- He vuelto a Recondo para las fiestas de San Roque. Aquí ya nadie me conoce. He cumplido los sesenta; nunca me casé y vivo en Plasencia donde trabajo en la oficina de Correos en el puesto de mi padre. Mis tíos y mi madre murieron hace muchos años. Mi hermana Nicolasa vive en un apartamento en Santa Pola. No tardó demasiado tiempo en olvidarse de Juanjo, su primer novio que dejó en Recondo. No ha tenido hijos y sólo nos hemos visto de tarde en tarde. Al principio solíamos veranear juntos, pero después sólo nos veíamos en los entierros familiares. Ahora ya sólo nos felicitamos por Navidad y me dice que es feliz, y posiblemente sea cierto porque hace dos años murió su marido que era diez años mayor que ella y con el que se había casado porque era muy rico y estaba bastante delicado y no pensaba que fuese a durar tanto.
El pueblo ha cambiado mucho. Yo no había vuelto desde que salimos después de morir mi abuela. Ahora estoy alojado en la habitación número doce, en el "Complejo turístico el Solar" que ahora pertenece a una importante cadena hotelera y tiene la categoría de cuatro estrellas. Es la habitación donde estaba el dormitorio de mis abuelos. Aún se conservan los dos grandes balcones que dan a la calle con las pesadas contraventanas de madera y el techo de bovedillas con las vigas de madera, que ahora están pintadas de color añil. El piso es de tarima y se ha quedado más pequeño porque donde estaba la cómoda han hecho un cuarto de aseo.
Y tenía que volver aquí para terminar este relato. Lo empecé a escribir cuando mi madre era ya muy mayor y se atrevió a contarme lo que había pasado en la familia. Fue cuando nos enteramos de que habían encontrado los restos del tío Nicolás, con lo que se aclaraba el enigma de su desaparición. La caída de la bomba en el patio de la casa, durante la guerra y la posterior clausura de la puerta de la cueva facilitaron la coartada de mi abuela. Cuando se descubrió todo, mi tía Sacra que era ya muy mayor confesó lo que había ocurrido y así pudo morir en paz. Hace unos años, los nietos de los que habían sido condenados por la muerte de mi tío Nicolás, presentaron una demanda judicial para declarar nulo aquel juicio y, según he oído, parece que hace unos meses por fin lo han admitido a trámite.
También mi hermana, en unas vacaciones que pasamos en los Picos de Europa, me contó la historia de su niñez y lo que a ella le fue contando el tío José, el marido de la tía Sacra, que cuando se hizo mayor y apenas si ya podía salir a la calle, y le gustaba que mi hermana Nicolasa le acompañase y entonces le contaba a hurtadillas, las historias de la familia. Esas historias que oficialmente nunca habían ocurrido y de las que nadie se atrevía a comentar nada, cuando vivía mi abuela Margara.
Para contar esta historia - la historia del Solar - que es la historia de la familia, he tenido que ir descorriendo todos los velos que distorsionan la memoria e impiden conocer lo que realmente había pasado.
Primero el gris y sedoso velo del tiempo, que poco a poco había ido borrando los ribetes de los hechos y desdibujando los matices, dejando el recuerdo de estos hechos plano y sin relieves.
Después el oscuro y espeso velo del olvido, que al contrario del velo del tiempo cubrió de improviso todo lo que no nos gustaba recordar, todo lo que nos incomodaba, todo lo que nos hacía daño.
Luego fue el pegajoso y camaleónico velo de la mentira. Mi abuela dedicó toda su vida a cambiar el sentido de lo que había ocurrido. Logró teñir los colores del recuerdo para adaptarlos a sus conveniencias.
También tuve que descorrer el velo pesado y pardo del recelo, tras el que toda la familia procuró ocultar sus miedos y el temor de perderlo todo, el temor a que los demás pudiesen llegar a conocer lo que realmente había pasado, que era una forma que teníamos para defendernos de nuestros fantasmas.
