4.- El Chinchón de Benito Hortelano. (Personajes)
Texto leído por Manuel Carrasco, en el acto homenaje celebrado en el
Teatro Lope de Vega de Chinchón, con motivo de la entrega por parte de sus
herederos, al Archivo Histórico de
Chinchón, del manuscrito del libro “Memorias de Benito Hortelano” - escrito en el año 1860 y editado por Espasa
Calpe en el año 1936 - que tuvo lugar el sábado día 28 de mayo de 2016)
Si ponemos “Benito Hortelano” en el buscador de internet, vamos a
encontrar que fue un periodista, librero e impresor español, que nació en Chinchón el 18 de abril de 1819,
que fue agricultor hasta cumplir los dieciséis años, autodidacta y, después de
probar en distintos oficios, se dedicó al periodismo y a la edición de
periódicos, implicándose políticamente con el partido liberal, apoyando al
general Esparteros y luchando contra Narváez.
Que colaboró con Jaime Balmes en la publicación de varios de sus
libros, y conoció a la poetisa cubana Gertrudis Gómez de Avellaneda.
Que las intrigas políticas -había participado activamente en la
fallida revolución del 7 de mayo de 1848- y los vaivenes económicos le
aconsejaron abandonar España y que en el año 1849 se embarcó rumbo a Buenos
Aires, donde alcanzó notoriedad en el campo del periodismo y de la edición. Allí
publicó revistas como "La España" y tratados de tipografía, siendo
uno de los fundadores de la Sociedad Tipográfica Bonaerense.
Que en el año 1860 escribió sus "Memorias" publicadas por la
Editorial Espasa Calpe en el año 1936, en las que nos dejó sus recuerdos de
niñez en su Chinchón natal, por las que podemos conocer algunas costumbres y
tradiciones de esa época, y de su ajetreada vida, digna de un hombre prototipo
del siglo XIX.
Y, por último, que murió en Buenos Aires el día 13 de marzo de 1871,
cuando le faltaba un mes para cumplir los 52 años.
Sin embargo, cuando me invitaron a participar en este acto organizado
por el Ayuntamiento de Chinchón en su homenaje con motivo de aceptar el legado
de algunos manuscritos de sus obras, que ceden al Archivo Histórico de
Chinchón, sus descendientes, pensé que, en el tiempo que disponíamos, era
demasiado prolijo glosar toda la personalidad de Benito Hortelano y que sería
más entrañable recordarle como paisano nuestros e intentar revivir los años de
su niñez en aquel Chinchón, ya tan lejano, del que él se ocupó en dejar datos
muy interesantes en sus memorias.
Así, basado en sus escritos y ayudado por lo que de aquellos tiempos
hay publicado por distintos autores, he preparado esta breve semblanza que he
querido titular:
“EL CHINCHÓN DE BENITO HORTELANO”
Aquel año de 1819 parecía que Chinchón empezaba a salir de
la situación de postración en que llevaba sumido desde hacía más de diez años.
Poco a poco se iba olvidado el drama vivido en los últimos días del año 1808,
cuando el pueblo fue asolado y murieron más de 100 vecinos asesinados por las
tropas francesas al mando del Mariscal Víctor.
Todavía, como testigos de aquellos días, quedaban las
ruinas de la Iglesia de Santa María de Gracia bajo la torre de ladrillos rojos
que se mantenía milagrosamente en pie. En la vecina iglesia de la Asunción,
antigua capilla de los condes, se habían iniciado recientemente las obras de
restauración, aunque en los años anteriores ya se habían hecho algunas obras de
limpieza y acondicionamiento y sabemos que el 19 de julio de 1812 se había
colocado en el retablo del altar mayor el cuadro de la Asunción de la Virgen,
que había pintado el hermano del capellán don Camilo de Goya.
El 19 de marzo de 1812 las Cortes habían aprobado la Constitución,
en la que debería basarse toda la vida del país, empezando por el rey. Don Luis
María de Borbón y Vallábriga, que había ostentado el título de Conde de
Chinchón, siendo el único miembro de la familia real en suelo español, fue
reconocido regente del reino hasta el regreso de Fernando VII; y el día 29 de
septiembre de ese año, en la Iglesia del Convento de los padres agustinos, se
celebró en Chinchón la ceremonia de juramento la nueva Constitución.
Según el censo de población de ese año, en Chinchón había
744 vecinos. La situación de ruina generalizada en todo el pueblo, el estado de
guerra que se vivía en España, la falta de mano de obra por la muerte de tantos
hombres y la precariedad en que habían quedado casi todas las familias de
Chinchón por la rapiña de los franceses, hicieron que ese año de 1812 fuese
recordado como el “año del hambre”.
Sin embargo curiosamente, desde el último tercio del siglo
anterior se habían ido asentando en Chinchón familias y personalidades cercanas
a la nobleza que habían abierto aquí sus casas. Estas personas tenían un nivel
cultural muy superior al que se podía esperar en un pequeño pueblo y por aquí
fueron pasando personajes como Francisco de Goya, Fray Juan Fernández de Rojas,
padre agustino, Catedrático de Filosofía y Teología, y además escritor y poeta,
Juan López-Robledo, Bordador de la Corte, Antonio Valladares y Sotomayor, ensayista,
dramaturgo y poeta, que nos dejó entre sus obras “Tertulias de Invierno en
Chinchón” publicado en cuatro tomos; los dos primeros en el año 1815 y los dos
segundos en el año 1920.
