XVIII
Pasado el verano, llegó el otoño siguiente.
Poco a poco se iban reparando los destrozos ocasionados por la bomba y el Solar iba recuperando el aspecto de sus épocas de esplendor. El patio había sido limpiado, sus paredes enfoscadas y su piso vuelto a empedrar. Doña Margara dio órdenes para que todos los escombros que saliesen en la casa se fuesen echando en la cueva hasta cerrar por completo su entrada. Petronila y José insistieron en que era una lástima que una cueva tan hermosa y tan bien conservada quedase totalmente inutilizada, pero ella se mostró inflexible aduciendo motivos económicos, porque según decía, eran tiempos de penuria y no se podía despilfarrar la hacienda. Mandó tapiar la entrada y después de pintado el patio no quedó ningún vestigio de su existencia.
En Recondo la vida iba adquiriendo su normalidad. Había llegado un nuevo párroco que organizó una misión, que él llamó evangelizadora, para recuperar las viejas tradiciones religiosas y delimitar claramente cuáles eran las costumbres que debían imperar en un pueblo de tan recia raigambre religiosa. Puso en funcionamiento la organización de las "Hijas de María" a la que debían pertenecer todas jóvenes de las buenas familias del pueblo, y la "Acción Católica" a la que todos los jóvenes debía inscribirse como aspirantes. En su propia casa organizó diversos talleres para que las jóvenes, además de formarse moralmente, fuesen adquiriendo nuevos conocimientos, y también organizó dos equipos de fútbol. Uno juvenil y otro para mayores, que podrían competir en liguillas que se estaban preparando con los curas de los pueblos de la comarca.
También empezó a funcionar la Organización Juvenil Española que dependía de Falange Española y de las JONS y que hacía la competencia al párroco. En esta organización se fomentaban los valores patrióticos, que aunque no estaban enfrentados a los propuestos por la religión, primaban más el valor y el arrojo de sus miembros, y no ponían reparos cuando alguno de sus "flechas" o "cadetes" consideraban que era necesario hacer entrar en razón a sus adversarios empleando medios más expeditivos, sobre todo si se trataba de los que se atrevían a no aceptar incondicionalmente los postulados del glorioso alzamiento nacional.
A veces los jóvenes de las dos organizaciones se unían haciendo causa común, cuando las circunstancias y la defensa de las buenas costumbres así lo aconsejaban. Fue idea de don Pablo, el nuevo párroco. Los domingos, a las once de la mañana se hacía una misa para los niños y los más jóvenes. A la entrada de la iglesia se les entregaban unas estampas, normalmente de santos, aunque también había de la Virgen María y del Sagrado Corazón de Jesús, debidamente selladas con la fecha del domingo al que correspondían, con las que los niños podían justificar que habían asistido a los oficios dominicales. Esta justificación era requerida habitualmente por padres y maestros y la carencia de la estampa-salvoconducto podía acarrear severos castigos. No obstante, parecía que este control no era suficiente y así se organizaron unas patrullas de vigilancia que durante el tiempo de la misa recorrían el pueblo para detectar a los que no cumplían con el deber de asistir a la misa dominical como mandaba la Santa Madre Iglesia. Cuando el infractor era descubierto, se le obligaba a ir a la iglesia, después de un buen tirón de orejas, además de efectuar la oportuna identificación para su posterior comunicación a las autoridades eclesiásticas y docentes, que se encargaban de poner en conocimiento de los padres de los infractores el terrible peligro que suponía dejar las prácticas piadosas, lo que en la mayoría de los casos llevaría a una vida licenciosa y de incalculables peligros para tan tiernos infantes.
Como se ve, la influencia de la Iglesia durante este período fue adquiriendo un notable incremento y algunos de sus mandatos fueron asumidos por las autoridades civiles porque así convenían a los objetivos de la Patria; como era el caso de la procreación. La Iglesia predicaba que había que aceptar todos los hijos que Dios te mandaba y la Patria necesitaba un aumento de la demografía para que aumentase la mano de obra tan necesaria para revitalizar la economía deprimida por la guerra.
Y en este cometido no podían colaborar Sacra y José que ya habían asumido que no podrían ser padres. Llegaron a ir a la consulta de un médico de la capital que después de hacerles algunas pruebas dijo que los designios de Dios eran insondables y que, por lo tanto, no se podía asegurar nada, que en cualquier momento podría surgir el milagro y a lo mejor llegaba el niño tan deseado, pero que la ciencia nada podía hacer para ayudar a la naturaleza.
Esta circunstancia suponía un grave contratiempo en los planes de doña Margara. Todo su trabajo, todo su esfuerzo por consolidar su patrimonio y sobre todo por mantener el Solar, no tenía demasiado sentido si no era para que un día lo heredase alguien de su sangre. Por lo que se veía, su hija mayor no podría darle el heredero y la pequeña no tenía ningún pretendiente. Al menos, que ella supiese.
Y se equivocaba, porque aunque ella aún no lo sabía, Petronila había empezado a ilusionarse con un inesperado pretendiente. Se llamaba Julio. Julio Esteban Galindo. Era unos años menor que ella y había llegado a Recondo, a poco de terminar la guerra, como oficial de la oficina de Correos. Había nacido en Cuacos, un pequeño pueblecito de la provincia de Cáceres, donde había dejado una novia con la que pensaba casarse cuando lograse labrarse un porvenir. Y posiblemente no tardaría mucho porque era despierto y trabajador y ya había logrado que le nombrasen oficial de segunda en plaza de tercera, como era Recondo. Cuando pasasen dos años más, tendría los puntos necesarios para acceder a una plaza de segunda y se podría casar.
