Las grandes puertas de la Capilla Xistina se cerraron tras los últimos acólitos que habían acompañado a los cardenales hasta ese momento. Poco a poco los padres de la Iglesia se fueron acomodando detrás de la mesa que le habían asignado a cada uno de ellos.
Fuera, en la plaza de San Pedro, los fieles empezaban a desfilar, entre las monumentales columnas diseñadas por Bernini, camino de sus casas y hoteles, porque no se esperaban acontecimientos hasta bien entrada la tarde. Las cadenas de televisión estaban cerrando sus conexiones y los comentaristas aprovechaban para irse a comer y reponer fuerzas porque no sabían cómo se podrían desarrollar los acontecimientos después de la primera votación del cónclave que estaba prevista para unas horas después.
La vieja chimenea de latón, que había sido reinstalada dos días antes, esperaba su oportunidad de ser el centro de las miradas de millones de creyentes, que suspiraban por la "fumatta bianca".
El decano del Colegio cardenalicio entonó las plegarias al Espíritu Santo pidiendo su intercesión. Ya habían jurado todos mantener en secreto y para siempre el resultado de las votaciones y los demás acontecimientos que pudieses ocurrir, a partir de ese momento, en la elección del nuevo santo padre. Todos oraron en silencio, durante unos minutos, bajo los frescos desvergonzados y maravillosos del Buonarroti. La luz cenital que entraba por los amplios ventanales se tamizaba por los cristales tornasolados de las vidrieras. Se había creado un ambiente intimista, pero cargado de tensión y de expectante incertidumbre.
En las reuniones que se habían celebrado los días anteriores se había perfilado, si no la persona a elegir, sí las características que debía reunir el candidato. La Iglesia era contestada por la sociedad laica, sobre todo en la vieja Europa. Los gobiernos se habían opuesto a que en la redacción de la nueva constitución europea se hiciese una mención concreta al pasado cristiano de sus pueblos y la influencia de su doctrina en la conformación de los valores de su cultura.
Las viejas catedrales se estaban convirtiendo en museos a los que acudían miles de visitantes, pero no para el culto, sino para admirar las obras de arte que en ellas se habían ido atesorando en el paso de los siglos.
Los jóvenes, llegados de todos los países, que gritaban en los multitudinarios encuentros con el papa, apenas si alguno de ellos, acudía a sus parroquias y eran muy pocos los que solicitaban el sacramento de la confirmación. Las vocaciones sacerdotales iban disminuyendo de año en año y los seminarios se estaban quedado vacíos.
Cada vez era menor la influencia de la doctrina de la Iglesia en la redacción de las leyes que se aprobaban en los parlamentos y la sociedad había admitido el divorcio y la contracepción sin cuestionarse su moralidad; incluso el aborto estaba ganando cuotas de aceptación impensables hacía sólo unos años.
Las mujeres, que habían sido tradicionalmente el sustento de la iglesia, empezaban a pedir mayor protagonismo y no se conformaban con esa labor de acompañamiento y ayuda que la Iglesia les asignaba.
Los avances de la ciencia en materia de biogenética planteaban cuestiones éticas que eran difíciles de compatibilizar con la doctrina tradicional de la iglesia, porque creaban nuevos escenarios poliédricos para los que muchas veces no había una respuesta contundente y, desde luego, no se podía recurrir a la doctrina de los antiguos doctores de la iglesia.
La mayoría de los fieles católicos estaban ahora en los tradicionales países de misión. Hispanoamérica, África y Asia concentraban el mayor número de cristianos, pero los cardenales que representaban a estas comunidades estaban aún en minoría. Era cierto que en las reuniones previas, algunos de ellos había insinuado la conveniencia de dar un giro radical en la política vaticana y que sería un signo del Espíritu la elección de algún nativo de estos países; pero el sentir de la mayoría se centraba en la necesidad de reforzar la ortodoxia del dogma que era lo único que seguía manteniendo unido al pueblo de Dios.
El cardenal protodiácono había repartido entre todos los asistentes las papeletas para iniciar la votación. Todo allí era pausado y solemne. Cuando todos se enfrentaron con su papel en blanco para escribir el nombre del cardenal al que daban su voto, algo les sobresaltó.
Era como el ruido de un fuerte viento. Alguno pensó que se podía haber roto alguno de los vitrales, porque una suave brisa sacudió sus rostros. Una especie de nube entre opaca y brillante se fue condensando en el centro de la capilla. El rugir del viento cesó y la luz se hizo más tenue; la nube se desintegró en pequeñas partículas luminosas, bajo al fresco de la creación del hombre, y fue descendiendo hasta llegar al suelo.