Ya el año 1816 se empezaba a vislumbrar la bonanza y se
podían hacer algunas inversiones en Chinchón. Siguiendo con las obras de
restauración que las autoridades consideraban necesarias para dotar de
infraestructuras al pueblo, se efectúa la reparación en la fuente pública de la
Plaza y abrevadero, por haberse producido un hundimiento.
Esta era, a grandes trazos la situación de Chinchón,
cuando nace nuestro protagonista.
Era sábado, a eso de las diez de la mañana, en el número
10 de la calle Pozuelo, la señora Josefa, la mujer del tío Juan Hortelano, daba
a luz a su décimo tercer hijo, a quien al día siguiente en la capilla del
convento de los padres agustinos bautizaron con el nombre de Benito.
Cuando nace Benito ya algunos de sus hermanos estaban
casados y tenía dos sobrinos mayores que él, hijos de su hermana Prisca. Su
padre, Juan Hortelano era agricultor. Entonces, las familias numerosas con mano
de obra abundante, prosperaban económicamente y la familia Hortelano Balvo
había alcanzado una posición desahogada y había ido adquiriendo varias casas en
el pueblo y algunas fincas con las que incrementar su patrimonio, pero decidió
que todos sus deberían ser agricultores como era tradición en su familia:
Así lo recuerda Benito en sus memorias:
“Mi padre, aunque labrador y educado como se educaba al
pueblo en el siglo pasado, tuvo el buen sentido y el noble instinto de dar la educación
que en un pueblo es posible a todos sus hijos: es decir, leer, escribir y las
cuatro reglas primeras de la Aritmética.
Esto es lo que aprendí yo, pues aunque en el pueblo había
dómine, o sea, clase de latinidad, sólo aprendían los que eran dedicados a
seguir carreras literarias, cosa que mi padre no quiso que ninguno de sus hijos
siguiera, pues siendo él labrador y habiéndolo sido su padre y abuelos, decía,
y a todos Dios les había protegido, no quería que ninguno de sus hijos tomase
otra carrera, ni menos oficio, que tenía esto último en muy poco.
Efectivamente, todos mis hermanos son labradores y yo
también lo fui hasta seis meses después de la muerte de mi padre. Creo que si mi
madre hubiese vivido más tiempo, y visto la poca inclinación que yo tenía al
campo, me hubiese dado una carrera literaria y hubiese podido ser algo, pues
desde joven tenía una memoria exquisita, una afición a las letras, que era
entre los muchachos el más vivo, el más inventivo, el que dirigía a los demás,
el que componía las coplas que cantábamos, el que inventaba juegos y travesuras;
pero el destino quería otra cosa, y lo fui”.
Ya hemos visto cómo era el Chinchón en que nació Benito
Hortelano, sin embargo, es interesante verlo por sus propios ojos, al menos
como él lo recordaba cuando cuarenta años después escribe sus memorias:
“Al sudeste de la
Villa de Madrid, a seis leguas de distancia, sobre una colina elevada a 650
pies sobre el nivel del mar, se encuentra una gran villa cuyo nombre es
Chinchón; fue patria del célebre Cabeza de Vaca y de los condes de Chinchón,
los cuales poseen, entro otras muchas propiedades, un magnífico castillo de la
Edad Media.
Una campiña fértil y pintoresca, inmensos viñedos, olivos
y tierras de panllevar componen la jurisdicción de esta villa, que está blasonada
con los títulos de Muy Noble y Muy Leal. Exquisitas y abundantes aguas se
encuentran en todo su distrito. Huertas y jardines riegan aquellas aguas, y
convidan sus arboledas, de antiguos y copudos álamos negros, a pasar deliciosos
días de campo bajo su fresca sombra y al arrullo de sus cristalinos arroyuelos
que entre el verde césped serpentean. La variedad de pájaros que tímidamente se
posan en los tristes y abatidos paraísos arrullan con sus melodiosos trinos la
imaginación de los dichosos moradores de la noble villa. El ruiseñor, el
jilguero, la alondra, el pardillo y otra variedad de inocentes avecillas tienen
allí sus placeres.
!Ah! ¿Por qué abandonaría yo aquellos lugares de mis
inolvidables recuerdos de la infancia?
¡Por ver el mundo, por el bullicio de las grandes
capitales, por recorrer climas remotos!
!Oh, pueblo de mi infancia! !Oh, recuerdos de mis primeros
años, ni un día os he abandonado desde que empecé a tener algún viso en la sociedad,
desde que me engolfé en los negocios, desde que la ambición de las riquezas y
los falsos placeres se apoderaron de mi espíritu!
¿He sido yo más feliz que mis hermanos, que los amigos de
mi infancia que no abandonaron el pueblo que les vio nacer? Ellos dirán que sí,
porque lo que no se conoce es lo que más se desea. Sin embargo, yo les tengo
envidia, a pesar de haber escalado, triste huérfano, un nombre y una posición
que ellos me envidiaron; a pesar de haber, desde la edad de veinticuatro años,
estado relacionado, tenido a la mesa, concurrido a las diversiones y sociedades,
con los principales literatos modernos de España, con las primeras entidades
políticas, con diputados, ministros, generales y hasta con el Regente, el duque
de la Victoria, de quien tuve el honor de ser abrazado en público, llorando de
gratitud en mis brazos, en presencia de
gran número de personajes.
