sábado, 17 de abril de 2010

LOS VELOS DE LA MEMORIA. CAPITULO XI


XI
Un frío día del siguiente mes de noviembre.


Las tropas del ejército republicano se estaban acantonando en la zona, porque era inminente el comienzo de la que se había bautizado como la "Batalla del Jarama", en la que las fuerzas contendientes iban a luchar para cortar o mantener la comunicación de la capital con la zona de Levante, de vital importancia para el suministro de víveres y armamento para el ejército de la República.Hasta Recondo estaban llegando varios batallones de las Brigadas Internacionales. Había rusos, italianos, ingleses y los jóvenes soldados norteamericanos de la Brigada Lincoln. El pueblo se había convertido en una Babel incontrolada. Nadie se entendía con nadie. Los propios cabecillas de las brigadas tenían grandes dificultades para coordinar sus acciones. Se hablaba en ruso, en inglés y en italiano, y apenas si había un par de intérpretes, que se veían impotentes para atender a todos los que se lo solicitaban. Las autoridades municipales no daban a basto para atender las demandas de los militares que solicitaban mapas de la zona y datos de los alrededores. Habían requisado las tres máquinas de escribir que había en el pueblo para que pudiesen escribir las órdenes para sus batallones, y también habían decretado el toque de queda a partir de las siete de la tarde prohibiendo que los civiles saliesen de sus casas. Con esta medida más que mantener el orden trataban de evitar que los jóvenes soldados cometiesen cualquier atropello. Sin embargo esta medida no fue suficiente, pues contaban que varias mujeres habían sido violadas, aunque ninguna de ellas se había atrevido a presentar ninguna denuncia a las autoridades.
Además no paraban de llegar paisanos de los pueblos de alrededor donde se preveía que se iba a desarrollar la batalla. Eran familias enteras que llegaban con lo más imprescindible, para acomodarse en las casas donde les querían admitir. Apenas si podían pagar nada y sufragaban los gastos que ocasionaban colaborando en las tareas domésticas y agrícolas de los que les acogían. Los habitantes de Recondo, acostumbrados como estaban a la tranquilidad y a que en el pueblo nunca pasase nada, estaban sobrecogidos por los acontecimientos de los últimos meses. Sobre todo, los trágicos sucesos del pasado 21 de julio, con la quema del convento de las monjas, el asesinato del señor cura y la desaparición de don Nicomedes y don Atenodoro.
Durante las semanas siguientes se siguieron sucediendo los asesinatos y desapariciones, y en los alrededores de Recondo se encontraron los cadáveres de don Indalecio, de Pedrito Rodríguez, de don Esteban Pelayo y de dos desconocidos, que después se supo que eran de un pueblo vecino. Algunas familias habían podido huir del pueblo. Don Enrique, el ex-alcalde, con doña Clotilde y su hija había logrado escapar ese mismo día, a la caída de la tarde en un coche que tenían preparado. Luego se había sabido que estaban escondidos en la capital en casa de unos parientes.
Las casas de los que habían huido del pueblo fueron ocupadas por los miembros del Comité Revolucionario para albergar en ellas a los militares que estaban llegado al pueblo y las utilizaron como nuevas checas populares por donde iban pasando los enemigos de la república para ser interrogados.
La casa de don Enrique, el ex alcalde había sido ocupada por los miembros del Comité Revolucionario de Recondo, para instalar su cuartel General. En su despacho se instaló Felipe. Desde allí dictaba sus consignas y dirigía la política del pueblo. Hasta ese despacho tenían que acercarse hasta los mandos militares para conseguir las oportunas autorizaciones para conseguir con más facilidad lo que necesitaban, porque nada se hacía en Recondo sin la autorización de sus nuevos "señores" como a ellos les gustaba llamarse en privado. Y hasta aquella casa iban llegando, a petición de sus nuevos "dueños", los que ellos consideraban enemigos para ser interrogados. No se libraba nadie. Ni viejos, ni jóvenes, ni hombres ni mujeres. Sobre todo las mujeres, y más las mujeres jóvenes, iban pasando, poco a poco, por aquella casa.
- Las mujeres son las que más información nos van a dar de nuestros enemigos, porque son más débiles, y están más asustadas. Además, ya sabéis, todo está permitido si es por el bien de la República.
Era una de las consignas que había dado Felipe a sus compañeros. Y ellos la iban a seguir al pie de la letra.Los hombres eran torturados sin piedad, aunque procuraban no dejar signos evidentes del maltrato, y les mantenían detenidos hasta que su aspecto no delataba lo que realmente había ocurrido.
A las mujeres no las retenían más tiempo que el necesario. Una a una, las desnudaban, las dejaban a oscuras en la sala de interrogatorios que era la antigua salita de doña Clotilde; después de pasados unos interminables treinta o cuarenta minutos, entraban los comisarios políticos, que sentados detrás de una mesa, simulando un tribunal, iniciaban el interrogatorio de la muchacha que tenía que permanecer de pie, desnuda, delante de sus verdugos.
Eran preguntas sin ninguna intención política, que indefectiblemente devenían al terreno personal...
- ¿Con cuantos hombres te has acostado?
Nunca solían contestar, hasta que no les obligaban.
- ¿Cuál de nosotros quieres que te enseñe lo que es un hombre de verdad?
Después, mientras ella suplicaba entre sollozos que la dejasen, ellos se sorteaban quien sería primero en violarla... Luego la dejaban irse, con la amenaza de un nuevo "interrogatorio" si contaba lo que le habían hecho.
Por allí pasaron las hijas más jóvenes de los antiguos señores de Recondo. La mayoría no se había atrevido a decir nada, pero terminó sabiéndose todo, porque eran ellos mismos los que presumían de lo que estaban haciendo en la casa de don Enrique.
Unos días después, llegaron de la capital altos responsables políticos que se hicieron cargo de la situación. Todos los miembros del Comité Revolucionario fueron detenidos. Se comentó que habían sido encarcelados y que serían sometidos a juicio, aunque fueron noticias que no llegaron a confirmarse. Después se supo que se habían ofrecido para luchar en el frente, y de vez en cuando aparecían por Recondo, aunque procuraban pasar desapercibidos, manteniéndose al margen de la actividad política.
Después de todo esto, pasado el mes de agosto, se habían ido calmando los ánimos y por fin se habían impuesto las indicaciones de Fermín y don Gregorio que se habían hecho con el mando con el soporte armado de la Guardia Civil.
Aunque oficialmente se dio por desaparecido a don Nicomedes, doña Margara sabía que había muerto ese mismo día. Pero no derramó ni una sola lágrima. "Hay que ser valientes y mostrarse fuerte ante los enemigos" dijo a sus hijos. "Ahora más que nunca debemos permanecer unidos. Ahora es tiempo de amargura; pero llegará el tiempo de la venganza."
La pequeña Petronilita seguía en el pueblo con sus familiares. Era casi imposible ponerse en comunicación con ellos y aún desconocía lo que había pasado con su padre, pero las noticias de la zona eran que por allí todo estaba calmado.
Otro problema que amenazaba a la familia era el reclutamiento que estaba realizando la República para engrosar el ejército. Se habían incorporado ya los voluntarios y se había empezado a llamar a filas a todos los hombres entre veinte y treinta y cinco años. Los más jóvenes estaban siendo citados para su adiestramiento en campamentos y cada día aumentaba el número de los que recibían la citación. Ayer mismo había recibido la carta el marido de Sacramento. Se debía incorporar la semana siguiente.
La carta para Nicolás podría llegar de un momento a otro. Mientras tanto doña Margara se había negado sistemáticamente a recibir a ninguna familia en su casa, ni tampoco aceptó que acomodasen en "el Solar" a ninguno de los jefes militares que se estaban estableciendo en el pueblo. Las autoridades debían conocer lo que había ocurrido con su marido y pasaron por alto su negativa, sin duda queriendo respetar su duelo, aunque recibió serias advertencias de que podría ella misma ser detenida si seguía manteniendo esa postura. Llegó la fecha del alistamiento de José, y aquella mañana salió de la plaza en un camión con diez paisanos más camino de un campamento cercano a la capital. Al día siguiente llegó también la carta reclamando la incorporación a filas de Nicolás para diez días después.
-Madre, yo no puedo ir al frente. Tiene usted que hacer algo para evitarlo… yo tengo mucho miedo… y no lo podría soportar…
- Hijo, ya eres un hombre. El único hombre de la casa y tienes que ser valiente… No te preocupes, no te pasará nada… Dios te va a guardar, ya que se ha llevado a tu padre…
Nicolás no podía quitarse de la cabeza todo lo que había ocurrido aquella triste noche. Después de saltar por la tapia, corrió a refugiarse en la casa de los padres de su cuñado. Contó lo que estaba pasando, pero ninguno se atrevió a salir de la casa.
A la mañana siguiente, cuando llegaron a casa y su padre no regresaba, ni nadie daba ninguna referencia de lo que había pasado, todos se pusieron en lo peor y llegaron a la conclusión de que había muerto junto con el administrador de Correos. Nicolás estaba totalmente hundido. No quería comer y no se atrevía a salir de la casa. Allí solo quedaban ya su madre y su hermana Sacramento. Los criados ya no bajaban a trabajar y tan solo la fiel Tomasa se acercaba todas las mañanas para hacer las compras a la señora. Él se solía esconder en lo más profundo de la cueva. Allí en invierno hacía mejor temperatura, se acurrucaba en un rincón, completamente a oscuras, arrebujado en una manta, y allí pasaba largas horas hasta que su madre o su hermana le llamaban para las comidas.
Había entrado en un depresión profunda que además del abatimiento de ánimo, le había dejado sin ganas de comer, lo que le estaba haciendo perder peso hasta dejarlo en un estado lamentable. Se habían terminado las labores de la vendimia y aún no era tiempo de empezar a recoger la aceituna, por lo que las labores del campo eran escasas.
Además la falta de mano de obra por la marcha al frente de guerra de los hombres jóvenes iba a obligar a desatender los trabajos del campo. Todo el pueblo estaba sobresaltado y con una actividad inusual. En la plaza se habían instalado grandes cocinas para hacer la comida para los soldados que no paraban de llegar al pueblo. Se estaban acondicionando el convento de las monjas para utilizarlo como hospital de campaña. La Iglesia se había convertido en garaje y taller de reparaciones para los vehículos del ejército. El cuadro de la Asunción, pintado por Goya que presidía el retablo de la iglesia había sido trasladado a la capital, siguiendo instrucciones del Ministerio de Educación Pública, para evitar su deterioro. Todos los cuadros de los grandes museos serían enviados a un país neutral durante el tiempo que durase la guerra. Por las noches se apagaban todas las luces de las calles y estaba ordenado que sólo se podían encender las de las casas cuando estuviesen todas las ventanas totalmente cerradas. Era necesario evitar que el pueblo pudiese ser localizado por la aviación. Todavía no había habido ninguna incursión de los bombarderos alemanes pero esto podía ocurrir en cualquier momento.
Aunque oficialmente se había iniciado el curso escolar a mediados de septiembre, se había cerrado el colegio religioso y solo se mantenía abierta el aula del ayuntamiento, atendida por don Gregorio, aunque apenas si asistían media docena de alumnos. La mayoría de los niños no acudían a la escuela y deambulaban por las calles pidiendo chocolate y azúcar a los soldados. Eran los que menos dificultad tenían para hacerse entender por los extranjeros. Los juegos a las guerras habían sustituido a los libros y la anarquía había llegado también hasta los más jóvenes que campaban a sus anchas por el pueblo sin someterse a ninguna disciplina. Las autoridades municipales dictaron un bando recordando la obligación que tenían los padres de enviar a sus hijos a la escuela, aunque asumían que esta orden no iba a ser obedecida y recomendaban que, al menos, los niños no estuvieran por las calles en horas lectivas.
FIN DEL CAPÍTULO.
El capítulo XII , debido a la celebración de las Fiestas de Navidad,
se publicará el próximo mes de enero.
De todas, formas:
¡No te lo puedes perder!

