Ya es conocida la afición de muchos de dar consejos, aun cuando no son pedidos. Y da la casualidad de que la mayoría de estos consejos carecen de valor porque los que los dan no tienen en cuenta todas las circunstancias del aconsejado.
Por otra parte, todos solemos saber muy bien lo que nos conviene y si no lo hacemos es porque hay otras consideraciones, que aunque no sean racionales, son mas fuertes que la propia conveniencia.
También hay ayudas profesionales a las que es conveniente acudir cuando la situación se vuelve preocupante, aunque es difícil para uno mismo determinar cuándo ha llegado ese momento.
También existen libros llamados de autoayuda en los que sus autores se atreven a dogmatizar sobre situaciones limites y aconsejar como actuar en cada caso, sin tener en cuenta las numerosas circunstancias que se pueden dar en casos aparentemente similares.
Esto ocurre en medicina, en derecho, en educación, en economía y, por supuesto, en psicología. Ya digo que en los casos en que desconozcamos las bases mas rudimentarias de estas materias, lo aconsejable es, siempre, dirigirse a un profesional.
Pero hay ciencias exactas y otras que no lo son tanto. Y en psicología, además de la ayuda de los profesionales, es valiosa la autoayuda. Pero no la de los libros, sino la ayuda que nos podemos dar nosotros mismos, porque, en el fondo y si somos sinceros con nosotros mismos, nosotros somos los que mejor nos conocemos.
Tengo que reconocer que siempre he tenido una cierta prevención hacia los libros de autoayuda, con los que algunos de sus autores se han llegado a hacer millonarios, porque se parecen a los telepredicadores en los que sobra la palabrería y falta consistencia y argumentos.
Yo prefiero los testimonios personales que nos cuentan las experiencias que han vivido, sin ningún animo de pontificar, sino solamente mostrar sus vivencias por si a otros les pudieran servir de ayuda.
La autoayuda, la ayuda que nos podemos dar a nosotros mismos, esa, para mi, es la mejor ayuda.