Una figura empezó a emerger en medio de todos ellos, como si la condensación de microscópicas gotas de agua que se mantenían suspendidas en el aire fuesen tomando forma humana. Al principio era sólo una silueta casi traslúcida, luego se fueron haciendo visibles algunas facciones... un hombre moreno, de complexión fuerte, vestido con una túnica blanca se había materializado ante ellos.
- Pax vobiscum.
Todos eran hombres de fe, pero ninguno se lo podía creer. Nadie tuvo la menor duda, pero sus gargantas se quedaron sin palabras.
- La paz sea con vosotros.
Algunos empezaron a levantarse, pero sin atreverse a dar un paso hacia el recién llegado. En las caras de los viejos cardenales se dibujaba una mueca de difícil catalogación. Podía ser asombro, temor, recelo, incredulidad, y también una especie de satisfacción por recibir la confirmación real de la fe que más de una vez había flaqueado. Todos sabían, o mejor, creían, que esto era posible, porque Dios todo lo puede; pero era inverosímil que después de veinte siglos fuese ahora cuando Él volvía.
Alguien quiso recordar las profecías de Nostradamus y pensó que se habían terminado los tiempos.
-La paz sea con vosotros. No temáis, soy yo, y vengo a ayudaros.
Por fin, uno de los cardenales se aproximó y se inclinó para besarle los pies. Él se adelantó, le cogió por los brazos para levantarle y le abrazó. Poco a poco todos se fueron acercando y Él les iba estrechando las manos, y les abrazaba con cariño, llamando a cada uno por su nombre.
La bonanza de la tarde primaveral invitaba al paseo y la plaza de San Pedro empezó a llenarse de curiosos y devotos a la espera de noticias. Nadie podía ni imaginar lo que estaba ocurriendo, a unos metros de allí, bajo la mirada escrutadora de la Sibila Délfica.
-Señor, háblanos, dinos lo que debemos hacer.
Todos habían regresado a sus mesas y Él continuaba de pie en el centro de la capilla. Les pidió que, de uno en uno, fueran haciendo una exposición de su visión sobre la situación de la iglesia y nombrando el candidato que consideraban más idóneo para sentarse en la silla de Pedro.
Empezando por el decano, y por el orden de su colocación alrededor de la capilla, todos fueron haciendo su análisis de la situación. Él ser acercaba al que estaba hablando y fijaba en él sus ojos, que miraban con suma delicadeza no exenta de severa firmeza.
Aunque las opiniones no diferían demasiado de lo que se había dicho en las reuniones previas al cónclave, había sensibles matizaciones y eran más los que se decantaban por un papa del tercer mundo. Cuando todos terminaron, se hizo un silencio expectante que nadie se atrevía a romper. Él permanecía de pie y en silencio. Durante la intervención de los cardenales no había interrumpido a ninguno ni había hecho ninguna pregunta. La mayoría se había sentido confuso y aturdido, con la incomodidad típica de no saber si su intervención era la adecuada, si había sido larga o demasiado corta. Ni siquiera había dicho ni una palabra cuando terminaban, se limitaba a mirar al siguiente para animarle a empezar su exposición.
Los candidatos eran muchos. Se había roto la aparente unanimidad que se desprendía de las conversaciones anteriores. Ninguno alcanzaba ni una parte de los votos necesarios para su elección. Estaba claro que los cardenales se habían liberado del compromiso de la disciplina de voto acordada con anterioridad.
-Yo también tengo mi candidato.
El silencio recorrió toda la estancia. Todos los ojos estaban fijos en Él, y hasta su respiración pareció ralentizarse. Todos estaban pendientes de sus labios.
- Mi candidato es el padre Vicente Ferrer.
Sus palabras que habían sido pronunciadas en un tono pausado y una entonación queda, resonaron como un trueno, como pronunciadas por el Cristo tonante del Juicio Final.
La incredulidad se reflejó en sus rostros. Efectivamente todos conocían al padre Vicente Ferrer, incluso le admiraban por la gran labor que estaba haciendo por los necesitados; pero ninguno tenía constancia de sus conocimientos teológicos ni mucho menos de su capacidad para gestionar los destinos de un estado como el Vaticano, en el que la diplomacia era fundamental para mantener el equilibrio entre los distintos bloques políticos. Pero era su candidato.
