Decían los viejos de mi pueblo, que hasta diciembre, ni hambre ni frío. Pero ya estamos en enero, y si no el hambre, si nos ha llegado el frio.
Esto del frío, a los de la generación de la posguerra, nos llega muy de cerca. Los fríos inviernos de nuestra niñez eran largos y tristes. El frío nos acompañaba hasta el mes de abril y todos sabíamos que hasta el cuarenta de mayo no podíamos quitarnos el sayo; y entonces ya podíamos salir, sin miedo, a jugar a la pelota, a la pídola y al “rescatao”.
Una imagen que acompaña al frío en las ciudades es la castañera. Una mujer mayor, por lo general; embutida en un grueso abrigo de paño, sentada en un pequeño asiento de enea, junto a un bidón metálico, con las brasas encendidas, sobre las que iba colocando esas castañas que después te vendía en unos cucuruchos de papel, que te calentaban las manos y te encendían el apetito con ese olor tan característico que tienen las castañas asadas. También te vendía el maíz y los boniatos asados, pero a mí los boniatos de los que tengo mejor recuerdo son los que me asaba mi abuela María entre las brasas de la cocina mientras preparaba el cocido en un gran puchero de barro.
Con esto del confinamiento, hace tiempo que no voy por el centro y no se si las castañeras habrán podido sobrevivir a la pandemia; yo me conformo con ir al súper a comprar las castañas y luego asarlas en el microondas; pero, sinceramente, no es lo mismo, ni muchísimo menos.