-¡Abran a policía militar!
Los golpes resonaron con fuerza en toda la vivienda.
-¡Abran inmediatamente o tiramos la puerta abajo!
La pobre mujer abrió la puerta abrochándose aún la bata que se había puesto con prisas.
-¿Vive aquí el camarada Bernardo Hinojosa? ¡Que salga inmediatamente!
Don Bernardo estaba también en la cama y le había despertado los golpes como a su mujer. Al oír las voces de la policía salió precipitadamente sin ponerse nada sobre el pijama.
-Vamos, ¡Que salga también el cura!
-Aquí no hay ningún cura… aquí solo estamos, mi mujer, mi hija, y el niño, porque su padre está luchando en el frente…
-¡Déjate de idioteces, y di a ese cura que salga inmediatamente si no quieres que os rompamos las costillas a culatazos.
Emilita también se había despertado con todo el barullo y cogió en brazos al bebé que dormía en la cunita junto a su cama. Entreabrió la puerta de su habitación y vio a su madre con los pelos alborotados de no haberse podido asear después de dormir toda la noche, cogiéndose la bata como queriendo cubrirse parte de la cara. Su padre procuraba mantenerse más digno, aunque su aspecto también era deplorable… y su voz no parecía demasiado convincente cuando negaba la existencia del cura.
-¿Quién anda ahí? ¡Que salga inmediatamente, quien sea!
Emilita se asomó a la puerta con el niño en brazos.
-Vamos tú, no te quedes ahí pasmada, y llama a ese cura, si no quieres que le pase algo malo a tu niño!
Ella se echó a llorar, apretujando al pequeño entre sus brazos. El padre sabía que ella no iba a poder resistir los interrogatorios de los guardias.
-Un momento, un momento… No hace falta hacer daño a nadie… ¡esperen un momento!
Se iba a dirigir al interior de la vivienda, pero un guardia se puso tras de él y le siguió apuntándole con el cañón de su fusil. En una puerta del pasillo, que simulaba un pequeño armario para los trastos de limpieza, empujó una de las paredes y cedió una pequeña puerta camuflada, que no más de un metro de alta, por medio de ancha. Detrás había una pequeña habitación que antes había sido dormitorio y que ahora se había convertido en un zulo, donde se escondía don Emiliano desde que empezó la guerra.
Era un venerable anciano, que parecía haber encogido de estar tan tiempo encerrado en una habitación tan pequeña y que caminaba con dificultad, por su casi absoluta inmovilidad durante ya casi tres años. Él también se había despertado con los golpes y cuando pudo escuchar los que decían los guardias se vistió deprisa y supo que había acabado su prisión voluntaria y que iba a empezar la forzada, si no su propia muerte. En los breves momentos que tardó en abrirse la portezuela de su escondrijo rezó una oración y se encomendó a Dios poniendo en sus manos su destino y su vida.
-¡Aquí está el cura. Las informaciones eran ciertas! ¡Vamos, sal de ahí, que ya verás lo que te espera!
El que parecía al mando de la pequeña patrulla se fue hacía él y le empujó junto a los demás.
-¡Y ahora, todos al Comité¡ No hace falta que cojáis nada de ropa… para lo que os va a servir..!
Los demás guardias rieron la gracia del que parecía ser su jefe.
-Tú no, tú te quedas aquí con el pequeño, que para eso el padre está luchando en el frente… Pero no se te vaya a ocurrir marcharte a ninguna parte… ¡Vamos!
Los dos hombres y la mujer salieron medio arrastras de la vivienda y bajaron a empellones por las escaleras. Ella lloraba, el marido intentaba guardar un cierto empaque a pesar de lo ridículo de su vestimenta, el cura con las manos unidas parecía que hacía oración.
Cuando se cerró la puerta, la joven con su niño en brazos, sólo sabía llorar sin atreverse a hacer nada.
Todas las noticias confirmaban que los rebeldes de Franco avanzaban hacia la capital, y que los republicanos no iban a poder resistir mucho más tiempo. A pesar de la propaganda oficial que desmentía estas noticias, todos en Madrid sabían que la guerra ya no podía durar demasiado. Pero la represión era ahora mayor y a diario se conocían noticias de personas que eran detenidas por los guardias de asalto, acusadas de estas colaborando con la llamada “quinta columna” que eran las personas que colaboraban con los sublevados en la retaguardia.
Esa tarde se presentó de improviso Emilita con su niño en brazos, todo asustada. En la cara se notaba que algo muy grave había pasado.
- Vengo a traer al niño. Han detenido a mis padres y a mi tío Emiliano.
- Pasa niña, ¿Qué ha pasado?
