IX
Por la mañana, el día 21 de julio de 1936.
Un grupo de unas cincuenta mujeres y no más de cuarenta hombres se había reunido en la plaza; no eran más de las diez de la mañana. Habían acudido a la convocatoria del Comité Revolucionario del Frente Popular de Recondo. Dos días antes, toda la Corporación Municipal con el alcalde al frente, había presentado la renuncia a sus cargos, haciéndose cargo del gobierno municipal los componentes de la lista republicana que se había presentado a las últimas elecciones municipales y que no había obtenido ninguna representación. Como cabeza de lista aparecía Fermín García de la Cruz, más conocido en el pueblo como "El Zapatones". Ante la negativa a continuar en sus puestos los cargos electos, el señor secretario del ayuntamiento dictaminó que esta era la única solución viable a la crisis abierta por la dimisión de la junta de gobierno del ayuntamiento. Aunque se había hecho una consulta al Ministerio, no se había recibido respuesta, ya que los acontecimientos que se estaban viviendo en la capital apenas si permitían a las autoridades a dedicarse a otros asuntos que no fueran los de organizar a las fuerzas armadas para intentar contrarrestar el alzamiento militar.
Por tanto, los pueblos iban quedando en manos de las autoridades locales y en la mayoría de los casos, como estaba ocurriendo en Recondo, bajo la voluntad de los más exaltados. Porque el verdadero poder político y efectivo lo ostentaba el Comité del Frente Popular. Para ellos era imprescindible el control de todas las fuerzas efectivas del pueblo. Se pusieron al habla con el Comandante de Puesto de la Guardia Civil para conocer su posición en la nueva situación política que se había planteado. Aunque confirmaron su total adhesión a la legalidad de la República, se les indicó que debían mantenerse al margen de los acontecimientos y solo actuar cuando fuese requerida su presencia por las autoridades locales, porque no estaban convencidos de que su fidelidad fuese sincera.
Una de las primeras medidas que adoptaron fue requisar todas las armas que estaban en manos de particulares contrarios a la república. Se formó un pelotón de requisamiento que fue pasando casa por casa para que les entregasen voluntariamente las armas de fuego y las escopetas de caza. Si en algún sitio no querían colaborar o estimaban que les ocultaban algún arma, no dudaban en efectuar un concienzudo registro hasta descubrir todas las armas ocultas. Se recogiendo un total de 117 unidades. A continuación se procedió a entregar las armar a los particulares adictos al régimen, principalmente a los afiliados a partidos políticos y organizaciones sindicales, entregándose un total de 198 armas, entre escopetas, revólveres, mosquetones, pistolas, carabinas, tercerolas y fusiles. De esta forma se había organizado un pequeño ejército popular, formado por voluntarios de total adhesión a la república, que no dudarían en usar las armas que había recibido, para defender el orden y mantener a raya a los facciosos partidarios del fallido pronunciamiento militar que habían iniciado varios militares en el protectorado de Marruecos al mando de un joven general llamado Francisco Franco.
Se formaron escuadrones de vigilancia para evitar que nadie saliese del pueblo, con la orden expresa de disparar si fuera necesario. El nuevo alcalde publicó un bando declarando el estado de excepción y prohibiendo la salida del pueblo, fijando que se debían pedir autorización expresa los que quisieran ir a trabajar en la vega que distaba diez kilómetros del pueblo. Los hombres y mujeres congregados en la plaza empezaron con gritos de "vivas a la república" y "muerte a los fascistas" pidiendo la presencia de las autoridades. Desde el balcón del Ayuntamiento el nuevo alcalde arengó a los reunidos y les animó a defender la libertad constitucional republicana. Informó que la insurrección militar había fracasado en la capital y en las ciudades más importantes de la nación, y que sólo había tenido algún respaldo en la zona de Andalucía, pero que se esperaba que breves días las fuerzas leales a la república lograrían reducir a las tropas rebeldes. Poco después salía de la casa consistorial un grupo de voluntarios, fuertemente armados, con pañuelos rojos al cuello, precedidos por una gran bandera republicana que sólo desde hacía dos días había ondeado en el mástil del balcón del ayuntamiento. Hasta entonces las autoridades de Recondo se habían negado sistemáticamente a que la tricolor ondease oficialmente en el pueblo.
Al mando, Felipe "el Regalao" , el hijo de la tía Genuina, un joven jornalero que desde hacía ya cinco años se había afiliado al partido socialista, distinguiéndose desde un principio por sus posiciones radicales, su furioso anticlericalismo y un odio nunca disimulado a los amos.
