XI
Un frío día del siguiente mes de noviembre.
Las tropas del ejército republicano se estaban acantonando en la zona, porque era inminente el comienzo de la que se había bautizado como la "Batalla del Jarama", en la que las fuerzas contendientes iban a luchar para cortar o mantener la comunicación de la capital con la zona de Levante, de vital importancia para el suministro de víveres y armamento para el ejército de la República.Hasta Recondo estaban llegando varios batallones de las Brigadas Internacionales. Había rusos, italianos, ingleses y los jóvenes soldados norteamericanos de la Brigada Lincoln. El pueblo se había convertido en una Babel incontrolada. Nadie se entendía con nadie. Los propios cabecillas de las brigadas tenían grandes dificultades para coordinar sus acciones. Se hablaba en ruso, en inglés y en italiano, y apenas si había un par de intérpretes, que se veían impotentes para atender a todos los que se lo solicitaban. Las autoridades municipales no daban a basto para atender las demandas de los militares que solicitaban mapas de la zona y datos de los alrededores. Habían requisado las tres máquinas de escribir que había en el pueblo para que pudiesen escribir las órdenes para sus batallones, y también habían decretado el toque de queda a partir de las siete de la tarde prohibiendo que los civiles saliesen de sus casas. Con esta medida más que mantener el orden trataban de evitar que los jóvenes soldados cometiesen cualquier atropello. Sin embargo esta medida no fue suficiente, pues contaban que varias mujeres habían sido violadas, aunque ninguna de ellas se había atrevido a presentar ninguna denuncia a las autoridades.
Además no paraban de llegar paisanos de los pueblos de alrededor donde se preveía que se iba a desarrollar la batalla. Eran familias enteras que llegaban con lo más imprescindible, para acomodarse en las casas donde les querían admitir. Apenas si podían pagar nada y sufragaban los gastos que ocasionaban colaborando en las tareas domésticas y agrícolas de los que les acogían. Los habitantes de Recondo, acostumbrados como estaban a la tranquilidad y a que en el pueblo nunca pasase nada, estaban sobrecogidos por los acontecimientos de los últimos meses. Sobre todo, los trágicos sucesos del pasado 21 de julio, con la quema del convento de las monjas, el asesinato del señor cura y la desaparición de don Nicomedes y don Atenodoro.
Durante las semanas siguientes se siguieron sucediendo los asesinatos y desapariciones, y en los alrededores de Recondo se encontraron los cadáveres de don Indalecio, de Pedrito Rodríguez, de don Esteban Pelayo y de dos desconocidos, que después se supo que eran de un pueblo vecino. Algunas familias habían podido huir del pueblo. Don Enrique, el ex-alcalde, con doña Clotilde y su hija había logrado escapar ese mismo día, a la caída de la tarde en un coche que tenían preparado. Luego se había sabido que estaban escondidos en la capital en casa de unos parientes.
Las casas de los que habían huido del pueblo fueron ocupadas por los miembros del Comité Revolucionario para albergar en ellas a los militares que estaban llegado al pueblo y las utilizaron como nuevas checas populares por donde iban pasando los enemigos de la república para ser interrogados.
La casa de don Enrique, el ex alcalde había sido ocupada por los miembros del Comité Revolucionario de Recondo, para instalar su cuartel General. En su despacho se instaló Felipe. Desde allí dictaba sus consignas y dirigía la política del pueblo. Hasta ese despacho tenían que acercarse hasta los mandos militares para conseguir las oportunas autorizaciones para conseguir con más facilidad lo que necesitaban, porque nada se hacía en Recondo sin la autorización de sus nuevos "señores" como a ellos les gustaba llamarse en privado. Y hasta aquella casa iban llegando, a petición de sus nuevos "dueños", los que ellos consideraban enemigos para ser interrogados. No se libraba nadie. Ni viejos, ni jóvenes, ni hombres ni mujeres. Sobre todo las mujeres, y más las mujeres jóvenes, iban pasando, poco a poco, por aquella casa.