LOS VELOS DE LA MEMORIA. CAPÍTULO XII

XII


11 de noviembre de 1936, el día que desapareció Nicolás.

Los últimos días Nicolás estaba muy raro. Él siempre había tenido reacciones extrañas cuando las cosas no le iban bien. Ahora, desde que había recibido la carta que le comunicaba que debía incorporarse al ejército, solía desaparecer durante muchas horas. Se refugiaba en la cueva, como hacía cuando era pequeño. Allí sin luces, totalmente a oscuras se pasaba las horas. Sólo salía a la hora de comer, y eso cuando le llamaba su hermana Sacramento y cuando salía se le notaba que había llorado.
Doña Margara se lo decía a su hija muy a menudo: "Este es capaz de hacer alguna locura".
Esa mañana debía haberse levantado muy temprano porque cuando salieron ellas ya no estaba en la cocina que era lo primero que hacía al levantarse. Tampoco había señales de que hubiese desayunado, aunque eso no les extrañó porque acostumbraba a dejarlo todo muy bien recogido.
Debió ser sobre la una y media. Sacra llevaba llamándolo desde hacía un rato, y como no contestaba, decidió bajar a la cueva. Había cogido el candil que había colgado en la entrada, lo encendió y bajó los escalones mientras seguía llamando a su hermano:
- Vamos Nicolás, no hagas el payaso, sal de ahí que vamos a comer...
Quedó petrificada. Al fondo, balanceándose, colgado en el gancho que se usaban para poner la romana de pesar las uvas, estaba el cuerpo de Nicolás. Debajo de él, tumbado en el suelo, el taburete donde se debía haber subido para colgarse. A ella se le cayó el candil y corrió a oscuras hacia la salida.
- Madre, madre, mire lo que ha pasado...
Al oírla dar aquellos gritos, doña Margara intuyó lo que había ocurrido. Y como siempre supo estar a la altura de lo que las circunstancias requerían.
- Ahora, hay que estar tranquilas. Baja la escalera pequeña que hay en la pajera... Y deja de llorar, porque con eso no vas a solucionar nada...
Les costó mucho trabajo a las dos mujeres hasta que lograron descolgarle. Ya estaba rígido. Lo debió hacer por la noche, cuando ellas dormían. No había ninguna nota, ni falta que hacía. Las dos sabían por qué lo había hecho.
- Siempre fue un cobarde...
- Por Dios, madre, ¿Cómo puede decir eso ahora?
Había pensado distintas opciones. Hacer un agujero para enterrarle allí mismo era poco menos que imposible porque la cueva estaba horadada en la roca y era muy difícil hacer una fosa tan grande para enterrarle. Emparedarlo era complicado, porque no tenían ladrillos y además sería fácil descubrirlo. La solución estaba en echarlo en una de las tinajas que estaban vacías. Luego se podría cerrar la tapa con yeso y así quedar totalmente hermética para que no saliese el olor de la descomposición del cuerpo...
- Y ya sabes, nadie puede bajar a la cueva. Aunque caigan bombas, aunque se hunda toda la casa, nadie puede bajar a la cueva.
- ¿Y qué vamos a decir... cómo vamos a justificar la desaparición de Nicolás?
- Anoche llegaron unos encapuchados y se lo llevaron. Eran tres, y nosotras no conocimos a ninguno. Es lo que ha pasado en otras ocasiones y nos creerán. Nunca encontrarán su cuerpo, o cuando lo hagan habrá pasado demasiado tiempo...
- Pero eso en mentir, madre...
- Pues te confiesas cuando vuelvan los curas y ya está... No podemos consentir que el nombre de la familia se manche con una acción tan cobarde... Además, ya encontraremos a quien acusar de su muerte para que paguen por todo lo que están haciendo... Al fin y al cabo, ellos son los responsables también de esta muerte... y algún día lo terminarán pagando....
Aquella noche Sacra no durmió. Sólo al alba logró conciliar el sueño. Entre sollozos apagados, para que no la oyese su madre, no podía apartar de su mente el cuerpo de su hermano balanceándose colgado del gancho de la cueva.
Su madre, tampoco; pero no lloró. Se dedicó a perfeccionar el plan que había improvisado; y no dejó ningún cabo suelto. Estaba segura que su hija nunca hablaría y ella debía actuar con presteza. Se levantó cuando Sacra, que esa noche había se había acostado con ella en la cama de matrimonio, se había logrado quedar dormida. Desayunó un tazón le leche con unos migones de pan, se aseó, se peinó y se puso el luto riguroso, como venía vistiendo desde la desaparición de su marido.
Muy de mañana, doña Margara llegó al ayuntamiento dispuesta a que la recibiera el señor Alcalde.
-No, no tengo cita con él, pero de aquí no me muevo hasta que no me reciba… díselo bien claro: "Que dice doña Margara que no se va a marchar de aquí hasta que no hable contigo…"
Los problemas se amontonaban durante aquellos días para el alcalde. No podía hacer frente a todos los asuntos que le llegaban. No solo eran los problemas que planteaba la llegada de las tropas que se estaban acantonando en el pueblo, sino también la acogida de los paisanos que no paraban de llegar de los pueblos de la comarca, donde se preveía que se iba a desarrollar el frente de batalla. Sin contar con el mantenimiento del orden público que claramente le había sobrepasado, a pesar de contar con las fuerzas de la Guardia Civil que se había mantenido fiel al orden constitucional de la república.
-¡Que pase, vamos a ver lo que quiere…!
-¡Buenos días, nos de Dios!
El Alcalde no quiso darse por enterado del saludo de la mujer que había entrado en el despacho y que suponía una evidente provocación. A cualquier otro que se hubiese atrevido a usarlo le habría costado, como mínimo, pasar unas horas en la cárcel. Pero ahora estaba solo y nadie había escuchado el saludo, por lo que consideró que era mejor no darse por enterado. Conocía lo que le había ocurrido a su marido y sentía una cierta lástima por ella.
-¡Salud, doña Margara! Contestó secamente, pero sin manifestar ninguna repulsa, incluso demostrando un cierto afecto.
-Fermín, ¡tienes que decirme que han hecho a mi hijo!
-¿Qué pasa con su hijo, qué ha ocurrido?
-Anoche llegaron a casa cuatro encapuchados, llamaron a la puerta, y cuando abrimos, preguntaron por él, lo maniataron y se lo llevaron… Esta mañana no había vuelto a la casa… y no sabemos nada de su paradero…
-¿Y no reconocieron a los encapuchados?
- No, sólo sabemos que eran cuatro los que entraron en la casa, aunque podía haber alguno más en la puerta… hablaron poco… y no dijeron a dónde se lo llevaban ni lo que iban a hacer con él…
-Aquí no sabemos nada de que anoche se hiciese ninguna detención… Espere, voy a preguntar…
Salió el alcalde, dejando sola a la mujer, de pie delante de la mesa de su despacho. Por la puerta entreabierta se veía al alguacil que vigilaba el interior. No era la primera vez que doña Margara visitaba ese despacho, lo había hecho frecuentemente cuando su primo Enrique era el alcalde. Enseguida había advertido que el retrato del rey don Alfonso XIII había sido reemplazado por una fotografía de un señor que no conocía y que debía ser el presidente de la República. También habían quitado el crucifijo que presidía la estancia y en una esquina, al lado izquierdo de la mesa, estaba la bandera tricolor.
-Lo siento doña Margara, aquí nadie sabe nada de su hijo… y me han asegurado que anoche no se realizó ninguna detención…
-¡Me habéis matado a mi hijo!, ¡Me habéis matado a mi hijo…! Igual que hicisteis con su padre… ¡Sois unos criminales…!
-Señora, le digo que nadie del pueblo fue anoche a su casa y se llevó a su hijo… Seguro que no tarda en volver… ya verá…
-¡Criminales! ¡Sinvergüenzas!
La mujer, fuera de sí, no paraba de gritar y proferir insultos y no se avenía a ningún razonamiento que le pudiese hacer el alcalde, y que no tuvo más remedio que solicitar la ayuda del alguacil para sacar a la mujer hasta la calle.
La noticia de la desaparición de Nicolás no causó demasiada extrañeza en el pueblo. Era un hecho previsible después de lo que le había pasado a su padre; porque ya era de dominio público el fatal desenlace de lo que les había ocurrido a don Nicomedes y a don Atenodoro. Alguien se había ido de la lengua y sólo faltaba concretar dónde estaban enterrados porque, incluso, se habían oído las salvajadas que les habían hecho antes de matarles.
Aunque ni don Nicomedes ni su hijo gozaban de simpatías en el pueblo, no ocurría lo mismo con doña Margara. Aunque ella también era orgullosa y altanera y había mantenido siempre las distancias con los que ella no consideraba de su clase, todos pensaban que era una víctima de su marido y que ahora el destino estaba siendo demasiado cruel con ella. Había envejecido más de diez año en los últimos meses. Ella siempre había vestido de colores oscuros, sobre todo desde la muerte de su madre, pero ahora estaba de luto riguroso y cubría su cabeza con un velo negro que contrastaba con la palidez de su cara y el pelo que siempre llevaba recogido en un moño bajo la nuca y que ahora se estaba volviendo totalmente cano. Sin embargo, seguía teniendo la piel tersa y apenas si tenía arrugas, lo que le daba una apariencia de ser más joven de lo que realmente era. Todo el mundo se compadecía de esa pobre mujer que estaba perdiendo todo lo que tenía… Ahora apenas si se le veía por la calle, encerrada en la casa con su hija y sin apenas recibir alguna visita de las que había sido sus amigas y que ahora procuraban no acercarse demasiado a ella porque pensaban que les podía perjudicar su compañía.
Cuando aquella mañana volvió del ayuntamiento, se prometió que nunca más volvería a salir a la calle. Desde ahora, todo su mundo estaba allí, en el "Solar", allí estaba todo lo que aún tenía algún sentido para ella, allí estaba lo que le podía dar fuerza para seguir viviendo… Ahora estaba convencida de que iba a sobrevivir para vengarse un día de lo que les habían hecho a su marido y a su hijo… Y su venganza sería fría. Fría y dulce... algún día ella también podría saborear el dulce sabor de la venganza...

FIN DEL CAPÍTULO XII.
El próximo capítulo se publicará el sábado día 16 de enero
¡NO TE LO PUEDES PERDER!

LOS VELOS DE LA MEMORIA. CAPÍTULO XIII

XIII


Y en febrero llegaron los bombarderos alemanes.