Sin embargo, todas estas satisfacciones, que tanto orgullo
dan a los hombres !cuantos disgustos cuestan!
¿Qué sirven las cruces y distinciones que tengo, qué los
elogios que en diferentes ocasiones la Prensa me ha prodigado? !Oh Destino, Destino!
¿A dónde me conducirás?”
Estas Memorias las escribió en el año 1860, cuando tenía
41 años. Moriría, después, cuando le faltaba menos de un mes para cumplir los
52. Su vida había sido azarosa, llena de sobresaltos y de avatares, estaba en tierras
lejanas y, la melancolía se debió de apoderar de él en uno de esos días en que
la nostalgia es más fuerte que la realidad y le llevó a idealizar su pequeño y
lejano pueblo, allá en la meseta castellana. O mucho ha cambiado Chinchón, o no
se le puede reconocer en la bucólica descripción de nuestro intrépido paisano.
Y sigue así su relato:
“Esta villa contiene de 6 a 8000 habitantes; es cabeza de
partido de varios pueblos. En ella reside el juzgado de primera instancia,
civil y criminal. Tiene una buena cárcel, donde son detenidos y juzgados todos
los delincuentes del partido, y cuando son rematados pasan a Madrid, con sus
causas, para, allí, ser destinados. Hay un convento de frailes, uno de monjas,
una magnífica iglesia parroquial de tres naves, construida de nueva planta en
1823, por haber sido quemada la antigua, que hoy es ruinas, en 1812 por los
soldados de Napoleón”.
Como vemos, hay un error en estos datos. La iglesia
parroquial se terminó de restaurar en 1823, después de los desperfectos ocasionados
por los franceses en diciembre de 1808, y no en el año 1812 como él indica,
pero no se construyó de nueva planta, sino que ya existía como capilla de los
Condes. Él sí debió de conocer las ruinas de la antigua iglesia de Nuestra
Señora de Gracia que existía junto a la torre del reloj, y que fue totalmente
destruida en la misma noche fatal del 28 de diciembre de 1808).
Y continúa: “Existen abiertas tres ermitas dentro
del pueblo y una en los arrabales y en ruinas, y también en los arrabales, Santiago,
Santa Ana, San José, la Purísima Concepción, San Sebastián y otras. Hay un
Hospital bajo la advocación de la Misericordia, con su ermita y varios
capellanes. Son 25 las capellanías que posee este pueblo, legadas por los
condes de Chinchón y otros devotos. El pueblo está construido en una angosta
cañada y terreno muy quebrado; las calles están empedradas y son inaccesibles
para carruajes por sus ásperas pendientes. Hay una Casa Municipal, una plaza
espaciosa con balcones corridos y de tres o cuatro pisos. Dentro del pueblo
existen tres fuentes públicas y varias particulares. Hoy hay dos cafés, varias
alojerías, o sea establecimientos de helados, por cierto que los tienen bien exquisitos
desde tiempo inmemorial.
Existen dos Sociedades o Casinos literarios y de baile.
Hay un teatro como para 600 personas, una cancha de pelota y otros establecimientos,
posadas, billares, etc.”
El teatro a que hace referencia no es el actual dedicado a
Lope de Vega, ya que éste se empezó a construir en el año 1871 por la Sociedad
de Cosecheros de Chinchón en la parcela de la plazuela de Palacio que compraron
a la condesa de Chinchón, y que había sido el solar del primitivo palacio de
los Condes. El teatro citado debió de estar ubicado en los Alamillos y que
posteriormente se dedicó a salones de baile.
Y añade: “Antiguamente había muchas fábricas de
paño, que fueron muy renombradas; 22 fábricas de jabón, que también tienen
mucha fama y 14 molinos de aceite. De las primeras no existe ninguna; de las
segundas quedan algunas.
Hay fuertes y sólidos capitales, pues sus frutos, que
consisten en vinos y legumbres, tienen un excelente mercado en Madrid, al que abastecen
en no pequeña cantidad, particularmente en vino y aguardiente de anís, que con
tanta justicia es celebrado; patatas, ajos, melones, judías, etc., son los
productos que suministran a la Corte. El trigo, aceite y otros artículos, todos
necesarios a la vida, se dan en abundancia para su consumo y algo más, por lo
que no tienen que importar de afuera sino géneros manufacturados. El calzado se
fabrica en el pueblo y los cueros se curten en las tenerías allí existentes.
Con dificultad se encontrará un pueblo que tenga menos necesidades
de afuera que éste, porque los géneros toscos, que son el mayor consumo, también
se hilan y fabrican en él. En su distrito hay una vega, bañada por el río
Tajuña, que bien acanalado, con buenas obras hidráulicas, riega una extensión
de dos o tres leguas, convirtiendo aquellos terrenos en un paraíso, produciendo
aquellos terrenos con tanta abundancia, que forman la riqueza de los
labradores. Es verdad que el cultivo es excelente, el beneficio anual de las
tierras es abundante, y esto, unido al riego en las épocas necesarias y por tan
buenos procedimientos, hace que la tierra no descanse ningún año. Las esclusas,
cauces, caceras y otras ramificaciones para conducir el agua hacen que no se
pierda una gota.
