En un lugar de la Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme, no ha mucho tiempo que vivía un hidalgo de los de lanza en astillero, adarga antigua, rocín flaco y galgo corredor... Bueno; corredor, corredor, antes; ahora apenas si corro más allá que de la silla de mi amo al fogón de la cocina, porque estoy a punto de morirme de viejo.
Tampoco mi amo es ya lo que era. Ahora se le puede ver sentado en la puerta de su casa, cuando el sol torna en púrpura los reflejos del horizonte, sin acordarse de su lanza y de su escudo de cuero que nunca utilizó, ni del flaco rocín que hace muchos años pasó a las cuadras del paraíso; y solo con mi compañía que es lo único que le puede recordar aquellos años de plenitud.
Todos le miran con afecto, deferencia y un poco de lástima; ya ni cuenta sus viejas aventuras amorosas ni enseña las antiguas cicatrices invisibles que el desamor marcó en su cuerpo.
Su pelo que se ha vuelto más blanco y más lacio, le descansa ya sobre sus hombros. Sus sienes parecen incapaces de contener las venas abultadas que no paran de hincharse y deshincharse como queriendo salir a la superficie. Sus orejas se han ido convirtiendo en una tenue telilla de pergamino que parecen a punto de caer como las hojas de los árboles en otoño; su nariz, más afilada, y su boca entreabierta deja al descubierto unas encías huérfanas y una lengua reseca sin fuerza ni saliva para humedecer sus labios. Sólo sus ojos parecen tener vida y a través de sus pupilas se puede atisbar el hilo de luz que todavía arde en su corazón. Sin embargo aún conserva en su vejez el cuerpo orondo y el vientre prominente, acusador de su vida de abundancia y de los excesos en la mesa y en la cama.
Vivimos los dos solos en esta casa que había sido el solar patrio y en la que se han ido, poco a poco, arrugando los recuerdos que ahora se pueden ver amontonados en los rincones entre las telarañas del olvido y el polvo reseco de las añoranzas. Nunca se casó, ni nunca mujer alguna le llegó a reclamar la paternidad de algún hijo, y cuando el donaire de su cuerpo y la cuantía de su hacienda empezaron a disminuir, se fue viendo abandonado por familia, amigos y amantes, dicho, en honor a la verdad, en orden inverso a su secuencia temporal. Ahora sólo le quedo yo.
La primera en abandonarle fue Matilde. La novia perpetua desde los años de los juegos de pídolas y peonzas hasta que el otoño terminó de agostar sus pechos y sus caderas perdieron la cadencia y sus ojos la luz de la esperanza. Él decía que la amaba y ella se lo creyó. Él tomó su inocencia, su virginidad, su lozanía y su candor, y la devolvió desdén, desaires, desprecios y alguna migaja de afecto fingido para asegurarse un cuerpo siempre disponible y una servil sumisión que duró hasta que a ella, siendo ya mayor -demasiado mayor- se le abrieron los ojos de la cordura y fue capaz de taponar sus oídos para no escuchas sus palabras camufladas en dulces cantos de sirenas. Después fueron los viejos e interesados amigos, cuando dejó de financiar juergas y francachelas y su otrora proverbial gracejo y buen carácter se agriaron con el acíbar de la escasez y de la incipiente penuria. Uno a uno fueron distanciando su compañía y su afecto hasta que tuvo que recurrir a sus olvidados parientes que rezongaron y refunfuñaron entre sí antes de ofrecerle a regañadientes un poco de conmiseración.
Era el único heredero de una basta hacienda amasada por sus antepasados a base de trabajo, influencias y pocos escrúpulos, que le proporcionó todo lo necesario para holgar y gandulear toda su vida, sin tenerse que ocupar en nada provechoso y productivo. No quiso estudiar y sólo se aficionó a los libros de aventuras que entonces se llamaban de caballería, y de ahí lo de la adarga, la lanza y el rocín, aunque, como he dicho, las primeras nunca las usó y el caballo sólo, para visitar las putas de la comarca, con quienes despilfarró hacienda y salud. Ahora sólo le queda el título de hidalguía y la soledad, el primero porque no lo ha podido vender y lo segundo que ni yo mismo puedo remediar. Un día de estos, cuando llegue la asistenta social que viene a cuidarnos un par de horas cada mañana, nos encontrará muertos a los dos. Yo no sé cómo he podido resistir hasta ahora. Posiblemente porque me da un no se qué el que pueda quedarse solo, y además porque él ha dejado dicho en su testamento que le gustaría que nos enterrasen a los dos juntos en el panteón familiar del cementerio de este pueblo manchego, de cuyo nombre, que por más que lo intento, no logro acordarme.