Miguel Martínez, el Flauta, era el encargado de hacer sonar la sirena cuando se acercaban los aviones. Desde que habían comenzado los enfrentamientos de los contendientes en las cercanías del río Jarama y en los alrededores de Recondo, eran frecuentes las incursiones de los bombarderos alemanes por el pueblo, para atacar la retaguardia del ejército republicano. Las órdenes de las autoridades municipales eran concisas y terminantes: cuando suene la sirena de la torre, todos deben acudir a los refugios para resguardarse de las bombas.
Los refugios eran, en realidad, las cuevas que existían en la mayoría de las casas de Recondo. En estas épocas del año, las cuevas eran más confortables porque en ellas se mantenían unas temperaturas más altas que en resto de las casa, aunque allí abajo también era mayor el ambiente de humedad. Había quienes bajaban los colchones a la cueva para dormir todas las noches y despreocuparse del aviso de la sirena.
Doña Margara había decidido no bajar a la cueva; ni tampoco Sacramento, su hija. Cuando sonaba el estridente silbido de la sirena de la torre, las dos mujeres permanecían sentadas en la sala de la primera planta, rezando el rosario, hasta que se avisaba nuevamente de que había pasado el peligro.
Ni los destrozos ocasionados en varias casas del pueblo, ni la noticia de la muerte de cuatro personas en los bombardeos de los días anteriores, les habían hecho cambiar de parecer. No es posible que Dios nos pueda poner a prueba una vez más después de todo lo que ha pasado, decía doña Margara a su hija, añadiendo que tampoco le pasaría nada a José, su marido que ya se había incorporado con su regimiento a primera línea de batalla.
Afortunadamente para ellas, su decisión de no bajar a la cueva les salvó la vida. Aquella mañana, desde muy temprano, las "pavas" alemanas no paraban de sobrevolar el pueblo. El frío era intenso pero el cielo estaba despejado y la visibilidad era perfecta a larga distancia. Las detonaciones de los cañones no habían dejado de sonar desde el amanecer en la lejanía del frente, y Miguel "el Flauta" no paraba de hacer sonar su sirena a intervalos de diez o quince minutos. A eso de mediodía todo Recondo tembló bajo una lluvia de bombas que fue cayendo cíclicamente durante una hora que parecía interminable.
Las mujeres que rezaban en la salita de la primera planta del Solar, se abrazaron pensando que había llegado su hora. Una de las bombas había caído muy cerca. Posiblemente en la misma casa. Después se hizo el silencio, pero por debajo de la puerta entraba gran cantidad de polvo, lo que podría significar que algo se había hundido cerca; pero ninguna de las dos se atrevió a salir de la habitación para ver lo que había pasado. No sabrían precisar el tiempo que permanecieron allí sentadas. A lo lejos se oía lo que podía ser el estruendo de algún hundimiento y voces también lejanas pidiendo socorro. Pero se habían dejado de oír los zumbidos característicos de los aviones. Y es que había hecho su aparición una escuadrilla de "moscas" rusos, que por primera vez entraban en combate y que había conseguido que los bombarderos alemanes abandonasen los cielos de Recondo.
La bomba había caído en una de las esquinas del patio, sobre las cámaras que estaban encima de la puerta de la cueva que había quedado totalmente taponada por los escombros. Por lo demás no había afectado prácticamente a las habitaciones principales de la casa. Tampoco había en esas cámaras ninguna cosa de valor; tan solo trastos viejos y cosas inservibles, pues las trojes del trigo, de la cebada y de los otros alimentos estaban en las cámaras de la zona norte de la casa.
Tuvieron que salir para abrir la puerta, porque habían acudido los vecinos para interesarse por su estado y ver los daños que había ocasionado la bomba. El patio estaba casi cubierto por los escombros que había resquebrajado las ramas del viejo granado. Aún flotaba en el aire el polvo que no paraba de caer desde los tejados en los que las tejas habían dejado al descubierto los carrizos que formaban la base de la techumbre y que se iban desprendiendo poco a poco. Apenas si ya salían algunas llamas de un pequeño incendio en las cañas del tejado que no había llegado a más por la humedad que se había acumulado por las recientes lluvias que habían caído en los últimos días.
-Estamos aquí arriba… No nos ha pasado nada…
Les contaron que esa mañana habían caído tres bombas más en Recondo y había muerto Genaro "el de la inclusa" y la Emilia, su mujer, cuando cruzaban la calle para ir a la cueva de la casa de sus vecinos.
Llegaron poco después los padres de José, el marido de Sacramento y les ofrecieron su casa para que no se quedasen las dos solas en una casa en ruinas. Pero doña Margara volvió a recordar que ella no saldría nunca viva de esa casa.
Los días siguientes, las dos mujeres ayudadas por el Cosme y el Afrodisio, dos antiguos criados de la casa, los dedicaron a limpiar de escombros el patio de la casa. Los daños no habían sido demasiado importantes y dos semanas más tarde se habían eliminado los riesgos de otros posibles derrumbamientos, apuntalando la techumbre y subiendo unos tabiques para evitar que el agua de las lluvias entrase a las cámaras hundidas. Pero doña Margara se opuso a que se limpiase la cueva. Es más, todos los escombros que habían caído en el patio se fueron acumulando en la entrada, tapando completamente las escaleras lo que impedía completamente el acceso al interior de la cueva.
-No necesitamos para nada la cueva... y ahora no estamos para gastar el dinero en esta clase de trabajos... Con el tiempo, Dios dirá...
Y allí se quedaron las dos mujeres, sin apenas recibir más visitas que la de los padres de José, Piedad y Saturnino, que casi todas las tardes pasaban por la casa para ver cómo estaban y ponerlas al corriente de las noticias que se iban produciendo en el pueblo y contarles las novedades que iban conociendo de su hijo, que ya había pasado el período de adiestramiento militar en el campamento, y que iba a ser destinado al IV cuerpo del ejército, que estaba acantonado en la zona de Aragón.
Aquella tarde, Piedad apenas si podía disimular su inquietud. Aprovechando que doña Margara había salido de la salita para preparar unos bollos y una copita de vino dulce, se acercó a su nuera:
- Sacra, hija mía, hay muy malas noticias... Ha llegado de la capital el Julián, el de la tía Cristina, y dice que le pareció ver a tu hermano Nicolás montado en un camión que salía de la cárcel... y según dicen los llevaban al cementerio para fusilarles...
Para Sacramento fue una noticia que no esperaba en ese momento, y quedó desconcertada, recordando lo que había pasado aquella mañana. Se había tapado la cara con las manos para sofocar el llanto y así no lo oyese su madre, pero fue inútil, doña Margara entraba por la puerta y llegó a escuchar lo que decía su consuegra.
¿Qué ha pasado, Piedad?, ¡dime lo que ha pasado...!
Ahora fue Saturnino quien tuvo que dar todos los detalles que habían oído sobre el pobre Nicolás...
-Claro que tampoco es seguro nada de lo que cuentan... porque según dicen había muchos hombres en el camión, y se pudieron confundir al identificarlo...
- Yo lo sabía... han matado a mi hijo, como mataron a mi marido... ¡Criminales... yo os maldigo! Y pagaran todos estos crímenes... No descansaré hasta que todos ellos tengan la muerte que se merecen... ¡Asesinos! ¡Malditos!
No había tenido que hacer un gran esfuerzo para hacer creíble su actuación, porque, en el fondo, ella misma se había llegado a creer su patraña, y estaba convencida de que habían sido los malvados comunistas los que habían matado a su hijo querido.
Pero esta escena la había hecho revivir también a ella lo ocurrido, y la crisis de nervios que le provocó no era fingida.
Sacramento preparó una infusión para calmar a su madre y entre los tres consiguieron convencerla para que se acostase cuando al cabo de un buen rato consiguieron tranquilizarla.
Al día siguiente en Recondo, todo el mundo daba por cierta la versión que había traído el hijo de la Cristina, aunque nadie sabía dar explicación a su extraña desaparición ni tampoco identificar a sus captores. El hecho es que a partir de ese momento nadie más volvió a dar noticias de su paradero ni se supo nada de lo que hubiera podido ocurrir desde el día de su desaparición.

FIN DEL CAPÍTULO XIII
El próximo capítulo se publicará el sábado día 23 de enero.
¡NO TE LO PUEDES PERDER!

LOS VELOS DE LA MEMORIA. CAPÍTULO XIV


XIV

Año y medio después... cuando no se celebraron las fiestas patronales en Recondo.