Pero uno de los velos que más me costó descorrer fue el velo ruin y tornasolado del resentimiento; ese velo que solo deja traspasar las imágenes que nos muestran lo malo de los demás y se hace tupido cuando miramos a nuestro interior, y que nos hace creer que todos nuestros males vienen del odio de nuestros enemigos y nunca de nuestros propios errores.
Y, por fin, el frío y negro velo de la venganza, que arropó a mi abuela Margara durante toda su vida. Ese velo con el que fue tapando toda la suciedad de su alma para dejar traslucir sólo el mal que recibió y que era necesario que recibiese el castigo merecido.
He vuelto aquí para cerrar el círculo; para descorrer el último velo. El aterciopelado y púrpura velo de la distancia, que había difuminado las lindes de mi memoria y me había hecho olvidar esos pequeños detalles que identifican la realidad. Y para eso he vuelto a Recondo, porque sólo en esta habitación podía terminar el relato. Tenía que volver para terminar de contar lo que había pasado. Contarlo sin apasionamiento, procurando no juzgarlo, intentando comprenderlo, aunque no lo pueda justificar. Y tenía que contarlo todo, porque pienso que ésta es la única forma de terminar con la cadena de venganzas que hizo de aquel tiempo, un tiempo de amargura. Un tiempo que Dios quiera que nunca vuelva.
Fueron tiempos en los que las bajas pasiones y las ambiciones personales aparecieron como ideales patrióticos o convicciones religiosas con las que se justificaron los hechos más reprobables por la época en la que les había tocado vivir.
Yo, como mi hermana, tampoco tengo hijos; no he vuelto a saber nada de los primos de la otra familia de mi abuelo, desde que vendieron todo lo que habían heredado; es posible que con nosotros también mueran las generaciones que convivieron con el odio y el deseo de venganza y lleguen nuevos tiempos de esperanza, aunque en esto, tampoco puedo ser demasiado optimista.
El complejo ha quedado precioso; han querido respetar la estructura de la casa cuando nosotros vivíamos aquí. Aún me parece que en cualquier momento va a salir al corredor mi abuela Margara dando órdenes a las camareras del hotel. Pobre mujer. Toda su vida vivió amargada. Una amargura que se había iniciado al salir del Solar de la mano de su madre cuando aún era muy pequeña y no terminó hasta que volvió a salir camino del camposanto. Todo su tiempo estuvo marcado por las sucesivas venganzas que jalonaron su existencia. Y para terminar, la venganza del destino. Pero esta venganza no fue dulce para nadie. Fue entonces cuando todos nosotros pudimos degustar lo amargo que puede llegar a ser el sabor de la venganza.
Y quiero que este relato sirva como homenaje y desagravio a dos personas que fueron las víctimas inocentes de todo lo ocurrido. Una víctima por cada bando. Don Filomeno, el viejo cura que había dedicado toda su vida a ayudar a todos, y fue el primero que cayó, víctima de un odio sin sentido e irracional.
Y don Gregorio el maestro. También como el cura, fiel a sus principios y a sus ideas, que siempre quiso un mundo mejor para los más desfavorecidos; que no quiso nunca hacer daño a nadie, y que también sucumbió a un odio irracional, pero posiblemente más culpable.
Ya es de noche. He vuelto de la procesión de San Roque y después he cenado aquí mismo, en el jardín, en una mesa junto al brocal del pozo, debajo de la higuera ya casi centenaria, donde hace muchos años jugaba de pequeño.
Ahora estoy haciendo la maleta; mañana temprano me marcharé y probablemente no volveré más por Recondo. Tengo abierto uno de los balcones de la habitación y, a lo lejos, se oye la algarabía de las atracciones del recinto ferial y la orquesta que anima la verbena que se celebra en la plazuela junto a la ermita del Santo.
Mientras me tumbo en la cama y procuro dormirme, pienso que dentro de unos pocos años todos los protagonistas de este relato habremos muerto y ya nadie recordará nuestra historia, pero entonces, aquí seguirá el Solar como testigo mudo de aquellos tiempos de venganzas y amargura.
Recondo, 16 de Agosto de 2008.
FIN DE LA NOVELA.
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