La caza y la pesca abundan; la leña no falta en los
bosques del común, que están bien guardados y con disposiciones sabias para la
corta de ella. La piedra, el yeso y la cal abundan. Las plantas medicinales no
escasean. Tal es el pueblo en que nací, en el que me crié hasta la edad de catorce
años, en donde mis padres tenían sus bienes, con los que educaron, mantuvieron
y criaron 13 hijos, si no en la opulencia, al menos en la abundancia, dejando
al morir un buen nombre, ninguna deuda, tres casas, varias tierras, olivares y
viñas, que fueron repartidas entre todos a su muerte, tocando a cada hermano 14.000
reales de vellón, según la ínfima tasación de lo que allí valen las cosas, pues
la casa paterna, en cualquier capital rentaría 20 ó 25 duros, según la
comodidades que tenía.
Como hemos visto al joven Benito Hortelano no le gustaba
la profesión que el destino parecía haberle destinado. Sin embargo, nos cuenta
que
“A la edad de doce años, siendo de cuerpo raquítico,
aunque fuerte de espíritu, me dedicó mi padre a las labores del campo, y con un
pequeño azadón trabajaba a la par de mis hermanos. A los trece años ya me
confiaron un caballo y una burra de mucha alzada, con cuya yunta iba solo a
arar las viñas, no pudiendo apenas sujetar la esteva del arado y viéndome en
grandes apuros para enyuntar y desayuntar a la hora de comer y descanso de las
bestias.
No fui pendenciero de muchacho, pero tampoco me puso
ninguno ceniza en la frente; tuvo la suerte de salir siempre vencedor; no recuerdo
que ninguno me haya humillado.”
Aunque estas líneas de autoalabanza puedan parecer
exageradas, no cabe la menor duda de que debía de tener unas grandes cualidades
para conseguir lo que hizo, sin más formación que la de saber leer, escribir y
las cuatro reglas aritméticas. Sin duda que su memoria, su tesón, su inventiva
y su ánimo suplieron con creces su menguada formación académica.
Los datos concretos que va aportando no parecen demasiado
precisos. Pensemos que dice que están referidos al año 1860, cuando escribe sus
memorias, y lo hace desde Buenos Aires, por lo tanto están basados en sus recuerdos
de niño y en las informaciones que pudiese recibir esporádicamente desde su
lejano pueblo, facilitados por sus familiares o amigos. No obstante, según
podemos deducir, Chinchón en la primera mitad del siglo XIX debía tener una
vida social, económica y cultural fuera de lo común, y una actividad industrial
importante.
Pero además de estos datos sobre aspectos más generales,
nos deja alguna anécdotas que nos aportan datos interesantes sobre otros
aspectos de nuestra historia y nuestras costumbres, como cuando nos narra sus
avatares con motivo de las Fiestas del Rosario del año 1832, cuando él tenía 13
años.
“Era el día de la Virgen del Rosario, patrona de Chinchón,
y se celebra el día 8 de octubre con grandes fiestas, corrida de novillos, fuegos
artificiales, etc. Mi padre era hombre muy rígido con todos y particularmente
con sus hijos, de quien se hacía respetar de una manera que más que respeto era
temor.
Yo era el menor, como tengo dicho, y no tenía la edad en
que mi padre consentía a los demás hijos salir de casa de noche. Ello es que, habiendo
función en la ermita del Rosario aquella noche, fuegos artificiales y toda la
población de broma y algazara, yo quería disfrutar, y había convenido con mis
sobrinos Clemente y Vicente -que eran algo mayores- y otros muchachos que
iríamos juntos a los fuegos. Pedí permiso a mi padre, y éste, con la cabeza baja,
como de costumbre tenía, sin mirarme a la cara me dijo:
-“Váyase usted a acostar, ésos son los mejores fuegos”
Obedecí la orden; le besé la mano como hacíamos todos los hermanos
y me acosté. Yo oía en la calle la algazara de los demás muchachos, que me
llamaban, diciendo que saliese pronto, que los fuegos iban a empezar. No
reflexioné más; me vestí con sumo silencio y, con los zapatos en la mano, tuve
valor de salir, pasando por delante de mi padre, aprovechando la costumbre de
tener la cabeza baja. Ya en la calle salté y retocé con mis compañeros,
dirigiéndonos alegremente a ver los fuegos y a recoger las cañas de los
cohetes. Pero no había yo contado con la huéspeda, porque estando yo en lo
mejor de mi retozo, risas y corridas, mi sobrino me dice:
-"Escóndete, Benito; tu padre te busca con una vara
de fresno en la mano"
No acabada de decírmelo cuando veo a mi padre, disparo a
correr, que ni los galgos me alcanzarían. ¡Ay qué noche de aflicciones! Yo conocía
el genio de mi padre, no me engañaba en la cólera que sobre mí descargaría por
haberle burlado. Estuve dando vueltas por el campo hasta que la gente se
retiró; serían las doce de la noche y me dirigí a la casa de mi hermana Prisca,
seguro de que mis sobrinos me esperarían”.