-¡Al convento... hay que echar del pueblo a los curas y a las monjas..!
Ahora el grupo de manifestantes había crecido considerablemente y por la calle Real se encaminaron hacia el convento de las monjas de clausura. Los gritos contra los fascistas y los vivas a la república se mezclaban con algunos disparos que de cuando en cuando hacían los recién nombrados guardias de asalto. Detrás de las ventanas y tras los visillos de los balcones se podía adivinar a las aterrorizadas gentes de Recondo, que ni se atrevían a salir a las puertas de sus casas.
Llegaron a la puerta del convento. La guardesa salió precipitadamente al oír los golpes violentos del llamador. Quedó aterrorizada al ver las caras desencajadas y llenas de ira de esa gente, a los que conocía desde hacía tiempo, pero que ahora vociferaban y proferían amenazas de muerte contra ella y contra las pobres monjas que desde una de las ventanas de la clausura veían como aquella turba había llegado ya a las puertas del claustro.
-Di a esas mujeres que tienen media hora para salir del convento. Se pueden marchar donde quieran pero que no se les ocurra llevarse nada, porque las vamos a registrar cuando salgan... y tú márchate también si quieres que no te pase nada...
Felipe abrió de una patada la puerta de la capilla. Amparados en el anonimato del tumulto, cada cual iba cogiendo lo que estimaba de valor. Los candelabros de plata y bronce, las vasos sagrados de la sacristía, la sillería del coro; arrancaban los dorados de los altares. Alguien se atrevió a romper la puerta del sagrario y desparramó las ostias por el suelo.
El Remigio se había puesto una casulla dorada y se paseaba haciendo simulacros de bendiciones a diestro y siniestro.
María "la Huertana", una mujer de ya casi sesenta años, se había puesto un hábito de monja y se levantaba los faldones enseñando las bragas, jaleada por un grupo de jóvenes que gritaban a su alrededor. En el centro de la iglesia se iba amontonando todo lo que nadie había considerado de valor. Libros. Sobre todo, los libros. Los de oraciones de las monjas, los breviarios del capellán, pero también los libros de música, incluso algunos antiguos, con bellas miniaturas pintadas a mano, a los que nadie les había dado el más mínimo valor.
Las imágenes de San Francisco de Asís y la de Santa Clara, tallas de madera que podían ser de finales del XVII, rodaron por los suelos y fueron a parar al montón de los desechos. Un crucifico que podía ser de marfil y unos ángeles de escayola siguieron el mismo camino...
Nadie pudo decir, después, quién había encendido la antorcha. Los libros viejos fueron la mejor yesca y a los pocos minutos una pira ardía en el centro de la nave de la capilla que había fundado el señor conde, allá por el año mil seiscientos y pico. Las llamas prendieron en los paños del altar y de allí pasaron al retablo. Las columnas de madera que había diseñado Churriguera parecían que se iban retorciendo cada vez más. El cuadro de la Inmaculada de Lucas Jordán que presidía todo el conjunto, se volatilizó en unos segundos. Poco a poco los asaltantes habían ido saliendo de la capilla para registrar el resto del convento. Las monjas no se atrevieron a coger nada de sus pocas pertenencias y salieron lo más deprisa que pudieron. Varias eran del pueblo y fueron a sus casas, repartiéndose a las hermanas forasteras que no tenían donde ir. Dos horas después la guardesa, su marido y varios vecinos que se atrevieron a llegar al convento cuando se marcharon los asaltantes, habían conseguido apagar el fuego.
Todo era negro por el humo. Todo se había perdido. Imágenes, cuadros, libros, ornamentos, cálices... en fin, todo. En un rincón, ennegrecida también por el humo, una pequeña tabla de unos cincuenta centímetros de ancho por casi un metro de alto, con la parte superior redondeada. Había sido la puerta del tabernáculo y tenía pintado un bello cuadro de Alonso de Arco que representaba al Buen Pastor. Apenas si se veía la pintura pero sólo tenía dañadas algunas partes de los bordes. Felisa, la guardesa, lo limpió con un pico de su delantal y pudo comprobar que iba apareciendo la figura de Jesús y el cordero. Lo abrazó contra su pecho y se lo llevó para esconderlo en el fondo de la alacena de su casa. Para ella había sido un milagro que mitigó el dolor que había sentido viendo todos los incomprensibles acontecimientos que había vivido sin poder explicarse los motivos.
FIN DEL CAPÍTULO.
El capítulo X el próximo sábado, dia 5 de diciembre.
¡No te lo puedes perder!
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