Hace mucho, mucho tiempo, cuando se estaba inventando la rueda y los hombres todavía no sabían encender el fuego con pedernales, los conejos era una especie en riesgo de extinción.
La naturaleza les había dotado de unas robustas patas que les permitían correr para escapar de sus enemigos, y de unos dientes fuertes que les servían para roer cualquier alimento aunque fuese muy duro. Pero tenían unas orejas pequeñitas y un largo rabo como los gatos. La naturaleza, en cambio, no les dotó del fino olfato de los felinos, por lo que no podían oler a sus depredadores y sólo les oían cuando ya estaban demasiado cerca. Aunque eran veloces, muchas veces en su huida, su larga cola se enredaba en los matorrales con lo que eran fácil presa para los fieros perros y demás alimañas que les acosaban.
Eran tiempos en los que no existían leyes proteccionistas y sólo imperaba la ley sagrada de la supervivencia del más fuerte, por lo que tiempo a tiempo -todavía no se habían inventado los años- la población de conejos disminuía alarmantemente.
Alejo, era un viejo conejo, que había logrado sobrevivir a pesar de sus carencias, gracias a su ingenio y a su concienzuda reflexión. Pensó que las carencias que les había negadola madre Naturaleza se podían suplir con inventiva y fue ideando diversas formas de suplir sus deficiencias.
La mayoría eran desechadas aún antes de experimentarlas, pero hubo una que llegó a ilusionar a los amedrentados conejillos. Cerca de su madriguera crecían unas plantas con frutos de formas caprichosas. Muchos años después, un tal Carlos Linneo dijo que eran de la familia de las cucurbitáceas, y alguien las llamó: “calabazas”.
Estos frutos de formas muy raras, solían tener una parte abultada y otra más fina y, cuando se secaban, quedaban huecas, de forma que haciendo un agujero por la parte más pequeña y abriendo la parte más gruesa, se formaba una especie de trompetilla gigante que tenía la admirable propiedad de amplificar los sonidos. Este artilugio suplía con eficacia la pobre capacidad auditiva de los desdichados conejos, que se afanaron en construirse cada uno su amplificador.
El invento era eficaz a la hora de oir llegar a sus enemigos, pero dificultaba la huida mucho más que sus largos rabos de gato y terminó por ser arrinconado por todos, con gran pesar de Alejo -el conejo viejo- que se había hecho ilusiones de pasar a la historia lepórida.
Se reunió el consejo de sabios para buscar soluciones pero a nadie se le ocurrió una solución que ilusionase mínimamente a los allí reunidos. Cuando estaban a punto de marcharse alguien dijo:
- ¡Como no lo remedie el elfo del árbol del río...!
Nadie pensó que era la solución, pero como no había otras alternativas, se comisionó a los tres conejos mayores para que fuesen a visitar al duendecillo que habitaba en el tronco del río, junto a la cascada.
- ¡No, es imposible! Yo no puedo hacer eso.
- Sólo sería que hicieses crecer nuestras orejas un poco... como las de los burros... aunque fuesen un poco más pequeñas...
- Lo siento, la madre Naturaleza no permite que nadie cambie lo que ella ha hecho...Aunque, pensándolo bien, yo podría daros unas orejas más grandes, si estáis dispuestos a perder algo a cambio... Ya se sabe que toda elección supone una renuncia...
- ¡Vale! dijo Alejo alborozado. Nos estiras las orejas y nos encojes el rabo....
Pasó el tiempo, se encontró el misterio de la rueda, los hombres aprendieron a encender el fuego con pedernales, se inventaron los años, y los lustros y los siglos, y los conejos, con sus nuevas orejas largas, muy largas, tan largas que las tenían que llevar dobladas porque no se les tenían derechas, y con sus pequeños rabitos que apenas parecía un pompón de pelusa sobre sus patas, crecieron y crecieron, y, nunca más, fue una especie en riesgo de extinción y ya nadie se acordaba de cuando tenían unas orejas pequeñitas y un largo rabo, como los gatos.