Dicen que a todo llegas a acostumbrarte. Y eso es lo que debió pasar en Recondo. Lo que podía llamarse normalidad reinaba en el pueblo que parecía haber aceptado la nueva situación. Las autoridades locales habían logrado hacerse con el control del orden público y los miembros más exaltados del Comité Político Revolucionario habían sido reclamados desde la capital para colaborar en la defensa de la República, incorporándose al ejército, que estaba falto de mandos cualificados y con la experiencia que ellos habían demostrado suficientemente en su actuación en el pueblo.
Aunque el suministro de productos de primera necesidad había empezado a resentirse, en casi todas las casas de Recondo se disponía de lo más imprescindible para la subsistencia y de una forma o de otra todos conseguían lo necesario, aunque muchos de los productos estaban racionados.
Habían llegado al pueblo muchas personas de otros lugares, y pasados los primeros meses de pesadilla, cada cual iba procurando pasar desapercibido y hacer su vida sin que nadie se metiese con ellos.
Las mujeres jóvenes tenían que colaborar con el "Auxilio Rojo" en los trabajos que organizaba el Ayuntamiento para preparar ropas y uniformes para los soldados y vendas y sábanas para los hospitales. También Sacramento tuvo que colaborar en estos talleres con lo que tenía que salir todos los días de su casa, y así estar al tanto de todo lo que ocurría en el pueblo.
-Madre, ayer se casó la Herminia, la hija del tío Valentín, con un militar que llegó herido, hace unos meses, al hospital de campaña; y dicen que también se va a casar la Esperanza, la "abubilla", con un escribiente nuevo que hay en el ayuntamiento...
- Esos no son matrimonios ni nada... las que no se casan por la iglesia son unas putas...
-Por Dios, madre, no seas así... ¿qué van a hacer ellas, si ya no hay curas...?
El carácter de doña Margara se estaba agriando cada vez más. Sacramento estaba deseando que volviese su hermana. Sabían que estaba bien y que posiblemente lo pudiesen arreglar para que volviese el mes próximo en un coche que tenía que llevar a unos mandos militares hasta Alicante. Su marido también estaba bien y había logrado que le destinasen a intendencia. Hacía dos meses, había venido una semana de permiso a Recondo, lo que le había animado un poco la vida de soledad que tenía que vivir junto a su madre en "el Solar".
Por otro lado, la evolución de la guerra no se estaba ajustando a lo que habían previsto las autoridades republicanas. Los sublevados estaban recibiendo muchas ayudas de los gobiernos de Alemania e Italia, y lo que pensaban que podía durar sólo unos meses había llegado ya a los dos años. Por eso, era necesario conseguir urgentemente dinero para hacer frente a la compra del material bélico imprescindible para continuar la contienda.
Las autoridades de Recondo, como las del resto de los pueblos bajo el mando republicano habían recibido la orden de conseguir todo el oro que estuviese en poder de los particulares. No consistía en requisarlo, sino en "comprarlo".
Todo el que tuviese monedas de oro recibiría a cambio billetes de curso legal; pero el canje era obligatorio y cualquier desacato sería considerado como una traición a la patria.
Cuando aquella mañana llamaron a la puerta del "Solar" los representantes del Ayuntamiento encargados de recoger las monedas de oro, doña Margara casi les estaba esperando y tenía muy clara la postura que iba a adoptar.
- Si queréis nos podéis llevar a mí y a mi hija, si queréis nos podéis matar a las dos, pero de ninguna de las maneras vais a conseguir que yo os entregue nada de valor de lo que hay en mi casa...
Eran don Eulogio, el secretario del Ayuntamiento, Juan José Jiménez, uno de los concejales, Julián el alguacil y dos señores vestidos de negro a los que no conocían y que se nominaron como representantes de los ministerios de la Guerra y del Tesoro. Cada uno portaba una gran cartera de cuero.
- Doña Margara, todos conocemos su situación y todos lamentamos todo lo que le ha ocurrido a usted y a su familia, pero debe entender que con estas medidas solo pretendemos conseguir la financiación que necesita la nación para defenderse de las agresiones que está padeciendo.
- Don Eulogio, usted haga lo que tenga que hacer, pero de mí no van a conseguir nada...
-Por favor, señora, no haga más difícil nuestro cometido. Nosotros somos unos mandados y no tenemos más remedio que cumplir con lo que nos han ordenado...
- A usted no le conozco, porque no es de aquí. Posiblemente no sepa lo que me ha ocurrido. Han matado a mi marido, han matado a mi hijo, ¿qué más me pueden hacer? Si quieren me pueden matar ahora mismo, pero no les daré nada que pueda servir para mantener a los criminales que han sido los causantes de todo esto...
- Ya está bien, señora. No, no vamos a matarla a usted, pero nos vamos a llevar detenida a su hija... Es lo que dice la ley... si no quieren colaborar están cometiendo un delito de traición... Así que, señor alguacil, proceda... ponga los grilletes a la señora joven y vamos a la cárcel.... cuando cambie de opinión puede presentarse en el ayuntamiento con todas las joyas y el oro que tenga y entonces estudiaremos si soltamos a su hija...
- Por Dios, madre... no lo permita... ¿Qué va a ser de mí? Y qué va a ser de usted, quedándose sola en esta casa... entregue lo que piden... no merece la pena...
- Doña Margara, haga caso a lo que dice su hija... Nosotros, desde el ayuntamiento no podemos hacer nada... son órdenes de la capital y si no colaboran se van a llevar detenida a su hija... sea sensata....
Doña Margara permanecía de pie, como una estatua de piedra. Su cara parecía más blanca en contraste con sus ropas negras y el velo negro que cubría su pelo también blanco. No lloraba y nada hacía pensar que pudiese cambiar su decisión. En cambio Sacramento no había parado de llorar desde que llegaron los hombres. Ahora, se había arrodillado ante su madre. Abrazándose a sus piernas y entre sollozos la suplicó:
- Madre... por Dios...
- Basta de contemplaciones... Alguacil, cumpla con su obligación...
- ¡No, esperen!
Sacramento se levantó, miró fijamente a la cara de su madre que la mantuvo impertérrita la mirada, se dirigió al Secretario y mientras se limpiaba sus lágrimas con el dorso de la mano, dijo:
- Don Eulogio, diga que esperen... yo les entregaré lo que quieren....
A doña Margara no pareció sorprender la decisión de su hija. Sacramento entró en el dormitorio de su madre y en unos segundos apareció con un cofre de cuero en las manos.
- Esto es todo lo que tenemos...
Uno de los hombres vestidos de negro, al que habían presentado como representante del Ministerio del Tesoro, se hizo cargo del cofre.
Lo depositó sobre la mesa y cuando abrió la tapa no pudo disimular el asombro al ver la gran cantidad de monedas de oro que había dentro. Las fue sacando parsimoniosamente, separándolas por tamaños y colocándolas en montoncitos de diez unidades. Cuando terminó, sacó de la cartera un bloc tamaño folio, una pluma y un tintero y empezó a extender un recibo...
- ¿A qué nombre?
- Doña María de la Amargura Pastrana de las Olivas, natural de Recondo y viuda de de don Nicomedes Gómez Carretero...
Sin cambiar ni un solo músculo de su cara y sin soltar ni una lágrima le dio todos estos datos a su interlocutor, sin que nadie de los presentes se atreviese a decir nada.
- Son ciento sesenta y dos mil cuatrocientas veinte pesetas... en monedas de oro, que en este acto entrega doña María de la Amargura Pastrana de las Olivar, natural y vecina de Recondo, ¿Calle?
- Ponga en El Solar...
El funcionario miró al Secretario que asintió con la cabeza.
- ... y a cambio se le entrega la misma cantidad en billetes de curso legal emitidos por la República de España... En Recondo, siendo las catorce horas del día dieciséis del mes de agosto del año de mil novecientos treinta y ocho... Firmo como representante del Ministerio del Tesoro, firman como testigos el representante del Ministerio de la Guerra y el Secretario del Ayuntamiento... firmando la interesada el "conforme"...
-Yo no firmaré nunca ese documento...
- ... negándose la interesada a firmar el documento y firmando en su nombre don Juan José Jiménez, concejal del ayuntamiento de Recondo...
Cuando cerraron la puerta de la calle, Sacramento se abrazó a su madre...
-Perdóneme, madre, perdóneme... me moría de miedo de que me pudiesen llevar detenida... Yo sé lo que el oro representaba para usted... perdóneme...
- Deja de llorar de una vez... yo sabía que no ibas a ser capaz de resistir... No te preocupes... todo estaba previsto...
- ¿Qué quiere decir?
- Pues que todo lo había previsto yo... ¿Cuánto dinero se han llevado?
- Ciento y no sé cuantas mil pesetas....
- ¿Y cuanto había antes en el cofre?
- ¡Más de trescientas mil...!
- Yo puse el resto a buen recaudo... pero no quise decirte nada porque no hubieses sido capaz de guardar el secreto... Ahora ya nos dejarán en paz... Y ahora vamos a rezar un Rosario a la Virgen y a San roque, para darles gracias por habernos ayudado, que hoy era el día del Patrón.

FIN DEL CAPÍTULO XIV.
El próximo capítulo se publicará el sábado día 30 de enero.
...Y YA SABES... ¡NO TE LO PUEDES PERDER!



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LOS VELOS DE LA MEMORIA. CAPÍTULO XV.

XV


Cuando floreció la primavera del 39.

Todas las noticias coincidían. Los milicianos del ejército republicano estaban desertando y la mayoría se dirigía a las fronteras para abandonar España. También los soldados que volvían a casa para disfrutar unos días de permiso, en vez de incorporarse al ejército se quedaban en Recondo a la espera de que la guerra terminase. Uno de ellos era José, el marido de Sacramento. Hacía ya una semana que se debía haber incorporado a su batallón, pero alegando una inexistente enfermedad estaba retrasando la vuelta. Era muy importante el quedarse en el pueblo donde eran conocidos para evitar ser hechos prisioneros por el ejército nacional y tener que pasar por los campos de concentración donde los soldados eran recluidos hasta que se determinaba el grado de implicación de cada uno con las fuerzas republicanas.
Las autoridades locales, en pleno, habían presentado su dimisión y los representantes de los partidos políticos, en un intento de controlar la situación, habían constituido lo que ellos llamaron la Junta de Resistencia Local como última medida para oponerse al avance de las tropas leales al General Franco que avanzaba inexorablemente hacia la capital.
Por otra parte, todos los que se habían mantenido en contra de la República, se estaban organizando para hacerse de nuevo con el poder, en el momento que las tropas del ejército victorioso entrasen en Recondo. Ya sin ocultarse, se habían organizado para impedir que los miembros de los Comités Políticos, intentasen tomar represalias o utilizarles como escudos humanos para impedir el avance del ejército.
Las últimas semanas, el Solar se había convertido en el cuartel general de la oposición a la República y doña Margara había maniobrado hasta ser la ideóloga y principal instigadora de las acciones que se deberían llevar a cabo para conseguir la instauración del orden establecido en Recondo después de los tres años de anarquía que se habían vivido. Nadie discutía que era ella la más perjudicada por los republicanos y se había convertido en imagen de todas las víctimas de la guerra. Esta consideración la había conseguido no solo por haber perdido a su marido y a su hijo, por haber estado separada de su hija pequeña durante más de dos años, por haber padecido un bombardeo en su casa y por haber sido expoliada de todas sus joyas y dinero, sino, sobre todo, por su entereza y su valor al haber sido capaz de enfrentarse a las autoridades, impidiendo que nadie entrase en su casa y por haberse mostrado siempre serena ante la adversidad, sin derramar ni una sola lágrima.
- Ahora nos llega el turno a nosotros. Nadie debe quedar sin castigo. En el momento que lleguen a Recondo las fuerza armadas, hay que evitar que nadie escape del pueblo. Hay que detener a todos los que durante estos tres años se hayan aprovechado de la situación para hacernos daño. Haced correr el aviso de que yo personalmente recompensaré generosamente al que me de noticias de lo que le pasó a mi marido y a mi hijo, a los que me indiquen dónde están sus cuerpos y denuncien a sus asesinos.
El "Solar" había recobrado parte de su actividad de antes de la guerra. Con la vuelta de José ya estaban todos. Petronila había llegado a primeros de enero después de pasar más de dos años con sus primos de Alicante. Allí había estado relativamente tranquila y doña Margara se alegraba de que no hubiese tenido que vivir los terribles acontecimientos que había sufrido la familia. Su llegada había sido un motivo de tranquilidad y alegría para su madre, que a partir de ese momento se mostraba un poco más animada. Tanto que, con la ayuda de sus dos hijas, empezó a confeccionar una gran bandera rojo y gualda para con ella dar la bienvenida a los libertadores que no tardarían en llegar a Recondo.
La esperada llegada de las tropas libertadoras se produjo el día 29 de marzo a la caída de la tarde. El Coronel del Ejército Nacional don Vicente Teixidor en representación del Excmo. Sr. General Jefe del Cuerpo del Ejército, después de formar la tropa en la plaza mayor, saludó a las antiguas autoridades, que habían sido destituidas cuando se inició la guerra y que se habían reunido en la puerta del Ayuntamiento; a las que nombró Comisión Gestora en tanto llegasen los oportunos nombramientos por parte de las nuevas autoridades políticas de la Nación. Allí en la plaza estaban presentes todos los que habían tenido que sufrir durante casi tres años el escarnio de unos pocos, que ahora tendrían que ser castigados por su crímenes. En el balcón del ayuntamiento ondeaba majestuosa la gran bandera que habían confeccionado con sus propias manos doña Margara y sus dos hijas, posiblemente las que más habían padecido las consecuencias de esta guerra injusta y cruel en la que habían luchado hermanos contra hermanos y que ahora terminaba con la victoria total e indiscutible del invicto caudillo Francisco Franco.
Uno de los primeros cometidos de esta Junta Gestora, a requerimiento del Ministerio de la Gobernación, fue redactar un detallado informe de los actos delictivos cometidos durante el período de la guerra civil.
En este informe se recogía que la Iglesia Parroquial, todas las Ermitas, y el Convento de las Monjas clarisas fueron asaltadas en los primeros días de la guerra, quedando todas ellas en un lamentable estado.
Asimismo se detallaba de que durante este tiempo habían saqueados y asaltados 38 domicilios particulares y que 77 personas que habían sido maltratadas, perseguidas, encarceladas y desaparecidas durante este período, indicándose que habían sido asesinadas 8 personas. Las que figuraban como desaparecidas en una primera relación, como era el caso de don Nicomedes y don Atenodoro, se comprobó después que habían sido asesinadas y en la lista de asesinatos se incluyó también a Nicolás Gómez Pastrana, aunque nunca se llego a descubrir su cadáver.
Se confeccionó un relación nominal de las 32 personas que habían formado parte de las distintas corporaciones municipales, de los 11 miembros que formaron parte del Comité del Frente Popular, de los 6 miembros de la Brigada de Información y de los 10 miembros directivos de la UGT y del partido comunista, acusándoles de ser las personas que habían cometido estos delitos o de haber sido sus inductores, hasta un total de 64 personas, pormenorizando los hechos en que habían intervenido durante esos años.
Pero había llegado también el tiempo de hacer pagar todas sus fechorías a los desalmados que tanto daño habían hecho en Recondo. Se habilitaron los antiguos salones del baile de la Sociedad de Propietarios para recluir a las mujeres de los que más se habían significado a favor de la República. Hasta allí se iban acercando todos los que tenían alguna reclamación que hacer por el comportamiento de las detenidas. A todas ellas les rapó el pelo y durante las siguientes semanas tuvieron que fregar los suelos de todas las iglesias de Recondo. Las que intentaban resistirse eran purgadas con aceite de ricino y les hacían rezar el rosario todas las tardes.
Felipe, el Regalao, Isidoro, "Pelopincho", Julián, el Negro y Joaquín, el Mangas, Fermín, "Zapatones" y don Gregorio, el maestro, fueron inmediatamente detenidos y encarcelados. Los cuatro primeros, acusados de ser los autores materiales de la mayoría de los asesinatos y responsables de las desapariciones, fueron trasladados a la cárcel de la capital, fuertemente custodiados. Fermín y don Gregorio estuvieron retenidos en el pueblo hasta que también les llevaron a la capital en espera de ser sometidos a juicio, junto con el resto de los cerca de setenta imputados que las nuevas autoridades habían incluido en sus informes.
Poco a poco fueron regresando todos los que habían tenido que huir del pueblo durante la contienda, así como las monjas, los curas y los frailes que eran recibidos con júbilo en Recondo que parecía despertar de una larga pesadilla. Aparentemente todo iba volviendo a la normalidad aunque ya nada volvería a ser igual. Había demasiado odio, demasiada amargura, demasiado dolor y demasiados recuerdos. Y había, sobre todo, un deseo incontrolado de venganza, que la mayoría de las veces se escondía detrás de la justa petición de justicia, por parte de las víctimas.
Aquella noche dijo doña Margara a sus hijas:
- Dios nos ha escuchado, ya ha terminado el tiempo de la amargura, ahora llega el tiempo de la venganza.