Nadie se atrevía a preguntar, ni siquiera a evidenciar sus dudas más que razonables; pero todo ello se reflejaba en sus rostros y, después de un largo silencio que Él aprovecho para ir recorriendo con su mirada las caras de cada uno de ellos, continuó:
- Todos habéis coincidido en la necesidad de volver a mi mensaje primitivo, para dar luz al mundo, para iluminar el camino por el que deben transitar todos los hombres de buena voluntad, y recordad cual fue ese mensaje: "Os doy un mandamiento nuevo... ¡amaos los unos a los otros!"....
A alguien se le escapó: "¿Y los dogmas de la Iglesia? ¿Y la moral?"
Él le miró con firmeza: "El único dogma es el amor de Dios a los hombres, y la única moral es hacer el bien".
- Son muchos nuestros enemigos y necesitamos ser fuertes para contrarrestar los poderes del maligno... En este mundo en el que manda la información y muchos de los medios de comunicación están en manos de los que nos atacan, es necesario tener una estrategia para hacer llegar nuestro mensaje al mayor número posible de los hombres, y el que vaya a ser nuestro pastor debe dominar estos medios y hablar gran cantidad de idiomas, para comunicarse con la mayoría de los pueblos....
- "El padre Vicente ha entendido perfectamente mi mensaje y lo está predicando en el único idioma que todo el mundo conoce: el idioma del amor y la entrega al prójimo"
- Eso sería reconocer explícitamente que nos hemos equivocado secularmente, que nos hemos apartado de tu mensaje, que tenemos que desmontar toda la arquitectura organizativa de la Iglesia y que hemos engañado a nuestros seguidores...
- Nadie de nosotros tiene la fuerza moral para proponer este cambio tan drástico, ni argumentos para justificarlo....
- Sólo Tú puedes. ¡Quédate con nosotros! Nadie puede ser tu vicario. Dirige tú la Iglesia.
- Eso no puede ser, además no sabéis bien lo que me estáis pidiendo. ¿Me veis a mí vestido con esos ropajes bordados en oro, con la tiara en la cabeza y sentado en la silla gestatoria? ¿Pensáis que podría tolerar el negocio que hay montado alrededor de esta misma basílica y que no volvería a coger el látigo para arrojar a los comerciantes fuera del templo? Yo no podría vivir en estos palacios repletos de obras de arte. Yo tendría que vivir junto a los que me necesitan, el Hijo del hombre no puede tener ni un nido como los pájaros... No, no sabéis lo que estáis diciendo...
- Dinos, al menos, lo que debemos hacer. En estos tiempos en que prevalece la dictadura de lo relativo, ¿cómo se puede convencer al mundo que hay verdades que son inmutables y una moral que debe conformar la actuación de las personas?
- Sólo hay una forma: el ejemplo. Ya lo dije hace mucho tiempo, haced lo que dicen, pero no lo que hacen; pero difícilmente, en estos tiempos se van a aceptar unas teorías que luego nadie pone en práctica.
- Pero, ¿habrá algunas verdades inmutables?
- Sí, que Dios ama a los hombres y que todos los hombres son hermanos. ¿Y como vais a amar a Dios que no veis, si no amáis a los hermanos a los que veis? Pero todo ya está dicho, lo podéis encontrar en el evangelio... es todo muy simple... Sólo amor...
Casi había llegado la noche. Por los ventanales de la capilla sólo entraba una luz tenue que apenas iluminaba los frescos del techo y de las paredes. De nuevo se oyó el ruido como de fuerte viento y la brisa que acariciaba sus rostros ensimismados; la nube volvió a cubrir su figura que poco a poco se desvaneció en infinidad de partículas fluorescentes que terminaron por desaparecer.
Todos los cardenales quedaron inmóviles, como estatuas de cera, y tuvieron que pasar largos minutos para poder reaccionar. Las papeletas en blanco que aún reposaban en cada una de las mesas, fueron recogidas y se acordó quemarlas en la estufa junto con paja húmeda. Pensaron que debían meditar con calma todo lo ocurrido. Por la pequeña chimenea apareció una espesa humareda negra y en la plaza de San Pedro se pudo escuchar una exclamación unánime que trasmitía la decepción de los miles de fieles que a esa hora habían vuelto a llenar los alrededores de la Basílica.
Casi ninguno de los 115 cardenales pudo dormir esa noche en la residencia de Santa Marta y, ni siquiera, se atrevieron a comentar entre ellos lo ocurrido. A la mañana siguiente, todos estaban deseosos de de iniciar las deliberaciones. Después de la santa misa y de un ligero desayuno, fueron ocupando los sitiales que tenían reservados. El Decano tomó la palabra:
- No cabe duda que ayer recibimos la visita del Espíritu. Es la primera vez, que yo sepa, que ocurre esto en un cónclave; que la presencia del Señor se haya materializado, y nosotros hemos sido testigos. Sin duda afrontamos una situación crítica en la Iglesia, y el Altísimo ha querido hacer más patente su presencia.
