Aquellos eran tiempos verdaderamente difíciles; en Madrid apenas si había algo que llevarse a la boca. En los pueblos era otra cosa, siempre había unos garbanzos, unas judías y, con un poco de suerte, un cerdo en la corte o unas gallinas en el corral. Pero en Madrid, ya digo, en aquellos primeros tiempos de la posguerra, el hambre campaba a sus anchas por las calles de la Villa y Corte.
Pero ya se sabe que el hambre es un buen maestro a la hora de ingeniárselas para ir subsistiendo en medio de la miseria. Y Adrian llegó a ser un alumno aventajado.
Su cuñado, que trabajaba en un pequeño almacén de embutidos y jamones de las afueras, consiguió que a cambio de ayudar en la limpieza y en la carga y descarga en el almacén, le "pagasen" con los desperdicios que iban quedando para el deshecho. Así, entre recortes de tocinos y restos de chacinas, se las agenciaba para "requisar" todos los huesos de jamón, bien pelados eso sí, que los escondía en un saco de arpillera, para llevarlos a casa.
Pero todos los días, antes de pasarse por el almacén, recorría las calles del barrio, ofreciendo, con voz grave y potente, su producto: ¡¡EL SUSTANCIERO... SEÑORAS, TRAIGO EL SABOR PARA EL PUCHERO!!
Solía tener clientes fijas. Cuando alguna salía a la puerta para llamarle, el la entregaba un largo hueso del jamón, inane ya de carne, por supuesto:
-Señora, dentro de una hora vuelvo a recogerlo.
Después, la buena mujer introducía el hueso del jamón en el puchero para que se cociesen el agua y los garbanzos con la sustancia que iba dejando el hueso de jamón.
El precio: una perra gorda o una perra chica, según las veces que el hueso había visitado los pucheros del barrio.
Después, cuando ya el hueso no daba para mucho más, y antes que las clientas pudiesen quejarse por la falta de sustancia, todavía durante un par de días, "alegraba" el cocido de la señora Paca, la mujer del tío Adrian, que así fue sacando adelante a su prole, en aquellos largos, fríos y lúgubres primeros años de la posguerra en la capital...