Vemos cómo en aquellos años todavía se celebraba la fiesta
de la Virgen del Rosario en la fecha que corresponde al calendario litúrgico,
día 8 de octubre, y no en el tercer domingo de septiembre como se hace ahora,
aunque las celebraciones sí eran similares con las corridas de novillos y los
fuegos artificiales.
Es de resaltar la severidad del padre que imponía a sus
hijos un respeto que rayaba en el temor; y una costumbre, la de besar la mano
al padre, que perduró durante mucho tiempo. A finales de la primera mitad del
siglo XX, recuerdo, que algunas personas que se consideraban venerables, como
don Enrique Pelayo, el boticario, nos obligaba a los niños pequeños a besarle
la mano cuando íbamos a la farmacia, cosa que aceptábamos de buena gana porque
a cambio nos daba caramelos y muñecos recortables. Costumbre obligada con los
curas a los que era obligatorio besarles la mano cuando nos teníamos que
dirigir a ellos.
Unos años antes, el 27 de septiembre de 1829 había muerto
su madre y en 1833 su padre contrajo segundas nupcias con una viuda llamada
doña Bernarda García, mujer como de cuarenta y ocho años, no mal parecida, algo
sorda y bastante beata, la cual llevó algunos bienes al matrimonio. Dice Benito
que su madrastra fue buena con él, y desde su enlace con su padre empezó a
disfrutar más libertad y a hombrear, lo que le hizo olvidar sus aspiraciones de
vivir en la corte.
También nos cuenta en sus memorias sus primeros escarceos
amorosos y nos narra una costumbre que ahora nos puede parecer incomprensible.
Dice así:
“Había en el pueblo una linda muchacha llamada Paula y por
sobrenombre la del Conejo, por tener un lunar en las posaderas que se asemejaba
a aquel cuadrúpedo. Paulita era una rubia de ojos azules, algo narigoncita, con
un pecho tan abultado a pesar de sus catorce años, que traía trastornados a los
jóvenes y no jóvenes del pueblo.
Se había criado, en calidad de sobrina, con un canónigo
llamado don Agustín Recio, el que la había educado con los mayores cuidados y
mimos, como se crían a las hijas únicas de los que poseen grandes riquezas. Yo
tuve la preferencia en los amores entre los muchos que le cortejaban, por lo
que era envidiado por todos los pretendientes; pero Paulita, a los seis meses,
me dio calabazas, prefiriendo a otro que, en honor de la verdad, era el mejor
mozo que en el pueblo había, con el cual se casó.
Corría el año 33 y yo seguía muy contento por la libertad
que me concedían para salir de noche, como es costumbre en el pueblo, y se llama
ir de ronda, que se reduce a que, después de cenar, que se hace al anochecer,
salen los mozos unos a los billares, otros a las tabernas a jugar al mus, y la
mayor parte a platicar con la novia hasta las once de la noche. Conviene dar
una explicación de esta costumbre, cuyo origen creo viene de los árabes y creo
no la tienen en ningún otro pueblo de Europa, sino en Castilla, la Mancha y
Andalucía. Las muchachas de los pueblos de España desde los doce o catorce años
ya están en amores, y muy desgraciada ha de ser la que no tenga un par de novios
entre quien elegir, conservando estos amores seis u ocho años y a veces diez y
doce si el novio tiene que ir al servicio de las armas, pues entonces se dan
palabra de casamiento y ella no da oídos a otro hasta que, cumplido el tiempo
de servicio, que son seis años, vuelve el novio y se casan.
Pero lo particular de los amores de los pueblos es que el
novio no puede entrar en la casa de su adorada hasta que la pide en debida forma
para casarse, y hasta aquella época no tiene más remedio que hablarla que es
por la cerradura de la puerta de calle o por el conducto que por debajo de la
puerta da salida a las aguas. Así, pues, en cada puerta de la calle, pasadas
las nueve de la noche, hay un mozo boca abajo, con la cabeza metida en el
albañal, platicando con su adorada prenda, como ellos dicen, y ella por la
parte de adentro y en la misma posición, se pasan tres o cuatro horas conversando,
y esto lo hacen todas las noches, todos los meses, y por espacio de muchas años,
sin que uno ni otro falte a la cita, que es convenida o por un fuerte silbido
que el muchacho da en la calle, o por un aullido u otra señal por el estilo.
Los sábados es costumbre dar música a la novia, cantando
algunos romances amorosos, que por cierto, algunos de ellos, por lo sentimentales,
significativos y con tan buenas voces cantados, hacen recordar lo que nos dicen
de los antiguos trovadores.
Los domingos, vestidos de gala, si es verano la chaqueta
al hombro y en cada bolsillo un pañuelo de seda, sombrero de calaña y un palo en
la mano, se colocan en la esquina para esperar que pasen las muchachas, y
cuando llega a pasar la que cada uno espera, echa a andar detrás, sin decirle
nada, hasta que, en llegando a las orillas del pueblo, se juntan y entablan
conversación, ambos de pie, hasta el anochecer, a cuya hora cada cual se va a
su obligación con caras alegres y risueñas y esperando con ansia el domingo
próximo para hacer lo mismo.