Pronto se dio cuenta que este pueblo acogía muy bien a los forasteros y como no era mal parecido, simpático y con un cierto gracejo que le proporcionaba su acento extremeño, comprobó cómo las mozas del pueblo en edad de merecer le habían puesto en uno de los primeros lugares de los jóvenes casaderos de Recondo. Él, por su parte, como por su trabajo, tenía acceso a una información privilegiada, hizo una prospección detallada de las jóvenes solteras del pueblo, en la que fue valorando los diversos atractivos que cada una tenía, otorgando una ponderación especial a la situación económica de sus familias, aunque no descartó, por supuesto, el atractivo físico ni su carácter.
Y en esa ponderada selección quedó en cabeza Petronila, la hija menor de doña Margara, en la que había primado su carácter afable, su moral intachable, su recato y, sobre todo, la desahogada situación patrimonial de su familia, de la que ella terminaría siendo la única heredera, ya que su hermano había muerto y su hermana no tenía descendencia.
Hecha la selección y tomada la decisión, escribió una sentida carta a su antigua novia que le seguía esperando en Cuacos, en la que le decía que no podía ser egoísta pidiéndole que le siguiese guardando la ausencia durante tantos años, y que por tanto le daba libertad para comprometerse con otro joven. Ahora sólo le quedaba montar su estrategia para convencer a Petronila, en lo que no veía, a priori, demasiadas dificultades.
Petronila, a sus casi treinta y dos años se había planteado seriamente aceptar como definitiva su condición de solterona. Tenía un cuerpo bien formado, algo delgada para el gusto de la época y algo más alta que la media, de facciones duras y andar poco armonioso, tenía un gran parecido con su hermano difunto, pero lo que en él era atractivo varonil, en ella resultaba poco femenino.
Aunque tenía un carácter jovial y era agradable en su trato y los que la conocían resaltaban su buen humor, no había tenido ningún pretendiente que se hubiese interesado por ella misma, y los pocos que se habían acercado a ella lo habían hecho, sin demasiado disimulo, por su "atractivo" económico.
Cuando se dirigió a ella el oficial de Correos, lo primero que pensó fue que era uno de éstos últimos, pero su gracejo y su simpatía supieron persuadirla de que sus motivaciones eran puramente personales y fundadas exclusivamente en sus indudables valores. Y se enamoró como una colegiala. Aunque ella, realmente, nunca se había enamorado cuando iba al colegio y tan solo llegó a ilusionarse con uno de sus primos de Alicante, aunque él nunca llegó a enterarse.
Julio había cumplido los veintinueve. Sirvió en el ejército nacional, participando en la batalla del Jarama y después en la del Ebro. Cuando terminó la guerra hizo dos años de servicio militar en Sidi-Ifni y gracias a la recomendación de su Comandante, entró en el Cuerpo de Correos.
Cuando llegó a Recondo estuvo alojado en la Posada de la Plaza, donde dormía y comía.
A los tres meses alquiló una habitación en la casa de doña Emilia, una viuda sin hijos, que además de la habitación le daba las comidas y le lavaba y planchaba la ropa a cambio de veinte pesetas al mes, con las que ella se arreglaba para vivir, unidas a las pequeñas rentas que los aparceros le pagaban por labrar sus tierras.
Como Julio no tenía familia en Recondo, doña Emilia le acompañó al Solar para pedir autorización a doña Margara para hablar con Petronila. Ese día Julio pudo comprobar por sí mismo que lo que le habían comentado de aquella casa no era nada exagerado. Doña Margara dio su autorización para que su querida Petronila hablara con su pretendiente que, a su juicio, reunía las condiciones exigidas para ser su futuro yerno, y también vio en esto un milagro de la Virgen de la Amargura que había atendido a sus plegarias de que llegase un heredero para el Solar.
No obstante, hizo prometer a Julio y a Petronila, que sabrían respetarse mutuamente y que se comportarían como buenos cristianos, y que desde ese momento empezarían a organizarlo todo para que la boda se celebrase en un tiempo adecuado, y que no había ningún problema en que el nuevo matrimonio se trasladase a vivir en el Solar, porque aquí había sitio para todos.
Y aquellos meses fueron vivir en el paraíso para Petronila. Aunque había prometido a su madre que sabría comportarse como una buena cristiana, tenía que acudir con más frecuencia que de costumbre al confesionario de don Pablo para arrepentirse de su fogosidad, prometiendo que no volvería a ocurrir, aunque sabía que eso era poco menos que imposible.
Cuando por primera vez llegó Petronila al confesionario y dijo al cura eso de la fogosidad, él se temió lo peor y con mucho tacto la sonsacó hasta donde llegaba esa fogosidad. Cuando ella le aseguró que no habían pasado de los besos en los labios y de algunos roces esporádicos en sus pechos, el cura respiró tranquilo aunque aprovechó la oportunidad para recordarla que su cuerpo era el templo del Espíritu Santo, y que debía evitar por todos los medios que fuese profanado por los actos impuros con que el maligno les ponía a prueba. A partir de ese día sólo preguntaba si la expresión de su fogosidad había alcanzado otras metas más íntimas.
FIN DEL CAPÍTULO XVIII.
El día 27 de febrero, que es sábado, el siguiente capítulo.
¡NO ESPERAS LO QUE VA A PASAR!