FIN DEL CAPÍTULO XV.
El próximo capítulo se publicará el sábado día 6 de febrero.
¡YO QUE TÚ, NO ME LO PERDERÍA...!

LOS VELOS DE LA MEMORIA. CAPÍTULO XVI



XVI


Y los soles del agosto vieron la venganza de doña Margara.

La oferta de de recompensa por parte de doña Margara habían dado el resultado apetecido. Unos días después de llegar las tropas nacionales a Recondo, llegó al Solar, Agustín el Medio. Le llamaban así porque era mellizo con su hermano Remigio, que había salido mucho más espabilado que él, por lo que en el pueblo todos decían que él se había quedado a "medio" hacer.
- Vengo a ver a la Señora.
- ¿Qué quiere, tío Agustín?
- Se lo tengo que decir personalmente a doña Margara. Es muy importante… Yo sé quiénes mataron a su marido y dónde está enterrado…
Confirmó lo que ya casi todos sabían y dio datos exactos de donde le habían enterrado, junto con don Atenodoro.
-De acuerdo, te daré la recompensa, pero tienes que declarar delante del juez todo lo que acabas de contarme. Sobre todo los nombres de los cuatro, y cómo fuiste testigo de todo lo que ocurrió… sobre todo lo del camión…
Al día siguiente eran descubiertos los cuerpos de los dos hombres asesinados, y después de oficiar un solemne funeral en sufragio de sus almas, recibieron cristina sepultura en los panteones familiares.
Ese mismo día, doña Margara acudió personalmente al juzgado para presentar una demanda por asesinato a nombre de Felipe Jiménez López, Isidoro Martínez Romero, Julián Buitrago Esteban y Joaquín Recio Moreno, por ser los autores de la muerte de su esposo don Nicomedes Gómez Carretero. Haciendo constar que los cuatro acusados se encontraban detenidos en una cárcel de la capital, acusados también de otros muchos delitos.
Cuando salía del juzgado sintió una grata sensación. Era como si su alma se inundase de una paz que no había tenido en los últimos años. Ya solo quedaba conocer la fecha de la ejecución de los asesinos, entonces podría descansar en paz. Entonces podría saborear el sabor de la venganza y posiblemente entonces, podría olvidarse de la amargura que le estaba corroyendo el alma.
Unos días después en todo el pueblo se comentaba la generosidad de doña Margara que había pagado al Agustín dos mil pesetas por la información sobre la muerte de su marido. Pero pasaba el tiempo y nadie daba noticia alguna sobre la desaparición de Nicolás. Incluso doña Margara había dicho públicamente que no tenía ninguna esperanza de que nadie supiese realmente lo que había pasado.
- Si antes de terminar la guerra nadie se fue de la lengua, ahora es más difícil que los que lo hicieron vayan a delatarse, porque no hay duda que nadie vio lo que pasó, porque si no, ya habrían venido a contármelo para recibir la recompensa…
Pero se equivocaba. Era ya caída la tarde. Llegó a la puerta y golpeó tímidamente el llamador.
- ¿Doña Margara?
- Es ya tarde, ¿qué quiere usted?
- Vengo a darle noticia de quiénes fueron los que mataron a su hijo.
Era un hombre pequeño y encorvado, que aparentaba más de cincuenta años. Tomasa, la criada que había vuelto a servir al Solar cuando terminó la guerra, no le conocía, pero le hizo pasar al zaguán.
Doña Margara se sobresaltó. Tampoco conocía al recién llegado.
-¿Qué sabe usted?
- Yo soy del pueblo de al lado. Una noche, cuando volvía del campo camino de mi casa, pasaba por esta calle y vi cómo unos encapuchados, eran tres o cuatro, llamaban a la puerta y después salieron con su hijo. Yo me escondí para que no me vieran y después les seguí a una cierta distancia… Estaba muy oscuro y era difícil reconocerlos… Además hablaban en voz baja… No sé, me pareció oír que uno llamaba al otro Serafín… o algo por el estilo…
-¿No sería Fermín?
- Sí, eso es… Fermín… y a otro le llamaban de usted…
- ¿Dijeron algo de que fuese maestro...?
- No sé… ya le digo que estaba todo muy oscuro y que hablaban en voz baja….
- ¡Era don Gregorio el maestro, sin duda…!
- Puede ser, doña Margara, puede ser… posiblemente la llamaron don Gregorio… es posible…
-¿Y qué pasó después?
-Llegó un camión, le montaron detrás y partió por la carretera de la capital… Yo me quedé esperando hasta que desapareció por el recodo de la calle y seguí el camino de mi pueblo… Como usted comprenderá no me atrevía a decir nada hasta ahora… Como dicen que usted es muy generosa y compensa a los que le den información sobre lo que pasó aquel día…
- ¿Y estaría dispuesto a presentarse en el juzgado como testigo cuando yo ponga la denuncia?
- Lo que usted mande doña Margara, lo que usted mande…
Aquella noche, doña Margara y sus hijas repasaron cuidadosamente los datos que debían aportar en el Juzgado para presentar una denuncia por detención ilegal, secuestro y asesinato de su hijo Nicolás Gómez Pastrana, contra Fermín García de la Cruz, ex-alcalde de Recondo, contra don Gregorio Gutiérrez García, maestro nacional, contra don Eulogio Fernández, que fue secretario del Ayuntamiento y contra Juan José Jiménez, concejal del Ayuntamiento. Aunque el hombrecillo que había llegado esa tarde no había dicho nada de los dos últimos, ella dijo que estaba segura de su participación en la muerte de su hijo. Eran dos de los que también tendrían que pagar por sus crímenes durante los últimos años, además de ser los responsables más directos del expolio que le hicieron de sus monedas de oro. Además estaba segura que aquel hombre no ponía ningún reparo a firmar lo que ella le dijese a cambio de la generosa recompensa que le había prometido.
Fue el día de la Fiesta del Santo Patrón, que aquel año se celebró con toda solemnidad. Y al día siguiente llegó la noticia a Recondo. Habían sido ejecutadas las sentencias contra todos los que habían participado en las muertes de don Nicomedes y de su hijo Nicolás. Doña Margara prometió que llevaría un hábito de la Virgen de la Amargura durante dos años, en agradecimiento por su mediación para que se hubiese hecho justicia.
Aquella noche no pudo dormir; cuando llegaron las primeras luces del alba y sonó el canto del primer gallo madrugador, ella también, como en aquella otra mañana de hacía tres años le había ocurrido al novio de la Juanita, podía descansar tranquila porque se había hecho justicia y degustó con fruición el sabor de la venganza… el dulce sabor de la venganza.

FIL DEL CAPÍTULO XVI.
El siguiente capítulo: el 13 de febrero.
¡VA A SER MUY INTERESANTE!

LOS VELOS DE LA MEMORIA. CAPÍTULO XVII


XVII

En la primavera, un año después.