La naturaleza les había dotado de unas robustas patas que les permitían correr para escapar de sus enemigos, y de unos dientes fuertes que les servían para roer cualquier alimento aunque fuese muy duro. Pero tenían unas orejas pequeñitas y un largo rabo como los gatos. La naturaleza, en cambio, no les dotó del fino olfato de los felinos, por lo que no podían oler a sus depredadores y sólo les oían cuando ya estaban demasiado cerca. Aunque eran veloces, muchas veces en su huida, su larga cola se enredaba en los matorrales con lo que eran fácil presa para los fieros perros y demás alimañas que les acosaban.
Eran tiempos en los que no existían leyes proteccionistas y sólo imperaba la ley sagrada de la supervivencia del más fuerte, por lo que tiempo a tiempo -todavía no se habían inventado los años- la población de conejos disminuía alarmantemente.
Alejo, era un viejo conejo, que había logrado sobrevivir a pesar de sus carencias, gracias a su ingenio y a su concienzuda reflexión. Pensó que las carencias que les había negadola madre Naturaleza se podían suplir con inventiva y fue ideando diversas formas de suplir sus deficiencias.
La mayoría eran desechadas aún antes de experimentarlas, pero hubo una que llegó a ilusionar a los amedrentados conejillos. Cerca de su madriguera crecían unas plantas con frutos de formas caprichosas. Muchos años después, un tal Carlos Linneo dijo que eran de la familia de las cucurbitáceas, y alguien las llamó: “calabazas”.
Estos frutos de formas muy raras, solían tener una parte abultada y otra más fina y, cuando se secaban, quedaban huecas, de forma que haciendo un agujero por la parte más pequeña y abriendo la parte más gruesa, se formaba una especie de trompetilla gigante que tenía la admirable propiedad de amplificar los sonidos. Este artilugio suplía con eficacia la pobre capacidad auditiva de los desdichados conejos, que se afanaron en construirse cada uno su amplificador.
El invento era eficaz a la hora de oir llegar a sus enemigos, pero dificultaba la huida mucho más que sus largos rabos de gato y terminó por ser arrinconado por todos, con gran pesar de Alejo -el conejo viejo- que se había hecho ilusiones de pasar a la historia lepórida.
Se reunió el consejo de sabios para buscar soluciones pero a nadie se le ocurrió una solución que ilusionase mínimamente a los allí reunidos. Cuando estaban a punto de marcharse alguien dijo:
- ¡Como no lo remedie el elfo del árbol del río...!
Nadie pensó que era la solución, pero como no había otras alternativas, se comisionó a los tres conejos mayores para que fuesen a visitar al duendecillo que habitaba en el tronco del río, junto a la cascada.
- ¡No, es imposible! Yo no puedo hacer eso.
- Sólo sería que hicieses crecer nuestras orejas un poco... como las de los burros... aunque fuesen un poco más pequeñas...
- Lo siento, la madre Naturaleza no permite que nadie cambie lo que ella ha hecho...Aunque, pensándolo bien, yo podría daros unas orejas más grandes, si estáis dispuestos a perder algo a cambio... Ya se sabe que toda elección supone una renuncia...
- ¡Vale! dijo Alejo alborozado. Nos estiras las orejas y nos encojes el rabo....
Pasó el tiempo, se encontró el misterio de la rueda, los hombres aprendieron a encender el fuego con pedernales, se inventaron los años, y los lustros y los siglos, y los conejos, con sus nuevas orejas largas, muy largas, tan largas que las tenían que llevar dobladas porque no se les tenían derechas, y con sus pequeños rabitos que apenas parecía un pompón de pelusa sobre sus patas, crecieron y crecieron, y, nunca más, fue una especie en riesgo de extinción y ya nadie se acordaba de cuando tenían unas orejas pequeñitas y un largo rabo, como los gatos.