Ilustración de La Vanguardia.
Hace ya unos meses que nuestras vidas están cambiando. Vivimos arrastrados por una segunda ola de la pandemia que parece dispuesta a ser aún más grande que la primera. Estamos confinados en casa, no por la decisión de los políticos, que también; sino por el miedo propio a un contagio que cada vez parece más amenazante. Vamos siendo mayores, y ahora ya empezamos a reconocerlo, y se nos antoja que el peligro está más cercano. Hace ya varios meses que no nos reunimos a cenar con los amigos. Los hijos no pueden visitarnos por el aislamiento perimetral y nos tenemos que contentar con ver a los nietos en las videollamadas con el móvil. Hasta lo vecinos nos llaman por teléfono porque no se atreven a llamar a la puerta para preguntarnos cómo estamos por miedo a un posible contagio.
Y además no podemos ver la televisión por el lamentable espectáculo que nos ofrecen políticos y periodistas que solo se preocupan de atacar a los contrarios en vez de ocuparse en buscar soluciones a los graves problemas que nos acechan.
Nuestro mundo se está haciendo cada vez más pequeño. Hasta tenemos que hacer un circuito en el piso para andar unos kilómetros diarios porque tenemos metido el miedo en el cuerpo y hasta salir a dar un paseo a la calle nos asusta.
Es verdad que de vez en cuando nos hablamos por teléfono, y que nos mandamos mensajes por Whatsapp, pero nos falta el calor de los abrazos y el contacto cercano que parecía que nos hacía más humanos.
Además, como dicen, la distancia es el olvido. Ahora, recluidos en nuestras casas, solo recibimos la influencia maligna de los medios de comunicación y cada vez nos vamos haciendo más intransigentes y más radicales.
A veces ya no nos reconocemos en esos mensajes que enviamos, “reenviados”, que seguro no nos hemos parado a pensar todo lo que allí se dice. Porque no es lo mismo un diálogo en el que puedas disentir de lo que dice tu interlocutor a un mensaje escrito, al que es mejor no contestar para poder seguir siendo amigos.
Cuentan que Sócrates aconsejaba a sus discípulos hacer la prueba de los tres tamices, antes de propagar una información: el tamiz de la verdad; no trasmitirla antes de verificar su veracidad. El tamiz de la bondad, difundirla solo si puede hacer bien al que lo recibe y, tercero, el tamiz de la utilidad: preguntarnos si esa información es útil para el que lo recibe. Si no, decía Sócrates, podemos estar trasmitiendo una noticia falsa, que no hace ningún bien a nadie y que además no tiene ningún utilidad. ¡cuanta falta hacía que muchos informadores se aplicasen estos tres tamices que aconsejaba el antiguo filósofo griego.
Esta maldita pandemia nos ha recluido en casa, nos ha alejado de nuestras familias y de nuestros amigos, pero a lo mejor es una buena oportunidad para escuchar los consejos de los sabios.