VIII
A finales de la primavera del 36.
Aquella noche a finales de la primavera, después de cenar como era costumbre, se reunió la familia en el corredor del patio. Ya se habían marchado los criados y doña Margara había dicho a sus hijos que su padre tenía que darles una noticia.
Dos Nicomedes había estado quince días en la capital. Cuando ya todos estaban sentados, doña Margara salió de su habitación con un cofre de cuero que depositó encima de la mesa, delante de su marido que estaba sentado en la banca de madera. Trescientas setenta y cinco mil pesetas en monedas de oro.
Siguiendo los consejos de su asesor había vendido sus mejores fincas; prácticamente todas las que tenían algún valor. Sólo se habían quedado con la casa de Recondo y algunas tierras, la mayoría de secano, de las que no disponía de las escrituras. El precio había sido sensiblemente más bajo de lo que se podría haber conseguido en situación normal, pero consideraba que había hecho una buena venta. En ese cofre estaba todo su patrimonio. Allí estaban los desvelos de varias generaciones, las muchas horas de trabajo de sus abuelos y, por qué no decirlo, los trapicheos y las artimañas para hacerse con las propiedades y las fincas de los que no habían sabido defender lo que heredaron de sus mayores. Allí estaban también las tierras desamortizadas a los nobles y a las órdenes religiosas que llegaron a sus manos por saber estar en el sitio oportuno y saber comprar las informaciones necesarias cuando era preciso. En el cofre estaba depositada casi toda su vida. Era imprescindible guardar el secreto.
Nadie debía saber que se había realizado la venta. Los compradores eran unos inversionistas que no se harían cargo de la propiedad hasta la sementera del año siguiente y, por tanto, nadie se debía enterar de que ya las fincas no eran de su propiedad. Pero, sobre todo, era de vital importancia que nadie supiese lo del oro. En ello estaba su futuro económico y posiblemente hasta su propia vida. El padre les fue contando cómo la situación política en la capital era extremadamente delicada. Era de dominio público que los militares estaban preparando un pronunciamiento y el gobierno a duras penas lograba mantener el orden.
- No, no es que hayamos vendido las fincas porque pensemos que vaya a haber una revolución. Pero desde que se proclamó la República no se ha dejado de hablar de expropiaciones. Dicen que "el campo para quien lo trabaja" y cosas por el estilo. No podíamos arriesgarnos. Cuando las cosas vuelvan a su cauce, volveremos a invertir nuestro dinero... Y si es necesario nos lo podemos llevar con nosotros...
-Vuestro padre dice que si la situación se deteriora nos podríamos ir a la capital, porque allí nadie nos conoce y podemos pasar desapercibidos... Pero yo no pienso marcharme de esta casa. Lo que hay que hacer es no meterse en líos... Eso va por ti Nicolás... y no entrar en controversias con nadie... Aquí en Recondo se están tomando las medidas necesarias para mantener el orden... Pero, además, ya sabéis dónde están las escopetas de caza y las dos pistolas... si es necesario yo no dudaré en utilizarlas para defender mi casa y mi familia...
El tema y el tono de la conversación contrastaban con la placidez de la noche. Como había refrescado un poco, doña Margara entró a su habitación para coger una toquilla y echársela por los hombros, trajo también otras dos para sus hijas. Era agradable ver a toda la familia reunida. Sacra había traído de la cocina un plato de repápalos y Nicolás sacó la botella de aguardiente. Los hijos no habían entendido muy bien la decisión de sus padres, pero ninguno de ellos se atrevió a dar su parecer. José, por supuesto, tampoco.
Ahora todos, alrededor de la mesa, parecían adorar el cofre lleno de monedas de oro. Nunca habían visto tanto dinero junto.
-Padre, ¿puedo tocarlas?
Aunque la luz del farol no alumbraba demasiado, sí era suficiente para arrancar unos reflejos dorados de las monedas que ejercían una hipnótica fascinación sobre todos ellos. La mayoría eran monedas de 20 y 100 pesetas, con ley de 900 milésimas; las primeras acuñadas en el año 1904 y las segundas en el año 1897, ambas con la efigie de Alfonso XIII. Pero también había monedas antiguas; de cuatro escudos del reinado de Fernando VII, y de dos y cuatro escudos, del tiempo de Isabel II. Todas ellas estaban en perfecto estado y muchas de ellas aparentaban no haber estado nunca en circulación.
Al cabo, doña Margara se levantó, cerró el cofre y se volvió de nuevo a la habitación.
-Está guardado en la caja fuerte, detrás del armario... pero de esto, ya sabéis, ¡ni una palabra a nadie!
La caja la habían empotrado en el muro del dormitorio cuando hicieron la reforma para su boda. Disponía de dos llaves y una combinación que sólo conocían ellos dos y Sacramento, la mayor. Después habían colocado delante un pesado armario de nogal y para llegar a la caja era necesario quitar una tabla móvil del fondo, hábilmente disimulada. Nadie que no conociese su existencia daría con ella. Allí se guardaban la escrituras de las casas y de las fincas, las joyas de la madre y dinero en efectivo que nunca faltaba en la casa. Ahora también las monedas de oro en el cofre de cuero.