José fue el primero en advertirlo. Nadie había reclamado las tierras que había vendido don Nicomedes. Lo comentó con su mujer y con doña Margara, y pensaron que era mejor no decir nada y esperar acontecimientos. Las mandó sembrar después de haber estado tres años eriales y los nuevos dueños seguían sin dar señales de vida. Doña Margara pidió certificaciones del Registro de la Propiedad y todas las tierras seguían estando al nombre de su marido.
Las primeras noticias sobre el asunto llegaron de forma imprevista, no tanto por no ser esperada, sino por su portador. Romualdo, el joven Romualdo que fue compañero de Nicolás, y a quien doña Margara y su esposo habían pagado los estudios en la capital volvía al pueblo después de muchos años; y lo hacía convertido en un prestigioso abogado. Durante la guerra había luchado con las fuerzas nacionales y ahora formaba parte de un conocido bufete de abogados de la capital que administraba las haciendas de importantes grupos de inversores.
Cuando llegó al Solar nadie le reconoció al principio. Sólo cuando habló, a doña Margara pareció encendérsele la luz de sus ojos. Más delgado de lo que se podría predecir cuando era joven, con el pelo muy corto, un fino bigote e impecablemente vestido con un traje marrón y un sombrero de fieltro del mismo color que mantenía en las manos como si quisiera ampararse detrás de él, porque allí, en el Solar, él era todavía el "chico para todo" que no dejaba de agradecer a la señora el que le hubiese dado la oportunidad de conseguir una posición que sin su ayuda no habría alcanzado en la vida.
Doña Margara que había logrado desterrar de su cabeza el antiguo desliz amoroso, ya solo veía en Romualdo al joven amigo de su hijo, que al faltar éste, se podía convertir en la figura del hombre que ella iba a necesitar, a quien confiar los asuntos importantes que no podría tratar con sus hijas, ni con José, el marido de Sacra, a quien no consideraba con criterio para ser su asesor en los asuntos importantes de la casa.
- Ven a mis brazos, hijo mío. ¡Cuánto me he acordado de ti en estos años!
El joven la abrazó con verdadero cariño y sincero agradecimiento. Comentó que estaba al tanto por sus padres de todo lo que había ocurrido durante la guerra, y que le traía un asunto importante que tenía que tratar a solas con doña Margara.
Sacramento y su hermana, después de traer un servicio con una cafetera, la jarrita de leche y unas pastas hechas en la casa, salieron de la sala, dejando sola a su madre con el joven abogado.
- Tú dirás, querido Romualdo… ¡Cuánto me alegro de verte!… Apenas si ya te conocía, pareces un señor importante… Quiero decir que ya eres un señor importante y que además lo pareces… Cuando te veo no puedo evitar acordarme de mi pobre Nicolás…
- Disculpe, doña Margara que haya querido quedarme a solas con usted, pero es que el asunto es muy delicado… Me explicaré.
Tomó un sorbo del café con leche que ella le había servido en una taza.
-Como ya les he comentado trabajo en un bufete de abogados, del que ahora es mejor que no conozca el nombre. Unos clientes importantes nos plantearon un problema que tienen. Parece ser, que unos meses antes de comenzar la guerra firmaron con don Nicomedes, q.e.p.d., unas escrituras de compraventa de un importante lote de fincas de su propiedad, por las que le pagaron una importante cantidad en monedas de oro… Eso es lo que ellos aseguran… No, por favor… usted no diga nada… Según ellos, como decía, esas escrituras fueron firmadas ante un notario de la Capital, que murió a los pocos días de comenzar la contienda, y con él desaparecieron todos los protocolos en un incendio que se produjo en su notaría… Están buscando al oficial de la notaría o algún empleado que pueda corroborar su versión, pero el hecho es que no se realizó ninguna gestión ante el Registro de la Propiedad y todas las tierras continúan todavía a su nombre… Aquí le traigo copias de unos certificados que así lo muestran…
Dio un pequeño bocado al bollito de aceite que le recordaba los viejos tiempos cuando merendaba todos los días con su amigo Nicolás... y continuó:
- Este asunto no me lo han asignado a mí; pero al ver el nombre de su esposo, quise enterarme de lo que pasaba… y por eso he venido a verla.
Doña Margara le miraba sin dar crédito a lo que estaba oyendo y creyó captar rápidamente lo que se podía hacer. El joven continuó.
- Usted no debe decirme nada. No sé si será verdad lo que ellos dicen, ni siquiera si usted lo sabe… Pero al no existir ningún documento de la presunta compraventa, les va a ser muy difícil poder demostrarlo… y menos si se tienen que enfrentar a una pobre viuda y madre de dos caídos que murieron por Dios y por la Patria por no quererse unir a las fuerzas republicanas… Yo no he venido por aquí para hablar con usted, tan solo he pasado a saludarla para darle el pésame por la muerte de su esposo y de su hijo, como agradecimiento de todo lo que hicieron por mí… Usted, doña Margara sabrá lo que tiene que hacer…
Cuando él se marchó y la familia se quedó sola en el Solar, doña Margara llamó a sus hijas y a su yerno, les hizo sentarse en alrededor de la mesa camilla, dijo a José que cerrase la puerta y les puso al corriente de lo que le había contado Romualdo. Mirando fijamente a los ojos de cada uno, dijo:
- Ahora me tenéis que decir la verdad. ¿Habéis contado a alguien lo de la venta de las fincas? Es muy importante que me digáis si alguien lo sabe, para poder tomar una decisión…
- Yo no se lo he dicho a nadie, pero padre vendió las fincas… y cobramos el dinero… Yo creo…
- Tú, Petronila, no tienes que creer nada… Sólo decirme si se lo has dicho a alguien…
- No, madre… yo no se lo he dicho a nadie…
- ¿Y tú, Sacramento?
- No, madre, yo tampoco lo he comentado con nadie…Si quiere se lo juro…
- No hace falta que lo jures… ¿y tú José?
- Bueno, yo… se lo conté a mis padres… pero seguro que ellos no lo han comentado con nadie… Yo se lo dije en secreto…
- Me lo temía… Bueno, José, tú veras cómo te las arreglas pero tienes que conseguir que ellos no lo cuenten de ninguna de las maneras… Si es que no lo han contado ya… Vete ahora mismo a hablar con ellos… Que te digan si lo han contado o no… Es mejor que ahora sean sinceros a que nos mientan… Si lo han contado, ¡qué le vamos a hacer! Pero debemos estar seguros de cuál es la situación para poder obrar en consecuencia…
Los padres de José no se lo habían dicho a nadie, o eso al menor lo juraron a su hijo. El secreto no había salido de la familia y era el momento de montar la estrategia para salvar las fincas.
Pero eso lo tenía que pensar ella con más tranquilidad. Cuando se marchaban a dormir esa noche, doña Margara les confesó:
- Yo sabía que Dios no podía abandonarnos, y algo de todo esto tenía que salir bien. El hábito que ofrecí a la Virgen de la Amargura es el que ha obrado el milagro… Mañana voy a empezar una novena de acción de gracias…

FIN DEL CAPÍTULO XVII
El siguiente para el 20 de febrero.
¡PROMETE SER INTERESANTE!

LOS VELOS DE LA MEMORIA. CAPÍTULO XVIII


XVIII


Pasado el verano, llegó el otoño siguiente.

Poco a poco se iban reparando los destrozos ocasionados por la bomba y el Solar iba recuperando el aspecto de sus épocas de esplendor. El patio había sido limpiado, sus paredes enfoscadas y su piso vuelto a empedrar. Doña Margara dio órdenes para que todos los escombros que saliesen en la casa se fuesen echando en la cueva hasta cerrar por completo su entrada. Petronila y José insistieron en que era una lástima que una cueva tan hermosa y tan bien conservada quedase totalmente inutilizada, pero ella se mostró inflexible aduciendo motivos económicos, porque según decía, eran tiempos de penuria y no se podía despilfarrar la hacienda. Mandó tapiar la entrada y después de pintado el patio no quedó ningún vestigio de su existencia.
En Recondo la vida iba adquiriendo su normalidad. Había llegado un nuevo párroco que organizó una misión, que él llamó evangelizadora, para recuperar las viejas tradiciones religiosas y delimitar claramente cuáles eran las costumbres que debían imperar en un pueblo de tan recia raigambre religiosa. Puso en funcionamiento la organización de las "Hijas de María" a la que debían pertenecer todas jóvenes de las buenas familias del pueblo, y la "Acción Católica" a la que todos los jóvenes debía inscribirse como aspirantes. En su propia casa organizó diversos talleres para que las jóvenes, además de formarse moralmente, fuesen adquiriendo nuevos conocimientos, y también organizó dos equipos de fútbol. Uno juvenil y otro para mayores, que podrían competir en liguillas que se estaban preparando con los curas de los pueblos de la comarca.
También empezó a funcionar la Organización Juvenil Española que dependía de Falange Española y de las JONS y que hacía la competencia al párroco. En esta organización se fomentaban los valores patrióticos, que aunque no estaban enfrentados a los propuestos por la religión, primaban más el valor y el arrojo de sus miembros, y no ponían reparos cuando alguno de sus "flechas" o "cadetes" consideraban que era necesario hacer entrar en razón a sus adversarios empleando medios más expeditivos, sobre todo si se trataba de los que se atrevían a no aceptar incondicionalmente los postulados del glorioso alzamiento nacional.
A veces los jóvenes de las dos organizaciones se unían haciendo causa común, cuando las circunstancias y la defensa de las buenas costumbres así lo aconsejaban. Fue idea de don Pablo, el nuevo párroco. Los domingos, a las once de la mañana se hacía una misa para los niños y los más jóvenes. A la entrada de la iglesia se les entregaban unas estampas, normalmente de santos, aunque también había de la Virgen María y del Sagrado Corazón de Jesús, debidamente selladas con la fecha del domingo al que correspondían, con las que los niños podían justificar que habían asistido a los oficios dominicales. Esta justificación era requerida habitualmente por padres y maestros y la carencia de la estampa-salvoconducto podía acarrear severos castigos. No obstante, parecía que este control no era suficiente y así se organizaron unas patrullas de vigilancia que durante el tiempo de la misa recorrían el pueblo para detectar a los que no cumplían con el deber de asistir a la misa dominical como mandaba la Santa Madre Iglesia. Cuando el infractor era descubierto, se le obligaba a ir a la iglesia, después de un buen tirón de orejas, además de efectuar la oportuna identificación para su posterior comunicación a las autoridades eclesiásticas y docentes, que se encargaban de poner en conocimiento de los padres de los infractores el terrible peligro que suponía dejar las prácticas piadosas, lo que en la mayoría de los casos llevaría a una vida licenciosa y de incalculables peligros para tan tiernos infantes.
Como se ve, la influencia de la Iglesia durante este período fue adquiriendo un notable incremento y algunos de sus mandatos fueron asumidos por las autoridades civiles porque así convenían a los objetivos de la Patria; como era el caso de la procreación. La Iglesia predicaba que había que aceptar todos los hijos que Dios te mandaba y la Patria necesitaba un aumento de la demografía para que aumentase la mano de obra tan necesaria para revitalizar la economía deprimida por la guerra.
Y en este cometido no podían colaborar Sacra y José que ya habían asumido que no podrían ser padres. Llegaron a ir a la consulta de un médico de la capital que después de hacerles algunas pruebas dijo que los designios de Dios eran insondables y que, por lo tanto, no se podía asegurar nada, que en cualquier momento podría surgir el milagro y a lo mejor llegaba el niño tan deseado, pero que la ciencia nada podía hacer para ayudar a la naturaleza.
Esta circunstancia suponía un grave contratiempo en los planes de doña Margara. Todo su trabajo, todo su esfuerzo por consolidar su patrimonio y sobre todo por mantener el Solar, no tenía demasiado sentido si no era para que un día lo heredase alguien de su sangre. Por lo que se veía, su hija mayor no podría darle el heredero y la pequeña no tenía ningún pretendiente. Al menos, que ella supiese.
Y se equivocaba, porque aunque ella aún no lo sabía, Petronila había empezado a ilusionarse con un inesperado pretendiente. Se llamaba Julio. Julio Esteban Galindo. Era unos años menor que ella y había llegado a Recondo, a poco de terminar la guerra, como oficial de la oficina de Correos. Había nacido en Cuacos, un pequeño pueblecito de la provincia de Cáceres, donde había dejado una novia con la que pensaba casarse cuando lograse labrarse un porvenir. Y posiblemente no tardaría mucho porque era despierto y trabajador y ya había logrado que le nombrasen oficial de segunda en plaza de tercera, como era Recondo. Cuando pasasen dos años más, tendría los puntos necesarios para acceder a una plaza de segunda y se podría casar.
Pronto se dio cuenta que este pueblo acogía muy bien a los forasteros y como no era mal parecido, simpático y con un cierto gracejo que le proporcionaba su acento extremeño, comprobó cómo las mozas del pueblo en edad de merecer le habían puesto en uno de los primeros lugares de los jóvenes casaderos de Recondo. Él, por su parte, como por su trabajo, tenía acceso a una información privilegiada, hizo una prospección detallada de las jóvenes solteras del pueblo, en la que fue valorando los diversos atractivos que cada una tenía, otorgando una ponderación especial a la situación económica de sus familias, aunque no descartó, por supuesto, el atractivo físico ni su carácter.
Y en esa ponderada selección quedó en cabeza Petronila, la hija menor de doña Margara, en la que había primado su carácter afable, su moral intachable, su recato y, sobre todo, la desahogada situación patrimonial de su familia, de la que ella terminaría siendo la única heredera, ya que su hermano había muerto y su hermana no tenía descendencia.
Hecha la selección y tomada la decisión, escribió una sentida carta a su antigua novia que le seguía esperando en Cuacos, en la que le decía que no podía ser egoísta pidiéndole que le siguiese guardando la ausencia durante tantos años, y que por tanto le daba libertad para comprometerse con otro joven. Ahora sólo le quedaba montar su estrategia para convencer a Petronila, en lo que no veía, a priori, demasiadas dificultades.
Petronila, a sus casi treinta y dos años se había planteado seriamente aceptar como definitiva su condición de solterona. Tenía un cuerpo bien formado, algo delgada para el gusto de la época y algo más alta que la media, de facciones duras y andar poco armonioso, tenía un gran parecido con su hermano difunto, pero lo que en él era atractivo varonil, en ella resultaba poco femenino.
Aunque tenía un carácter jovial y era agradable en su trato y los que la conocían resaltaban su buen humor, no había tenido ningún pretendiente que se hubiese interesado por ella misma, y los pocos que se habían acercado a ella lo habían hecho, sin demasiado disimulo, por su "atractivo" económico.
Cuando se dirigió a ella el oficial de Correos, lo primero que pensó fue que era uno de éstos últimos, pero su gracejo y su simpatía supieron persuadirla de que sus motivaciones eran puramente personales y fundadas exclusivamente en sus indudables valores. Y se enamoró como una colegiala. Aunque ella, realmente, nunca se había enamorado cuando iba al colegio y tan solo llegó a ilusionarse con uno de sus primos de Alicante, aunque él nunca llegó a enterarse.
Julio había cumplido los veintinueve. Sirvió en el ejército nacional, participando en la batalla del Jarama y después en la del Ebro. Cuando terminó la guerra hizo dos años de servicio militar en Sidi-Ifni y gracias a la recomendación de su Comandante, entró en el Cuerpo de Correos.
Cuando llegó a Recondo estuvo alojado en la Posada de la Plaza, donde dormía y comía.
A los tres meses alquiló una habitación en la casa de doña Emilia, una viuda sin hijos, que además de la habitación le daba las comidas y le lavaba y planchaba la ropa a cambio de veinte pesetas al mes, con las que ella se arreglaba para vivir, unidas a las pequeñas rentas que los aparceros le pagaban por labrar sus tierras.
Como Julio no tenía familia en Recondo, doña Emilia le acompañó al Solar para pedir autorización a doña Margara para hablar con Petronila. Ese día Julio pudo comprobar por sí mismo que lo que le habían comentado de aquella casa no era nada exagerado. Doña Margara dio su autorización para que su querida Petronila hablara con su pretendiente que, a su juicio, reunía las condiciones exigidas para ser su futuro yerno, y también vio en esto un milagro de la Virgen de la Amargura que había atendido a sus plegarias de que llegase un heredero para el Solar.
No obstante, hizo prometer a Julio y a Petronila, que sabrían respetarse mutuamente y que se comportarían como buenos cristianos, y que desde ese momento empezarían a organizarlo todo para que la boda se celebrase en un tiempo adecuado, y que no había ningún problema en que el nuevo matrimonio se trasladase a vivir en el Solar, porque aquí había sitio para todos.
Y aquellos meses fueron vivir en el paraíso para Petronila. Aunque había prometido a su madre que sabría comportarse como una buena cristiana, tenía que acudir con más frecuencia que de costumbre al confesionario de don Pablo para arrepentirse de su fogosidad, prometiendo que no volvería a ocurrir, aunque sabía que eso era poco menos que imposible.
Cuando por primera vez llegó Petronila al confesionario y dijo al cura eso de la fogosidad, él se temió lo peor y con mucho tacto la sonsacó hasta donde llegaba esa fogosidad. Cuando ella le aseguró que no habían pasado de los besos en los labios y de algunos roces esporádicos en sus pechos, el cura respiró tranquilo aunque aprovechó la oportunidad para recordarla que su cuerpo era el templo del Espíritu Santo, y que debía evitar por todos los medios que fuese profanado por los actos impuros con que el maligno les ponía a prueba. A partir de ese día sólo preguntaba si la expresión de su fogosidad había alcanzado otras metas más íntimas.
FIN DEL CAPÍTULO XVIII.
El día 27 de febrero, que es sábado, el siguiente capítulo.
¡NO ESPERAS LO QUE VA A PASAR!