- Las mujeres son las que más información nos van a dar de nuestros enemigos, porque son más débiles, y están más asustadas. Además, ya sabéis, todo está permitido si es por el bien de la República.
Era una de las consignas que había dado Felipe a sus compañeros. Y ellos la iban a seguir al pie de la letra.Los hombres eran torturados sin piedad, aunque procuraban no dejar signos evidentes del maltrato, y les mantenían detenidos hasta que su aspecto no delataba lo que realmente había ocurrido.
A las mujeres no las retenían más tiempo que el necesario. Una a una, las desnudaban, las dejaban a oscuras en la sala de interrogatorios que era la antigua salita de doña Clotilde; después de pasados unos interminables treinta o cuarenta minutos, entraban los comisarios políticos, que sentados detrás de una mesa, simulando un tribunal, iniciaban el interrogatorio de la muchacha que tenía que permanecer de pie, desnuda, delante de sus verdugos.
Eran preguntas sin ninguna intención política, que indefectiblemente devenían al terreno personal...
- ¿Con cuantos hombres te has acostado?
Nunca solían contestar, hasta que no les obligaban.
- ¿Cuál de nosotros quieres que te enseñe lo que es un hombre de verdad?
Después, mientras ella suplicaba entre sollozos que la dejasen, ellos se sorteaban quien sería primero en violarla... Luego la dejaban irse, con la amenaza de un nuevo "interrogatorio" si contaba lo que le habían hecho.
Por allí pasaron las hijas más jóvenes de los antiguos señores de Recondo. La mayoría no se había atrevido a decir nada, pero terminó sabiéndose todo, porque eran ellos mismos los que presumían de lo que estaban haciendo en la casa de don Enrique.
Unos días después, llegaron de la capital altos responsables políticos que se hicieron cargo de la situación. Todos los miembros del Comité Revolucionario fueron detenidos. Se comentó que habían sido encarcelados y que serían sometidos a juicio, aunque fueron noticias que no llegaron a confirmarse. Después se supo que se habían ofrecido para luchar en el frente, y de vez en cuando aparecían por Recondo, aunque procuraban pasar desapercibidos, manteniéndose al margen de la actividad política.
Después de todo esto, pasado el mes de agosto, se habían ido calmando los ánimos y por fin se habían impuesto las indicaciones de Fermín y don Gregorio que se habían hecho con el mando con el soporte armado de la Guardia Civil.
Aunque oficialmente se dio por desaparecido a don Nicomedes, doña Margara sabía que había muerto ese mismo día. Pero no derramó ni una sola lágrima. "Hay que ser valientes y mostrarse fuerte ante los enemigos" dijo a sus hijos. "Ahora más que nunca debemos permanecer unidos. Ahora es tiempo de amargura; pero llegará el tiempo de la venganza."
La pequeña Petronilita seguía en el pueblo con sus familiares. Era casi imposible ponerse en comunicación con ellos y aún desconocía lo que había pasado con su padre, pero las noticias de la zona eran que por allí todo estaba calmado.
Otro problema que amenazaba a la familia era el reclutamiento que estaba realizando la República para engrosar el ejército. Se habían incorporado ya los voluntarios y se había empezado a llamar a filas a todos los hombres entre veinte y treinta y cinco años. Los más jóvenes estaban siendo citados para su adiestramiento en campamentos y cada día aumentaba el número de los que recibían la citación. Ayer mismo había recibido la carta el marido de Sacramento. Se debía incorporar la semana siguiente.
La carta para Nicolás podría llegar de un momento a otro. Mientras tanto doña Margara se había negado sistemáticamente a recibir a ninguna familia en su casa, ni tampoco aceptó que acomodasen en "el Solar" a ninguno de los jefes militares que se estaban estableciendo en el pueblo. Las autoridades debían conocer lo que había ocurrido con su marido y pasaron por alto su negativa, sin duda queriendo respetar su duelo, aunque recibió serias advertencias de que podría ella misma ser detenida si seguía manteniendo esa postura. Llegó la fecha del alistamiento de José, y aquella mañana salió de la plaza en un camión con diez paisanos más camino de un campamento cercano a la capital. Al día siguiente llegó también la carta reclamando la incorporación a filas de Nicolás para diez días después.