- Ustedes no lo sabían… bueno nadie lo sabía. Cuando empezó la guerra y empezaron a matar a los curas, mis padres escondieron a mi tío Emiliano en casa. Oficialmente había escapado de Madrid con otros curas hacia Barcelona. Pero se escondió en casa y allí ha estado desde entonces, sin salir a ningún sitio para que nadie lo viese. No sabemos cómo, pero alguien se ha enterado y ha debido denunciarlo; esta mañana se han presentado unos guardias de asalto y se los han llevado a los tres. A mí me han dejado por el niño, pero me han dicho que no podía salir de casa bajo ningún concepto. Me ha dado mucho miedo, y he pensado venir aquí, por lo menos a dejar al niño…
- De ninguna manera, tú no te marchas de aquí, no puedes estar sola en la casa de tus padres, y aquí seguro que no vienen a buscarte.
El pequeño Nicomedes ya andaba agarrándose de silla en silla. Rosa le veía muy poco, porque a su edad procuraba no andar demasiado por las calles y además no le gustaba molestar a sus consuegros. Emilita tampoco salía de casa y solo cuando Genaro volvía con algunos días de permiso se lo llevaba para que lo viese la abuela.
Emilita no sabía nada de la relación de su padre con la vecina de su suegra ni de su intervención para que Genaro entrara a trabajar en la tienda. Unos días después comentó a Rosa lo simpática que era la vecina de arriba y lo cariñosa que había estado con el pequeño.
-Sí, siempre ha sido muy cariñosa y ha querido mucho a Genaro, como ella es soltera y no ha tenido hijos…
Esa misma tarde avisaron a Evaristo y a Rosita de lo que estaba pasando. Por medio de su socio que estaba muy bien relacionado con algunos mandos militares, supo que los padres y el tío de Emilita estaban en la Cárcel Modelo. Le aseguraron que los cargos que había contra ellos eran muy graves y que posiblemente les hicieran un juicio sumarísimo por alta traición y espionaje, pero le dijeron que podían llevarles algo de ropa y algo de comer a la cárcel.
Evaristo se ofreció a ser el correo para evitar que su cuñada se viese en una situación a la que no estaba acostumbrada. En un hatillo que le preparó, con algo de ropa, unas barras de pan, un poco de queso y unas frutas que puso él, le puso también una nota en la que les decía que su hija y el niño estaban bien, y que no se preocupasen por ellos.
Logró que se lo entregaran en mano, gracias a los favores que él había hecho a uno de los guardias de la cárcel, que después le confirmó que ellos se encontraban bien, aunque muy preocupados porque todavía nadie les había comunicado cual era el delito del que se le acusaba, aunque de sobra conocían que esconder a un cura en casa, aunque fuese familiar suyo, era uno de los peores delitos de los que les podían imputar.
En la cárcel todo era confusión. Había pasado una semana y ningún carcelero sabía nada sobre su posible juicio, que al llegar les habían dicho que se celebraría de inmediato. Los habían separado. Los dos hombres estaban en un barracón grande en el que se hacinaban más de cincuenta presos que tenían que dormir en jergones tirados en el suelo. A la mujer la habían llevado a una sala, también espaciosa en la que, al menos había algun0s catres para que no se acostasen directamente en el suelo. Posiblemente era de las más mayores que se encontraban allí. Las nuevas compañeras de reclusión la acogieron con cariño y deferencia; la dejaron una manta con la que cubrirse hasta que le trajeron su ropa. Ella no paraba de llorar y decir que seguro que las iban a matar a todas.
La realidad es que en los últimos meses no se estaban celebrando juicios y que muy a menudo dejaban que algunas mujeres marchasen a casa.
El principio de la primavera en Madrid estaba siendo frío, aunque ya habían desaparecido los hielos y los días eran mucho más largos.
Esa día, lo que allí llamaban comida se estaba retrasando. Algunas reclusas empezaron a protestar y golpear las puertas pidiendo su rancho. A eso de las tres de la tarde, una miliciana abrió la puerta de par en par.
-¡Os podéis marchar todas a casa!
Al mismo tiempo, en el pabellón de los hombres ocurría lo mismo.
Cada uno empezó a recoger lo poco que tenían allí. Salían con miedo de los barracones, por si era una trampa y matarlos allí mismo. Poco a poco los pasillos se empezaron a llenar de hombres y mujeres asustados que no tenían muy claro lo que estaba pasando. No había ningún guardia y todas las puertas estaban abiertas; incluso la que daba a la calle.
Don Bernardo y don Emiliano buscaron a la mujer entre todo el desbarajuste de hombres y mujeres que corrían, se empujaban y trataban de escapar de allí lo antes posible. Se separaron y no tardaron en dar con ella. Los tres, aparentando muchos años más de los que ya tenían y apoyándose los unos en los otros, salieron de la cárcel, no teniendo claro lo que debían hacer.