Lo que hablan estos enamorados noche a noche y después los
domingos es cosa que no he podido nunca averiguar, pues no sé de dónde ni sobre
qué puede conversar gente generalmente rústica.
Yo por mí sé que con mi Paula sólo hablaba a la puerta de
la calle algunos ratos y sólo majaderías; los demás harían lo propio”
También nos deja Benito Hortelano una semblanza de la
situación política en aquel Chinchón del siglo XIX.
“Las nuevas ideas que se proclamaron en el Estatuto Real,
paso intermedio entre el absolutismo y la libertad, fueron señal para que la
juventud abrazase aquella causa. Yo, aunque sólo contaba catorce años y educado
entre labradores, no dejé de comprender que aquello era bueno y me hice un
patriota a la moderna. Verdad es que yo he sido muy despejado desde mis más
tiernos años y comprendía las cosas como hombre, pensando como tal, siendo una excepción
de los de mi clase en iguales circunstancias. Hubo otra causa para que yo
tuviese odio a los realistas y me gustasen las nuevas ideas y era que me había
criado desde muy niño al lado de don Anselmo Aguado, herrero de oficio, hijo de
Madrid y que se había refugiado al pueblo por las persecuciones que a la caída
de la constitución del 23 sufrió en Madrid, no siendo menos perseguido por sus
opiniones por los realistas de Chinchón. Éste me enseñaba canciones patrióticas
y me hacía que odiase a los realistas. Mi padre también había sido miliciano en
la época constitucional, pero no fue perseguido en la del absolutismo; algunos
pequeños insultos sufrió, pero no pasó de ahí.
Mis hermanos todos y los muchos parientes eran liberales.
No hubo un realista en mi familia, y todos mis cuñados fueron milicianos constitucionales.
Chinchón es uno de los pueblo de la provincia de Madrid
que más se ha distinguido en sus ideas modernas, habiendo formado un reunir 80
realistas de lo más pobre del pueblo.
Con el nuevo sistema vinieron las venganzas de los
partidos, siendo apaleados algunos realistas de los más exaltados y muerto uno llamado
Francisco el Burro, cuyo cadáver vi en un verde, atravesado de una estocada, lo
que me causó gran disgusto y me hizo empezar a comprender hasta dónde ciegan a
los hombres las pasiones de partido en las guerras civiles. El muerto, muerto quedó,
y aunque se hizo un simulacro de proceso, quedó en la oscuridad y a nadie se
castigó, a pesar de saberse de pública voz y fama quién lo había matado”.
La valoración de esta época, también difiere sensiblemente
con la que hace Narciso del Nero que, en su Historia de Chinchón, dice
textualmente: “En esta villa se habían extendido poco las nuevas
ideas política, especialmente en la clase popular que mostraba sus
simpatías por el antiguo régimen.
Acordado por el Ayuntamiento (12 de noviembre de 1833), el
desarme de los voluntarios realistas y llevados luego a efecto, la noche del
primero de diciembre, desde la plazuela de Palacio fue vitoreado el infante don
Carlos, dándose mueras a los “negros”, que así llamaban a los liberales. Y con
motivo de la muerte del vecino Francisco Colmenar, al que le encontraron en las
afueras del pueblo con una puñalada en la espalda, cuya muerte atribuida a causas
políticas, motivó las consiguientes diligencias, llevadas a efecto por el corregidor
Torresano, que, acompañado del escribano y alguacil, fue acometido por un grupo
de paisanos que en la calle Grande, a las voces de “muera ese pícaro”, ”mueran
los negros”, fugándose en la plazuela del Pozo un individuo llamado Anastasio
Chamorro, al que traían detenido; teniendo que retirarse el corregidor ante la
actitud amenazadora del numeroso grupo de hombres del campo, que por ser
domingo había en aquella plazuela”.
También nos deja Benito Hortelano en sus memorias detalle
de la tradición de la celebración de la llamada a quintas en Chinchón:
“Hubo una quinta por aquel tiempo y tuvo la mala suerte de
tocarle bola negra a mi sobrino Vicente Iglesias, el cual, con los demás desafortunados,
se caló su escarapela de mil lazos y colores, como es costumbre en los pueblos,
y todos reunidos, con guitarras y panderetas, recorrieron las calles del pueblo
por algunos días, tocando y cantando, recogiendo las dádivas que de costumbre y
casi derecho todo el vecindario les hace, con las que se divierten, visten y
atavían para pasar a los depósitos, desde donde son agregados a los
regimientos. Cada quinta que se verifica, que por las nuevas disposiciones es
el 30 de abril de cada año, es una época de luto y angustia en los pueblos. Las
infelices madres no tienen consuelo; las novias se retraen de sus diversiones
en aquella época; los que tienen algunos recursos los venden o empeñan para
reunir la cantidad necesaria para suscribirse en las sociedades de sustitutos
que al efecto hay establecidas; en fin, familias hay que quedan arruinadas y
otras empeñadas para muchos años por inscribirse en las sociedades, por cuyo
medio se libran de ir a ser soldados, pues estas sociedades están obligadas a
librar los soldados a quienes por mala suerte les haya tocado la bola negra.