- ¡Yo tengo mis dudas!
Todos se volvieron hacia el viejo cardenal italiano, miembro de la Curia, que se había puesto de pie.
- A lo que asistimos ayer, bien pudo ser una manifestación del maligno, tratando de confundirnos.
-¿Cómo va a recomendarnos el maligno que nos atengamos al evangelio?
- Esa es precisamente la trampa. Quiere que hagamos una lectura simplista del evangelio, una lectura demagógica. Que nos quedemos en la pura apariencia de una caridad populista y dejemos todo lo demás a merced del relativismo imperante en la sociedad laica.
La asamblea se dividió en múltiples corrillos en los que había casi tantos criterios como presentes. Los cardenales, siempre comedidos y serenos, se dejaban llevar por el apasionamiento de una experiencia única que, después de la última intervención, ya no estaban muy seguros si había sido divina. La campanilla del decano fue acallando la algarabía que estaba alcanzando niveles tan inusitados que llegaba hasta los ayudantes que se encontraban fuera de la capilla.
-¡Silencio, hermanos..!, ¡por favor...! Pienso que una forma de conocer la opinión de la mayoría es hacer una votación; procedamos, pues, y que cada uno actúe en conciencia....
Una a una, iban siendo leídas las papeletas que se habían introducido en la urna, y después eran cosidas para su posterior destrucción. El resultado: El padre Vicente Ferrer, cincuenta y seis votos; el resto se distribuía entre más de veinte cardenales.
La "fumata negra" se repitió durante los siguientes tres días, y en las votaciones que se habían realizado, a razón de cuatro diarias, no habían logrado poner de acuerdo a los 77 cardenales necesarios para lograr el nombramiento. La candidatura postulada por Él, había llegado a tener 73 adhesiones, pero en las últimas estaba perdiendo fuerza.
La opinión de los que defendían que una persona de vida intachable y de entrega al prójimo, pero que no conocía los entresijos de la Iglesia, podía ocasionar una gran hecatombe que podía llevar hasta a la desaparición de la Iglesia, iba ganando partidarios; y cada vez eran más lo que dudaban de lo que habían visto con sus propios ojos.
-Somos personas de fe. Hemos creído siempre, a pesar de no ver. Ese es, precisamente, el fundamente de nuestra fe, y fue el mismo Cristo quien llamó bienaventurados a los que creían sin haber visto. Nuestros ojos nos pueden engañar, nuestro sentido de fe, no. No podemos tirar por tierra todas las enseñanzas seculares de la Santa Iglesia.
-Pero las enseñanzas seculares de la Iglesia han tenido errores históricos, de los que hemos tenido que arrepentirnos y por los que hemos pedido perdón. La situación actual, requiere una vuelta al verdadero sentido del evangelio que se basa en el amor. Sólo con el testimonio de una elección como la que Él ha propuesto sería creíble esa vuelta a la esencia del cristianismo. Debemos ser valientes y dar este paso histórico.
Eran las siete y doce minutos de una tarde soleada y primaveral que hacía más luminosa la Ciudad Eterna. En la plaza de San Pedro apenas si se podían desplazar los miles de fieles que habían ido llegado procedentes de todos los países de la cristiandad. Ondeaban miles de banderas con los colores de las distintas nacionalidades y grupos de jóvenes sacerdotes con alzacuellos y monjitas con sus hábitos primorosamente planchados, gritaban, cantaban y rezaban el rosario, expectantes sin quitar la vista de la pequeña chimenea.
Primero fueron unas pequeñas volutas de humo de un color gris indefinido, luego pareció oscurecerse. Las campanas de San Pedro empezaron a repicar y el humo se aclaró hasta quedar blanco con tornasoles dorados al reflejar los últimos rayos de sol que anunciaban el ocaso.
Todas las cadenas de televisión del mundo y todas las emisoras de radio conectaron en directo con sus corresponsales. El grito era unánime en la plaza mayor de la cristiandad. "¡Habemus Papam!". "¡Habemus Papam!". El delirio se iba contagiando y aquello parecía más un estadio de fútbol que un acto religioso. El griterío, los vivas al nuevo y desconocido papa y la emoción de los que se encontraban allí presentes se mantuvo hasta que se descorrieron las cortinas rojas del balcón central del primer templo del mundo cristiano:
-¡Nuntio vobis gaudium magnum...!! Habemus papam..! Ludovicus, Cardenal Albertini, Eminentísimus at Reverendisimus ¡Joannes Paulus III!.