósitos que se iban alcanzando, a alguien, creo que fue al Corte Inglés, se le ocurrió lo de la lista de bodas, y a otro que ignoro su identidad, mucho más pragmático, ideo lo de mandar con la invitación su número de cuenta en el banco para que los invitados le ingresasen allí los regalos; lo que dejaba sin coartada a los que acostumbraban a comprar el regalo en el mecadillo y luego lo metían en una bolsa de Loewe.
Conozco a una pareja que no era partidaria de la lista de bodas y mucho menos de facilitar su cuenta bancaria, y se arriesgaron a dejar al libre albedrío de los invitados la elección del regalo. El resultado: cinco pares de relojes, un viaje de fin de semana en una casa con encanto, dos estancias en sendos Paradores a elegir, una visita a Caravaca de la Cruz con motivo de su año jubilar, tres juegos de café, dos yogurteras, dos cuberterias, una de acero inoxidable y otra de alpaca plateada, un cuadro de una marina que les pintó un amigo aficionado, y no muy bueno por cierto, que después no sabían dónde colocarlo. Y ¿para qué seguir? Dos juegos de vasos, una vajilla que tenía toda la pinta de haber sido un regalo anterior que no debía haber gustado a los receptores, y con toda razón, porque era francamente fea; etc. Etc. Etc., ¡Ah! Y un orinal de porcelana, que la novia pensó que era una sopera y que gracias a su suegra no lo utilizó como tal, en una comida de amigos.
A mí, personalmente, no me gusta que me hagan regalos, y espero que cuando celebre algún evento señalado, mis amigos hayan leído esto y actúen en consecuencia; pero, hablando ya en general, mi consejo es que nos olvidemos de una puñetera vez del viejo eslogan de Galerías Preciados, y pensemos que eso de la elegancia social del regalo no es nada más que una chorrada más que se les ocurre a los publicistas y que los demás terminamos aceptándolos como dogmas de fe.
De verdad, que no me gustan los regalos.