En los días siguientes todo pareció calmarse; tanto que los padres consintieron en que Petronilita fuese a pasar la temporada de veraneo a casa de sus padrinos en Denia, un pequeño pueblo de pescadores en la provincia de Alicante. Allí estaría tranquila y podría disfrutar de los baños de mar que tan bien le venían para no constiparse en invierno. Este viaje se venía repitiendo casi todos los años y duraba cerca de dos meses. Solía volver para las fiestas patronales de Recondo que se celebraban a mediados del mes de Agosto. Antes la acompañaba también su hermana, pero desde que ella se casó, hacía ya siete años, iba ella sola a casa de sus parientes. Allí fue donde también Nicolás se recuperó de aquella enfermedad.
Doña Margara siempre mandaba unos presentes para toda la familia, y enviaba una generosa aportación económica, que además de sufragar los gastos de la muchacha era una buena ayuda para la no muy boyante economía familiar de sus primos. Prepararon la maleta con sus ropas y dos días después montaban su padre y ella en el tren que les llevaría a la capital. Después ella cogería el expreso hasta Alicante, donde la esperaba uno de sus primos para llevarla al pueblo con sus padres.
Cuando despidió a su hija en la estación, se fue a casa donde Rosa le esperaba. Esta vez sólo se quedaría un par de días, y a ella le gustaba hacerle agradable su estancia. Rondaba ya casi los sesenta, pero Nicomedes la solía comparar con Margara, y en la comparación salía sobradamente beneficiada la amante, y no solo por los escasos dos años en la diferencia de edad, sino sobre todo porque Rosa había vivido sólo para satisfacerle, se había preocupado de cuidar su cuerpo para que él siempre la encontrase atractiva y como no había tenido que trabajar nunca, había llegado a esta edad con un porte saludable y una figura todavía apetecible para los hombres. Aunque había engordado desde que le llegó la menopausia, su carne todavía era prieta y sabía vestirse con un estilo de elegante provocación que tanto agradaba a su amo. De poco más de metro sesenta y cinco de altura; morena, aunque hacía ya varios años que tenía que teñirse las canas, le gustaba dejar que la melena cayese sobre sus hombros.
Había conservado la mirada pícara de cuando era joven y una simpatía que le había hecho popular en el barrio donde todos la apreciaban. Muy pocos conocían su situación familiar y la mayoría pensaba que su marido debía ser marino o algo por el estilo que le obligaba a pasar grandes temporadas fuera de casa. Sus hijos conocieron la situación cuando tuvieron edad para entender que el señor que llegaba de vez en cuando por casa con regalos para ellos y que se acostaba en la cama con su madre, era realmente su padre, pero que no podía casarse con ella porque tenía otra familia, otra mujer y otros tres hijos a los que nunca habían llegado a conocer. Ahora eran ya mayores y tenían una vida propia. Rosita, la mayor, se había casado hacía cuatro años, aunque su padre no pudo asistir a su boda; a la familia del novio les dijeron que estaba de viaje fuera de España y que le había sido imposible llegar para la ceremonia. Genaro, el pequeño, también se había casado el año pasado con la hija del dueño de la cerería donde trabajaba. Vivían en un pisito que les había comprado su suegro cerca de la Catedral, junto a la tienda de velas que regentaba su mujer.
Desde entonces Rosa vivía sola en la casa que le habían comprado los padres de Nicomedes cuando se quedó embarazada. Entonces se la escrituraron a su nombre; esa había sido la condición, y desde ese momento no le faltó nunca una generosa paga que le ingresaban todos los meses en una cartilla en la Caja de Ahorros. Ahora, desde que sus hijos ya no vivían en casa, las visitas del amo eran más frecuentes. Pero no por satisfacer sus urgencias amatorias como antes, sino porque aquí se encontraba a gusto y tranquilo, y sobre todo sin tener que estar constantemente simulando un personaje que en nada se parecía a su verdadera personalidad. Aquí podía mostrarse déspota, altanero, despiadado, caprichoso, incluso cruel, porque su Rosa le aguantaba todo. Y es que ella se había llegado a enamorar perdidamente de él. Tenía un amor sincero, entregado y servil que nunca exigía nada a cambio. Aquí estaba alejado del ambiente cerrado de Recondo en donde tenía que interpretar el personaje del señor serio y respetable, donde tenía que simular una moralidad intachable, hacer una vida de cristiano piadoso e incluso presidir las fiestas del Santo Patrono de cuya cofradía era presidente.
