Cuento número 2.- Los muertos de las camas de al lado.
(Un cuento macabro de humor negro, basado en hechos reales, que realmente, aunque el protagonista se llama como yo; no me ocurrió a mi)
Lo que os voy a contar, ocurrió en verdad; yo no me lo he inventado.
Debía ser a eso de las doce de la mañana cuando me llevaron a la habitación. Yo venía de la sala 1 de prehospitalizacion de las urgencias del hospital. Como suele ocurrir en estos casos llegaba totalmente desubicado y en la habitación había otras dos camas, a ambos lados de la que me colocaron. El de la derecha, entre toses, me hizo una mueca que podría ser hasta un saludo de bienvenida; la enfermera le llamó Abilio y le acercó una botella de agua lo que pareció aplacarle la tos.
Esteban parece ser que se llamaba el de la izquierda que en ese momento hablaba por teléfono e insistía a su interlocutor que se encontraba muy bien, aunque le delataba una tos profunda que parecía arrancarle el alma. También me hizo una mueca en forma de saludo y siguió con su perorata por teléfono.
Cuando las enfermeras me acomodaron en la cama, quedé entre mis dos nuevos compañeros, que no parecían demasiado comunicativos, lo que en ese momento, sin duda, agradecí.
Nos trajeron la comida; nadie habló y mis dos compañeros cada vez daban más muestras del deterioro al que se iban acercando.
Después de la cena todo quedó más o menos en una calma que cada vez se veía más agredida por los ronquidos mezclados de las toses de mi compañero al que llamaban Esteban, que de nuevo hablaba por teléfono asegurando que se encontraba muy bien.
Y yo me quede dormido, bueno en la duermevela a la que te lleva un día en que tu cuerpo está dolorido y tu alma no ha descansado desde que hacía ya dos días había salido de casa,
Por eso lo oí; serian esto de lan cinco de la mañana; se encendieron las luces de la habitación; dos enfermeros con unos monos blancos, con un casco también blanco en la cabeza, traían un saco negro de plástico.
-No pasa nada, Manuel; tú sigue durmiendo
Enseguida me percaté; la tos había cesado y todo había quedado en un siniestro silencio que parecía oprimirme el corazón que no sabía si latir más fuerte o acompasarse a mi respirar asistido por un oxígeno que apenas llegaba a mis pulmones.
No me moví, ni lógicamente me podía dormir. Allí estaba yo acurrucado en la cama sin atreverme a mirar a mi izquierda donde mi recientísimo vecino Esteban había dejado de penar.
Cuando las primeras luces del alba entraron por la ventana y me atreví a mirar de reojo, el saco de plástico negro estaba totalmente cerrado y tapado con una sábana que le cubría por completo.
Hasta eso de las ocho de la mañana, el pobre Esteban permaneció ahí, a mi lado, transmitiéndome, seguro que sin quererlo, un miedo profundo que me paralizaba todo el cuerpo. Volvieron a entrar los de los monos y los cascos blancos y en mi mente di un postrero adiós de despedida a mi efímero compañero a quien no le había podido acompañar ningún familiar en su tránsito final.
En poco más de diez minutos, unas eficientes limpiadoras dejaron todo como si allí nada hubiera pasado; pero esa mañana, tampoco pude desayunar absolutamente nada.
Y ahí me tenéis, acurrucado en la cama, sin poder volverme a mi izquierda porque me parecía que el pobre Esteban podía rebullirse en su cama.
Y llegó la comida, y ni aún con la cariñosa insistencia de Yolanda, la enfermera, pude llevarme un bocado a la boca.
Abilio, mi ya único compañero, no era muy hablador y no supe si realmente se había enterado de lo ocurrido.
Esa tarde, después de la siesta, entre toses y suspiros prolongados me contó que había tenido quince hijos, quince nietos y ya tenía quince biznietos.
Ya no hablo más.
Durante varias, larguísimas horas, solo la tos profunda; los ahogos que apenas podían aplacar un oxígeno a tope y un respirar entrecortado que a mi me asustaba más y más, por momentos.
A eso de las nueve me levanté para ir al baño. Cuando salí; ahí estaban los de los monos blancos con su bolsa de plástico negra.
Cuando me vieron salir, me acompañaron a mi cama y me volvieron a decir que no me preocupara.
Esta vez me volví a mi izquierda y así permanecí durante varias horas, sin atrever a moverme e intentando encontrar una oración como despedida para Abilio que no había podido tener el consuelo ni de sus hijos, ni de sus nietos, ni siquiera de ninguno de sus quince biznietos, en los últimos instantes de su vida.
Sería a eso de las siete de la mañana cuando los de los monos y de los cascos blancos, se llevaron a mi último compañero; y poco más de un cuarto de hora después, como la vez anterior, todo había quedado en perfecto estado de revista.
Después de un día con tantas emociones y sobresaltos, empezó a entrarme un sopor que me invadía y no dejaba ni de moverme.
Y me debí quedar profundamente dormido.
Me pareció que se cercaron dos enfermeras y me pareció escuchar:
?Como se llamaba?
Manuel CARRASCO...si, como el cantante...
Bueno en realidad no se si dijo cómo se llamaba o cómo se llama...
Así que aquí me tenéis esperando a ver si me despierto dentro de un rato o me encuentro que entran por la puerta los de los cascos blancos, con su saco de plástico preparado.