Pero si bien es verdad que estos sacrificios se hacen (ya
que es preciso que haya ejércitos), también es lo cierto que, pasado este trance
fatal, que es una vez en la vida, queda ya el ciudadano libre para siempre del
servicio de las armas y puede disponer libremente de su persona, sin estar
sujeto, ni en guerras ni en paz, a que nadie
le moleste, y queda a su voluntad el tomar o no las armas en cualquier
guerra o cuestión que haya.”.
Como podemos comprobar, en esa época ya era costumbre el
que los quintos pidiesen ayuda a los paisanos para celebrar su entrada en
filas, costumbre que ha perdurado hasta nuestros días, hasta que ha sido
derogada la obligatoriedad del servicio militar, si bien, en aquella época, más
que para la celebración, se pedía ayuda para sufragar los gastos, incluso de
compra de ropa y atavíos, que ocasionaba su incorporación a la milicia, dado
que sólo iban al ejército los mozos más pobres, puesto que los demás “podían”
comprar un sustituto que hiciese la milicia por él.
Para finalizar esta etapa de su vida, nos narra la muerte
de su padre, motivada por la terrible epidemia del cólera:
“Llegó el año 1834 y con él el lúgubre rumor del cólera
morbo asiático, que había invadido la España hacia principios de julio. Aterrorizados estaban los habitantes; los cordones
sanitarios que se establecieron de pueblo a pueblo, de provincia
a provincia, imposibilitaban toda comunicación, hubo pueblos que
se amurallaron, y sus vecinos, armados de escopetas y otras
armas, vigilaban más que si hubiesen esperado un ejército
enemigo; y desgraciado del forastero que se atreviese a
acercarse, que era víctima de su temeridad.
Creían, no sólo en España, sino en todos los países, que
el cólera se transmitía de persona a persona por contagio y que librándose de comunicar
con los pueblos contagiados se evitarían del azote que por la atmósfera venía y
donde sentaba sus reales terciaba la población. Chinchón fue azotado de la
epidemia comparativamente más que Madrid. Días hubo que llegó a cuarenta el
número de cadáveres que el cólera causó.
Gozaba mi padre de una robustez y salud preciosas; nada
indicaba su próximo fin, y, sin embargo, atacado del flagelo, sucumbió el 16 de
agosto. Mi hermana Prisca, tan hermosa y contando apenas treinta y ocho años,
también sucumbió a los pocos días, dejando once hijos. Dos tíos también
sucumbieron.”
Según nos cuenta Raúl Panadero en su trabajo “Epidemias
del cólera en Chinchón durante el siglo XIX”, premiado en el año 2007 en el
“Concurso de Investigación sobre Chinchón y su entorno”, en la epidemia
del año 1834 en
Chinchón se contabilizaron 1450 infectados y un total de
179 fallecidos. Con motivo de esta epidemia, la Junta de Sanidad de Chinchón
aconsejó que los cadáveres deberían ser inhumados fuera de la población;
todavía estaba en servicio el antiguo cementerio junto a las ruinas de la
antigua iglesia. Para el nuevo -y actual- Campo Santo se habilitó una parcela
rectangular junto a la ermita de Santa Ana, haciéndose el primer enterramiento
el día 14 de julio de 1834.
“Después de hechas las exequias fúnebres, se procedió a
hacer las particiones que, con arreglo a su testamento, había dispuesto. A mí me
dejó mejorado, como también a mi hermana Casimira, los dos menores que habíamos
quedado. ¡Qué riñas, qué cuestiones entre los hermanos mayores entre sí y
nuestra madrastra! Cada cual quería llevar la mejor parte, a pesar de estar
bien deslindados los derechos (cada uno en el testamento, pues mi padre tuvo la
previsión de extender carta de dote a cada hijo que casaba, expresando lo que
cada uno había entregado al emanciparse, lo que hizo que las cuestiones no
pasasen a pleito).
Ahora quedaba otra cuestión, y era quién se había de hacer
cargo de los menores. Todos se disputaban este derecho, no por virtud, creo yo,
sino por manejar nuestros bienes. Por fin, dejaron a nuestra elección el que
nos fuésemos con quien quisiéramos; Casimira se fue a Madrid con mi hermana
Mauricia, y yo elegí el hermano más desfavorecido de la fortuna: Francisco,
mayor de los varones”.
Sin embargo la convivencia con su cuñada Colasa se hace
insoportable y decide marcharse a Madrid a casa de su hermana Mauricia. Era el
día 23 de enero de 1835, y le faltaban poco más de dos meses para cumplir los
16 años.
Y aquí termina todo lo que Benito Hortelano cuenta de su
estancia en Chinchón. No indica si volvió por el pueblo, aunque es previsible
que sí lo hiciera ocasionalmente, y durante cuánto tiempo conservó sus
propiedades, aunque, posiblemente, por su azarosa vida financiera, tuviese que
venderlas para salir de los atolladeros en que se metía, ya sea por los
negocio, ya por tener que pagar el pasaje de su familia hasta Buenos Aires.
Al llegar a Madrid, sus cuñados le ayudan a encontrar un
empleo, y empezando por aprendiz de sillero, termina como cajista de imprenta,
lo que va a marcar el futuro de su vida.