En ocasiones le afloraban sus instintos y salía a relucir su verdadero carácter lo que en muchas ocasiones le había ocasionado graves enfrentamientos no solo con sus criados sino, incluso, con sus amigos y con su propia familia. Estos incidentes le habían ido granjeando, durante toda su vida, no pocos enemigos, y si todavía algunos le respetaban era más por el miedo que le tenían que por algún sentimiento de afecto. En el pueblo, además, tenía que soportar los "castigos" que Margara le imponía cuando sus desmanes alcanzaban una notoriedad que podía empañar el buen nombre de la familia, como había ocurrido, hacía unos años, con su criada Juanita. Claro que lo que él llamaba "castigos" no llegaban a más de no dirigirle la palabra, esconderle los puros por la noche, cuando no podía salir a comprarlos porque habían cerrado el estanco y nimiedades por el estilo. Tan solo en una ocasión le obligó a dormir fuera de la alcoba conyugal durante dos semanas.
Y es que aquella vez se pasó de la raya. Hacía ya muchos años. Su hija Sacra había cumplido los veinte años y aquella tarde estaba lavándose en un barreño que había colocado en medio de la cocina, para tener a mano el agua que calentaba en el fogón. El había visto los preparativos y se las ingenió para espiarla detrás de una de las ventanas que daba al patio. Aunque no era muy agraciada de cara, estaba desarrollando un cuerpo bien proporcionado del que destacaba un pecho firme y demasiado exuberante para su corta edad. Cuando ella estaba completamente desnuda entró en la cocina y se quedó de pie, mirándola...
-Yo no me tengo que morir sin tocar un día esas tetas tan hermosas que Dios te ha dado...Ella gritó, asustada; llegó la madre y los siguientes quince días él durmió en una cama turca que había en la sala de la planta baja.
Aquí, con Rosa, no tenía que disimular, porque ella era su confidente a la que podía contar todas las aventuras y desventuras de su vida amorosa. Cuando le escuchaba, en vez de sentir celos, se alegraba porque él así era feliz. Además pensaba que ella era la que había salido mejor parada. Su vida había sido plácida, un poco solitaria, sí, pero había podido dedicarse a sus hijos, y a satisfacer a su amo cuando quería venir a visitarla. Y en el fondo, pensaba, que él era un infeliz. Un señorito maleducado, al que sus padres, como nuevos ricos que eran, le habían dado todos los caprichos. Y como lo había conseguido casi todo se llegó a obsesionar con el sexo, que era lo único que sus padres no le podían facilitar. Al principio era insaciable, pero poco a poco, todo empezó a cambiar.
Aún recordaba Rosa aquella primera vez, hacía ya muchos años. Había llegado él con una muñeca y una pelota para los niños. Después de cenar y cuando los chicos se durmieron, ella se puso el camisón transparente que a él tanto le gustaba y se tendió en la cama mostrando toda su exuberante sensualidad. Él se empezó a desnudar contemplándola a la luz tenue de una bombilla sobre la que había colocado un paño rojo, pero, a pesar de su excitación, no logró conseguir una erección en toda la noche.
-No te preocupes, amo, estarás cansado…
Pero en los días siguientes volvió a ocurrir lo mismo. Desde entonces ella tenía que suplir sus insuficiencias orgánicas, aplicando todos los conocimientos amatorios que había aprendido en sus conversaciones con una vecina profesional con la que había hecho una buena amistad.
Años después, él llegó a confesar que sólo conseguía la erección cuando forzaba a las criadas de la casa, y eso no en todas las ocasiones… Lo que él le gustaba era que se resistiesen, que luchasen; sólo entonces, cuando él lograba dominarlas por la fuerza, podía penetrarlas… Con Margara la cosa era diferente. No sabía ya los años que no habían tenido relaciones íntimas… Además ella nunca se atrevería a hacer lo que le hacía Rosa…
- Lo que tienes que hacer es decirle lo que tú quieres… Enseñarla a que haga lo que yo te hago… ¿Por qué esto te gusta, no? Pues enséñala…
Pero eso era poco menos que imposible… ella era su santa esposa y nunca permitiría que se comportase como una vulgar ramera… Eso ni hablar…
Rosa, al principio, le llamaba señorito, pero terminó llamándole amo porque sabía que a él le gustaba y porque era lo que había oído siempre en casa, pues así le decía a su padre su propia madre. Nunca se atrevió a llamarle por su nombre. Pero tampoco permitió nunca que su hija Rosita quedase a solas con su padre.
Esa noche, cenaron en el Riscal. Por la tarde había estado en el Rialto donde daban, en sesión continua, dos películas recién estrenadas, "Morena clara", y "Currito de la Cruz", protagonizada por el famoso torero Antonio García "Maravilla". Terminaron dando una vuelta por la Gran Vía para tomarse un "coctail" en la barra de Chicote. Había que celebrar la llegada del verano y despedirse, porque ya no pensaba volver hasta después de las fiestas patronales de Recondo.
FIN DEL CAPÍTULO.El capítulo IX el próximo sábado, dia 28 de noviembre.
¡No te lo puedes perder!
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