LOS VELOS DE LA MEMORIA. CAPÍTULO XIX


XIX


Dos años más tarde.

Petronila y Julio se casaron. Llegaron desde Cuacos los familiares del novio y quedaron admirados de la buena boda que había hecho. Los recién casados se quedaron a vivir en el "Solar", para lo que doña Margara hizo arreglar unas habitaciones en las que se instaló el dormitorio y una pequeña salita donde tuviesen más intimidad y pudiesen recibir a sus amistades. Pasados unos meses, el destino de esta habitación cambió radicalmente porque el día 15 de junio de 1942 la señora de Esteban Galindo, dio a luz una preciosa niña que pesó al nacer más de tres kilos. El parto se produjo sin ningún contratiempo a pesar de la edad de la madre que para ser primeriza, el médico consideraba demasiado elevado. Fue bautizada por el señor cura párroco al día siguiente de nacer, y doña Margara pensó que se debía llamar Nicolasa en recuerdo de su tío, asesinado por las hordas marxistas.
Ahora la niña tenía catorce meses y se había convertido en el centro de atención de toda la familia. Doña Margara veía en ella la continuación de su propia sangre, aunque le hubieses gustado que fuese niño para conservar el apellido familiar. Sacra y José, que habían sido sus padrinos, volcaron en ella todos sus anhelos de padres frustrados y Petronila vivía complacida, viendo cómo su hija había conseguido lo que ella no había podido en toda su existencia, ser importante para todos. Julio también disfrutaba de esta situación y desde su matrimonio empezó a ser aceptado en las reuniónes del casino y ser considerado como uno más en la cerrada sociedad de Recondo.
Fue entonces, cuando todo había vuelto a la plácida normalidad y todo era felicidad en el "Solar", cuando volvió la inquietud a sobresaltar sus vidas.
Había llegado al pueblo un hombrecillo que hacía demasiadas preguntas. Estaba interesado por la situación de las fincas de don Nicomedes Gómez, quien las cultivaba y si alguien había oído que hubiesen sido vendidas. Decían que era investigador privado y traía muchos planos y documentos del Registro de la Propiedad.
Afortunadamente, pensó doña Margara, los padres de José ya habían muerto los dos, el año anterior y debía ser cierto que no habían comentado con nadie la confidencia de su hijo, porque a los pocos días aquel hombre desapareció del pueblo, y decían que no había logrado conseguir ninguna información.
Esto tranquilizó a doña Margara, porque la única posibilidad de poder demostrar la compra venta de las fincas era la existencia de las monedas de oro, y ella sabía que las personas, que habían visto el oro fuera de la familia, ya no existían. Julián, el que era entonces el alguacil, había muerto en el frente; ella se había ocupado de que tanto el antiguo Secretario del Ayuntamiento como el concejal que acompañaron a los funcionarios de la República, pagaran sus crímenes, y aunque lo pudieran haber comentado a alguien, el testimonio de éstos sólo sería circunstancial sin base probatoria. Por otra parte era prácticamente imposible que se pudiese localizar a los funcionarios, que posiblemente también habrían sido depurados por su pertenencia a los cuerpos de represión de la República y ahora estarían desterrados, si es que no habían muerto. Por otra parte, aunque habían tenido que vender algunas monedas para conseguir dinero en efectivo cuando terminó la guerra, había sido en muy pequeñas cantidades y era fácilmente justificable que provenían de los ahorros familiares. Ahora sólo era necesario no desprenderse del resto hasta que pasaran unos años.
Sin embargo, unos días después, se recibió un oficio de un Juzgado de la Capital en el que se citaba a doña Margara sobre una demanda interpuesta por la Sociedad "Inversiones Agrícolas S.L." contra los herederos de don Nicomedes Gómez Carretero. Y a vista se fijaba para el mes siguiente.
Reunida la familia se acordó no recurrir a Romualdo para no involucrarle en el asunto, dado que era su bufete quien representaba a los demandantes. Por otra parte no consideraron oportuno que el asunto lo llevase ningún abogado relacionado con el pueblo y, por fin, decidieron que deberían contratar a un abogado de la Capital que había sido compañero de Julio, el marido de Petronila y que tenía, según él, una impecable trayectoria y era de total confianza.
Hechas las primeras consultas, la estrategia era sencilla. No admitir nada. Ni doña Margara ni sus hijas conocían la existencia de la compraventa y no habían visto el dinero recibido. Era muy importante que de ninguna de las maneras se hiciese referencia a las monedas de oro, porque ellas desconocían la forma en que se había hecho el pago si es que realmente se hizo.
Ellas dirían que en el caso hipotético de que don Nicomedes hubiese firmado la venta, lo había mantenido en secreto o pudo decírselo a su hijo, pero no informó a su mujer ni a sus hijas que desconocían absolutamente nada al respecto.
Doña Margara indicó al abogado que era importante que sólo ella tuviese que declarar y que evitase por todos los medios que lo hicieran sus hijas.
El día de la vista, doña Margara se presentó en el Juzgado vestida con el hábito de la Virgen de la Amargura. Aunque ya en Recondo solía ponerse algunas blusas blancas y tenía algunos vestidos de los llamados "alivio de luto", ese día recuperó el hábito morado que ya había dejado hacía casi un año y se cubrió la cabeza con un velo negro. El único adorno que se permitió fue un crucifijo de plata al que se aferró durante todo el tiempo que duró su declaración.
Estuvo firme a la hora de negar todo conocimiento de los hechos y durante su deposición, entre suspiros y algunas lágrimas que parecía querer evitar, dejó bien claro que era viuda y madre de dos mártires que habían caído por Dios y por la Patria. Que se encontraba totalmente desvalida y que ella y sus hijas habían logrado sobrevivir durante la guerra, gracias a la caridad de familiares y vecinos, ya que la República les había arrebatado todo lo que tenían.
Mientras ella bajaba del estrado de los testigos con visibles muestras de total abatimiento, su abogado rogó al señor juez que evitase más dolor a la pobre mujer impidiendo la declaración de sus hijas que tampoco tenían ningún conocimiento de los hechos y puesto que nadie había podido mostrar ninguna prueba de que la supuesta venta se hubiese realizado, sobreseyese el caso y rechazase la demanda por improcedente.
La vista quedó lista para sentencia y poco más de un mes y medio después, el tribunal desestimó la demanda interpuesta por "Inversiones Agrícolas S.L." contra los herederos de don Nicomedes Gómez Carretero por falta de pruebas.
Aprovechando su estancia en la capital, doña Margara compró una preciosa muñeca "Gisela" para su nieta Nicolasita que ya recorría sola todas las estancias del "Solar", del que sería, sin duda alguna, su única heredera.