Con 22 años, se casa el día 5 de enero de 1842 con una
joven de 17 años llamada Tomasita Gutiérrez. Tuvo con ella cuatro hijos:
Marianita, Agustín y Emilia, y un niño que murió a los catorce meses.
Desde un principio, fiel a su ideología liberal, se
involucra en la política, participando activamente en insurrecciones, insidias
y conjuraciones que le acarrearon no pocos quebraderos de cabeza, siendo
ferviente seguidor de Espartero y acérrimo enemigo de Narváez.
Pasa por varias imprentas hasta que él mismo se hace
propietario de una. Por aquellos años colabora con Jaime Balmes en la publicación
de varios de sus libros, conoce también a Gertrudis Gómez de Avellaneda, la
célebre poetisa cubana, que por entonces era la favorita del general Narváez, y
consiguió que su casa fuese el centro de las ideas liberales y de las
publicaciones literarias y políticas, perteneciendo a Logias masónicas, y
teniendo una participación fundamental en la fallida revolución del 7 de mayo
de 1848 y salvándose de la represalias por muy poco, todo lo cual lo llevó a
continuas incertidumbres económicas que le llevaron a tener que partir para
Francia, huyendo de sus acreedores y de sus enemigos políticos.
El 19 de julio de 1849, con 30 años, deja a su familia y
toma una diligencia para Bayona y después de pasar por Burdeos llega a París,
bajo el pretexto de conocer las últimas novedades tipográficas.
A la vuelta, animado por sus amigos, decide embarcar rumbo
a Buenos Aires, solo y sin dinero, con el pasaje fiado y sin haberse despedido
de su mujer ni de sus hijos.
Llega a la capital de Argentina y allí inicia de nuevo su
carrera como impresor, editor de libros y periódicos, y hasta empresario
teatral, con variada fortuna. Mantiene relaciones comerciales con Fernández de
los Ríos, quien le envía desde España libros para que él los venda en Hispano
América. Dos años después, el 23 de julio de 1851, consigue que su familia se
reúna con él. Llegan su mujer, sus tres hijos, un sobrino y su cuñada Paca, con
quien se casaría a la muerte de su esposa, ocurrida el día 12 de agosto de
1853.
En el año 1852 Benito Hortelano inicia la publicación de
"La Avispa", "El Español" y la "Historia de
España" de Lafuente, en entregas mensuales, editando también "Los
debates" que dirige Bartolomé Mitre.
En el año 1854, Benito Hortelano publica "La
Ilustración Argentina", primer periódico con imágenes de Buenos Aires,
"La Revista Española" y organiza el "Casino Bibliográfico",
primer centro de lectura de la ciudad.
En 1855 funda el Casino Bibliográfico; escribió el “Manual
de Tipografía para uso de los tipógrafos de la Plata”, y fue uno de los
fundadores de la Sociedad Tipográfica Bonaerense.
En el año 1866 Mitre protesta ante España por el bombardeo
a Valparaíso, durante la guerra del Pacífico, pero no acepta formar una alianza
contra ella con Chile, Perú, Ecuador y Bolivia. "La España" anuncia
ese bombardeo antes de la recepción real de la noticia, explicando luego Benito
Hortelano que ella había sido obra del cálculo, su inspiración y audacia
informativa.
Escribe sus Memorias en el año 1860, y en el año 1865
funda el diario “La España”, siendo su redactor hasta su muerte, atacado de
fiebre amarilla, que tuvo lugar en Buenos Aires el día 13 de marzo de 1871.
En Chinchón, con motivo del centenario de su nacimiento,
se descubrió una lápida conmemorativa en la fachada de la casa donde nació, en
el número 10 de la calle que lleva actualmente su nombre.
No cabe la menor duda que, durante su estancia en
Argentina, mantuvo comunicación con familiares y amigos de Chinchón, del que,
como hemos visto en sus memorias, nunca se olvidó. Las informaciones que da del
pueblo están muchas veces matizadas por el tiempo y la distancia que las hacen
imprecisas, pero nos ha dejado un bosquejo impagable de costumbres y
acontecimientos de sus jóvenes años, al principio del siglo XIX, en Chinchón.
Además de sus Memorias, Benito Hortelano tuvo una
importante actividad literaria. Además de los artículos que publico en sus
revistas, conocemos un nuevo libro escrito también por Benito Hortelano,
titulado "RETÓRICA EPISTOLAR" que fue publicado en Buenos Aires por
la Imprenta Española en el año 1870, el mismo año de la muerte de su autor, que
subtitula con “El nuevo arte de escribir todo género de cartas misivas y
particulares, incluyendo también una colección de cartas amorosas, asegurando
que era la más completas de cuantas se han publicado hasta el día.
Y para terminar, decir que el nombre de Benito Hortelano
sigue siendo recordado todavía en Argentina. En el año 2002, se publica otra
biografía de Benito Hortelano, que firma Stella Maris Fernández, fundadora de
la Sociedad de Investigaciones Bibliotecológicas, bajo el título de
"BENITO HORTELANO, TIPÓGRAFO, PERIODISTA, EDITOR Y LIBRERO".
Hoy nosotros, hemos querido también traer su recuerdo
hasta nuestros días, a la espera de que dentro de tres años podamos celebrar,
como él se merece, el segundo centenario de su nacimiento.
Muchas gracias a todos.