Hay quienes tienen la habilidad de dar patadas a un balón y con eso se ganan, muy bien, la vida. Hay a quienes la naturaleza les otorgó el don de una voz privilegiada y de eso viven, también bastante bien, dedicándose al canto o al cante. Hay quienes adquirieron el arte de la pintura o, posiblemente, nacieron con él y sus obras cuelgan en los mejores museos del mundo y hay quienes nacieron con el don de la escritura y son capaces de crear historias que emocionarán a varias generaciones.
Sin embargo, todas estas habilidades personales solo demuestran su excelencia en lo que les distingue, y un futbolista puede ser tonto de remate; un cantante, un ignorante; un pintor puede no ser capaz de hacer nada más que pintar; como un escritor puede ser un perfecto idiota. Y seguro que todos conocemos uno o varios ejemplos con los que confirmar esta regla.
Lo que pasa, generalmente, es que todas estas personas que en lo suyo alcanzaron la excelencia, llegan a considerarse también excelentes en casi todo, y se atreven a sentar cátedra sobre cualquier materia, y a considerarse superiores a los demás mortales y, en esto, los escritores se llevan la palma, que para eso se les considera intelectuales.
No he leído ningún libro de Felix de Azúa, aunque sí acostumbraba a leer los artículos que firmaba en los periódicos, y desde luego, no voy a cuestionar sus méritos para haber sido nombrado académico de la R.A.E.; pero lo que sí estoy dispuesto a defender es que el ser académico no garantiza, ni muchísimo menos, la inteligencia. Es más, por bastante menos de lo que él ha dicho de la señora alcaldesa de Barcelona, a muchos se les podría llamar idiotas.