FIN DEL CAPÍTULO XIX.
El sábado, día 6 de marzo, el siguiente capítulo.
¡ESTO EMPIEZA A TERMINARSE!

LOS VELOS DE LA MEMORIA. CAPÍTULO XX.

XX


En junio del 47 Nicolasa cumplió los cinco años.

Doña Margara se había hecho un vestido de terciopelo azul para una boda a la que tenían que ir a la capital. A sus 72 años parecía tener más fuerza que cuando era joven. Aunque ya no se ocupaba de los trabajos de la casa, de los que ahora se encargaban sus hijas, nada se podía hacer sin su conocimiento y su aprobación. Seguía teniendo una mente totalmente lúcida y nada pasaba en el "Solar" de que ella no se enterase. Sacra y José solían pasar algunas temporadas del invierno en un piso de la capital en el que alquilaban dos habitaciones con derecho a cocina. José padecía desde hacía ya unos años unos ataques de reuma para los que el frío y la humedad de Recondo eran totalmente desaconsejados por los médicos. A doña Margara no le parecía bien, pero pensaba que tampoco podía controlar todo lo que ellos quisieran hacer, a pesar de que tendría derecho, porque aún seguían viviendo bajo su techo y prácticamente a sus expensas.
Nicolasita había empezado a ir al colegio de las monjas que habían vuelto a Recondo después de terminada la guerra. Este colegio había sido fundado por una importante familia del pueblo que no había tenido descendencia y para lo que legaron todos sus bienes a una Fundación con el fin de garantizar su funcionamiento. Según el acta fundacional, debía dedicarse a la educación católica de los niños y niñas pobres del pueblo. Después de unos años en los que se impartió la enseñanza para ambos sexos, los patronos de la Fundación decidieron que sólo se dedicaría a las niñas y con el tiempo fue adquiriendo un cierto elitismo, procurando que las alumnas admitidas perteneciesen a las familias de probada moralidad que en muchas ocasiones coincidían con las de mayor poder adquisitivo. La dirección del Colegio se ofreció a la Congregación de "Hijas de Cristo Rey" que mandaron hasta Recondo a Sor Epifania, como madre superiora y cinco hermanas que serían las encargadas de impartir la enseñanza y ocuparse de los demás menesteres de la comunidad de religiosas.
A poco de iniciarse el curso, otro imprevisto volvió a quebrar la tranquilidad en el "Solar".
Aunque ya casi lo había olvidado, Julio tenía solicitado, desde antes de casarse, el traslado a una plaza de segunda categoría, lo que le supondría un ascenso en su carrera profesional, dentro del Cuerpo Nacional de Correos.
Y le llegó la noticia de que para el día uno de enero del año siguiente, se debía incorporar como oficial de primera clase a la Oficina de Correos de Plasencia, que era una de las plazas que había solicitado por estar cerca de su pueblo.
Doña Margara dijo que debía renunciar. A su juicio, era un verdadero disparate sólo el pensar que iban a dejar todo lo que tenían aquí para marcharse a un pueblo de Extremadura, que siempre había oído comentar que estaba poco menos que en un total subdesarrollo.
Julio alegó que no podía renunciar a su profesión que era lo único que sabía hacer y que aunque era verdad que se encontraba muy bien en Recondo y que había sido aceptado por todos como uno más dentro de lo más selecto de la sociedad, también en su nuevo destino sería apreciado gracias a la categoría profesional que había alcanzado.
Doña Margara, cuando se quedó a solas con su hija, la pidió que convenciese a su marido para que no hiciese tremendo disparate; que ella, que estaba siempre acostumbrada a lo mejor, tendría que vivir en unas condiciones en las que perdería categoría.
- Recuerda cómo era la familia de Julio… Buenas personas sí parecían… pero eran pobres y se veía que su nivel de vida estaba muy por debajo de lo que tú has tenido desde que naciste… No seas tonta, hija, tienes que convencerle…
Pero no le convenció. Él había tomado ya la decisión y no había nadie que lograse hacerle cambiar de opinión.
Entonces doña Margara inició su plan alternativo.
- Comprendo que tú, Julio, quieras seguir subiendo en el escalafón de tu profesión… eso, además, te honra y demuestras que eres un hombre capaz de salir adelante por ti mismo… y es lógico que Petronila te apoye en tu decisión… eso también demuestra que es una buena esposa… Pero pensad que el traslado será en invierno, que vais a llegar a ese pueblo y tendréis que buscar una vivienda donde acomodaros… yo no tengo ningún inconveniente en ayudaros si necesitáis dinero para comprar una buena casa… ¡para eso está el dinero! … Pero en invierno, y en pleno curso, es una barbaridad que os llevéis con vosotros a Nicolasita… Nos la dejáis aquí a Sacra y a mí, que nosotras la vamos a cuidar tan bien como lo podáis hacer vosotros… y cuando termine el curso y llegue el buen tiempo se marcha a ese pueblo… ¿Plasencia, no? … pensad que en estos meses, mientras preparáis la casa y organizáis todo, la niña sólo iba a ser un estorbo….
A julio no le gustó nada la idea. Petronila le dijo que dónde iba a estar mejor la niña que con su abuela y con sus tíos, que además eran sus padrinos.
- Piensa, además, que la niña va a ser la heredera de todo esto… y lo que menos nos conviene es que mi madre se enfade… porque ya sabes tú cómo es cuando alguien le lleva la contraria… además sólo serán seis meses de nada… y así nosotros podemos preparar la casa con más tranquilidad… y ya la has oído que nos ha ofrecido el dinero que necesitemos para comprar una buena vivienda…
Cuando Sacra volvió de pasar unas semanas en el piso de Madrid, se encargó de convencer a su hermana de que se podía marchar tranquila porque a la niña no le faltaría nada y que sería educada como lo que era, una señorita de la mejor sociedad … y que además, como ella no tenía descendencia también sería la heredera de todo lo que a ella le correspondiese, y añadió que había hablado con su marido quien había asegurado que también testaría a favor de la niña dejándola lo que a él le había correspondido por herencia de sus padres… que para eso era su ahijada.
Doña Margara durante aquellos días no volvió a insistir en su planteamiento, aunque todos los razonamientos que utilizaron sus hijas referente a la futura herencia de la niña, había sido insinuado por ella, porque pensaba que era el argumento que a la postre haría ceder a su yerno.
Estaba llegando la Navidad y era el momento de informar a la niña, que hasta ese momento había sido ajena a todo lo que se estaba tramando a su alrededor. Doña Margara dijo que era muy pequeña y que no había por qué darle todo la información. Se le diría que sus padres tenían que hacer un viaje, como ya había ocurrido en algunas ocasiones, y que mientras tanto ella se quedaría con la abuela y con los tíos. Para ese día había mandado traer desde la capital un triciclo, y cuando la dieron la noticia apenas si hizo caso porque todo su interés estaba centrado en probar su nuevo regalo en el corredor del patio, al cuidado de su tío José que era el que más jugaba con ella.
Justo por aquellos días trajeron a enterrar al cementerio de Recondo, los restos mortales de Rosa la que fue amante de don Nicomedes. Desde la guerra no había vuelto a recibir las transferencias mensuales, y desde entonces necesitó la ayuda de sus hijos para poder subsistir. Había esperado en vano, durante la guerra, la llegada de alguna noticia de su amo, como ella le llamó toda la vida. Había confesado a sus hijos que eso era señal de que algo malo le había ocurrido y aunque ellos procuraban disuadirla, cada día que pasaba sentía dentro de su alma que no volvería a verle nunca más. Cuando se enteró de todo lo que había ocurrido, se vistió de luto riguroso y se sumió en una depresión que la tuvo postrada durante dos largos años.
Rosita, su hija, se la llevó con ella y eso pareció que le animaba un poco, aunque nunca volvería a ser la misma. Estaba mucho más delgada y apenas si comía. Ahora, con la llegada de los fríos, había recaído en su depresión y después de un par de semanas moría a los setenta años.
Los hermanos Martínez Buitrago tenían invertido el orden de los apellidos de su madre, como era costumbre cuando no existía un padre reconocido. Como la habían escuchado siempre que le gustaría reposar lo más cerca posible de su querido Nicomedes, unos meses antes, cuando vieron que la salud de su madre se estaba deteriorando gravemente, se desplazaron a Recondo para visitar el cementerio. Allí estuvieron por primera vez ante la tumba de su padre y encontraron cerca un terreno libre, donde poder enterrar a su madre.
Cuando llegaron al pueblo con sus restos mortales, aquel lluvioso y frío día del mes de diciembre, casi nadie del pueblo se enteró. Tan solo el sepulturero y el señor cura que rezó un responso. A los dos hermanos les acompañaban sus esposos, las dos hijas de Rosa y el hijo de Genaro, y una tía, hermana de su madre, que también vivía en la capital. Nadie más en Recondo se enteró del entierro, porque ese día no tocaron las campanas.
Rosita tenía ya 49 años. Su madre la tuvo a los veintiuno. Su marido había prosperado desde que terminó la guerra, gracias al estraperlo, y tenía un puesto de frutas y verduras en el Mercado Central de la Capital. Tenían dos hijas, Pilarcita, la mayor, de catorce años, y María Rosa de once.
Genaro, que tenía ahora treinta y seis año, tuvo que incorporarse al ejército republicano durante la guerra y sirvió en un batallón de zapadores que estuvo destinado en la zona de Navarra. Cuando terminó la guerra pasó unos meses en un campo de concentración de donde salió gracias a los contactos de su suegro con las altas jerarquías eclesiásticas a las que había surtido de cera durante toda la vida. Su mujer, que estaba embarazada cuando empezó la guerra, se refugió en casa de sus padres donde nació el pequeño Nicomedes, que ahora tiene ya los diez años. Habían vuelto a reflotar el negocio de cerería y tenían una situación económica desahogada.
Ninguno de los dos hermanos había vuelto a Recondo desde que vinieron a comprar el terreno para la tumba de su madre, y entonces sólo visitaron la Iglesia y el despacho parroquial. Ahora, después del entierro, dieron una vuelta por la plaza y quedaron sorprendidos, porque nunca se hubieran figurado, por lo que les contaba su madre, que fuese un pueblo tan bonito. Al menos a Genaro, así le pareció.
La hermana de Rosa, enseñó a sus sobrinos cual era la casa de su padre. Rosita y Genaro delante de la puerta del "Solar", mientras admiraban el escudo de piedra que preside la entrada, pensaron, por primera vez, que esa casa podría haber sido suya.
- Yo, Genaro, no tengo ningún interés en nada de lo que fue de nuestro padre, porque él no quiso reconocernos; ni tampoco lo necesito, pero estoy pensando que tal vez deberíamos luchar por el interés de nuestros hijos…
- No sé, Rosa… posiblemente tengas razón…
Tampoco doña Margara tuvo noticias de que había muerto Rosa, de la que ya se había olvidado.

FIN DEL CAPÍTULO XX
El sábado, 13 de marzo, el siguiente capítulo
¡QUE NO TE DEBES PERDER!


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