Milan Kundera dijo que los rusos empiezan por llamar “eslavo” a todo lo que quieren convertir en ruso. De igual modo, Germá Gordó llama “países catalanes” a lo que quiere anexionar a su ilusoria república catalana. Son ejemplos de identidades culturales pervertidas para justificar maniobras políticas. Pero ese mismo fenómeno ocurre también con identidades piadosas, étnicas, eróticas, ideológicas… Son variantes que nos explica y contra las que nos advierte Jean-Claude Kaufmann en su excelente librito Identidades. Una bomba de relojería (editorial Ariel). La democracia contemporánea ha ampliado la autonomía de cada ciudadano, que puede y debe elegir los rasgos que le caracterizan con una libertad que desampara a los menos dispuestos o peor preparados para tal aventura. Las identidades colectivas, fuertes y obligatorias, les dispensan de esa búsqueda personal, acogiéndoles bajo lo que Nietzsche llamó “un calor de establo” homogéneo y tranquilizador.
El núcleo de todo fervor identitario es religioso, aunque su orientación y vocabulario sean laicos. Se basan en dogmas tan sugestivos como indemostrables, prometen alguna forma de bienaventuranza y movilizan a los creyentes contra la caterva de infieles que se interpone entre ellos y el paraíso. En el fondo, aunque cree que aspira a un premio mayor, el fanatismo de la identidad es ya una recompensa en sí mismo. Nadie tiene que torturar su mente buscando razones para elegir bien, basta con saberse parte del pueblo elegido. No opongas resistencia, relájate y disfruta. O padece, que ser víctima también es un gozo cuando la recompensa es una buena conciencia libre de dudas. Lo importante es tener claro quienes son los enemigos, porque ellos delimitan la identidad. Háganse el favor de leer a Kaufmann: reforzará sus identidades menos obtusas y más inclusivas, les hará temer las otras.