-Madre, yo no puedo ir al frente. Tiene usted que hacer algo para evitarlo… yo tengo mucho miedo… y no lo podría soportar…
- Hijo, ya eres un hombre. El único hombre de la casa y tienes que ser valiente… No te preocupes, no te pasará nada… Dios te va a guardar, ya que se ha llevado a tu padre…
Nicolás no podía quitarse de la cabeza todo lo que había ocurrido aquella triste noche. Después de saltar por la tapia, corrió a refugiarse en la casa de los padres de su cuñado. Contó lo que estaba pasando, pero ninguno se atrevió a salir de la casa.
A la mañana siguiente, cuando llegaron a casa y su padre no regresaba, ni nadie daba ninguna referencia de lo que había pasado, todos se pusieron en lo peor y llegaron a la conclusión de que había muerto junto con el administrador de Correos. Nicolás estaba totalmente hundido. No quería comer y no se atrevía a salir de la casa. Allí solo quedaban ya su madre y su hermana Sacramento. Los criados ya no bajaban a trabajar y tan solo la fiel Tomasa se acercaba todas las mañanas para hacer las compras a la señora. Él se solía esconder en lo más profundo de la cueva. Allí en invierno hacía mejor temperatura, se acurrucaba en un rincón, completamente a oscuras, arrebujado en una manta, y allí pasaba largas horas hasta que su madre o su hermana le llamaban para las comidas.
Había entrado en un depresión profunda que además del abatimiento de ánimo, le había dejado sin ganas de comer, lo que le estaba haciendo perder peso hasta dejarlo en un estado lamentable. Se habían terminado las labores de la vendimia y aún no era tiempo de empezar a recoger la aceituna, por lo que las labores del campo eran escasas.
Además la falta de mano de obra por la marcha al frente de guerra de los hombres jóvenes iba a obligar a desatender los trabajos del campo. Todo el pueblo estaba sobresaltado y con una actividad inusual. En la plaza se habían instalado grandes cocinas para hacer la comida para los soldados que no paraban de llegar al pueblo. Se estaban acondicionando el convento de las monjas para utilizarlo como hospital de campaña. La Iglesia se había convertido en garaje y taller de reparaciones para los vehículos del ejército. El cuadro de la Asunción, pintado por Goya que presidía el retablo de la iglesia había sido trasladado a la capital, siguiendo instrucciones del Ministerio de Educación Pública, para evitar su deterioro. Todos los cuadros de los grandes museos serían enviados a un país neutral durante el tiempo que durase la guerra. Por las noches se apagaban todas las luces de las calles y estaba ordenado que sólo se podían encender las de las casas cuando estuviesen todas las ventanas totalmente cerradas. Era necesario evitar que el pueblo pudiese ser localizado por la aviación. Todavía no había habido ninguna incursión de los bombarderos alemanes pero esto podía ocurrir en cualquier momento.
Aunque oficialmente se había iniciado el curso escolar a mediados de septiembre, se había cerrado el colegio religioso y solo se mantenía abierta el aula del ayuntamiento, atendida por don Gregorio, aunque apenas si asistían media docena de alumnos. La mayoría de los niños no acudían a la escuela y deambulaban por las calles pidiendo chocolate y azúcar a los soldados. Eran los que menos dificultad tenían para hacerse entender por los extranjeros. Los juegos a las guerras habían sustituido a los libros y la anarquía había llegado también hasta los más jóvenes que campaban a sus anchas por el pueblo sin someterse a ninguna disciplina. Las autoridades municipales dictaron un bando recordando la obligación que tenían los padres de enviar a sus hijos a la escuela, aunque asumían que esta orden no iba a ser obedecida y recomendaban que, al menos, los niños no estuvieran por las calles en horas lectivas.
FIN DEL CAPÍTULO.
El capítulo XII , debido a la celebración de las Fiestas de Navidad,
se publicará el próximo mes de enero.
De todas, formas:
¡No te lo puedes perder!