Eran poco más de las doce del mediodía y aporrearon la puerta con insistencia. Rosa se echó por encima la bata y salió a abrir sobresaltada. Genaro sosteniendo a Emilita que estaba al borde de un ataque de nervios tenía la cara blanca como la pared y apenas si podía balbucir alguna palabra. Se apartó de la puerta para que pudiesen entrar y acercó una silla para que se pudiese sentar su nuera. Corrió a la cocina y trajo un vaso de agua que ella bebió con ansiedad. Genaro había ido a por otro que también bebió todavía sin decir una sola palabra.
- Por Dios, hijos, decidme, ¿qué ha pasado?
- Una tragedia, madre, una tragedia. La Iglesia de San Isidro está en llamas. Han roto los cristales de los escaparates de nuestra tienda, la calle de Toledo está tomada por los milicianos. Hemos tenido que salir huyendo para nuestra vidas estaban en peligro… y la pobre Emilita en este estado…
A la joven, poco a poco, le iba subiendo el color a la cara. Ahora, sentada en casa de su suegra, empezaba a serenarse y el corazón casi había recobrado su ritmo normal. Ahora Genaro, sentado en una silla a su lado, y cogiéndola de la mano, empezó a cotar a su madre todo lo ocurrido.
- Yo había bajado, como todos los días, a las nueve de la mañana para abrir la tienda. Emilita se había quedado en casa porque no había pasado buena noche por el calor. ¿Te encuentras mejor, vida mía? En la calle había más gente que de costumbre y se veían llegar guardias de asalto totalmente armados, que yo pensé que era para mantener el orden. Yo entré en la tienda y a la media hora escuche un gran alboroto; me asomé a la puerta y por toda la calle Toledo, desde la Plaza Mayor, bajaba una multitud de milicianos dando gritos y enarbolando fusiles y banderas de la República. Mi reacción inmediata fue cerrar la tienda, pero sólo me dio tiempo a poner el tablón de uno de los escaparates. El gentío empezaba a arremolinarse a mi alrededor y salí corriendo hacia nuestra casa para ver cómo estaba Emilita.
- Yo también me había dado cuenta de lo que pasaba y vi desde una de las ventanas, escondida detrás de los visillos, cómo se acercaban a la iglesia con antorchas encendidas y comprendí enseguida cual era su intención. En ese momento llegó Genaro, cerramos la puerta y nos dirigimos a la casa de mis padres en la calle Bailén para decirles que no se les ocurriese acercarse a la tienda.
- Ellos nos dijeron que allí no estábamos totalmente seguros porque todos los vecinos conocían su relación con los curas y alguno podía denunciarles. Nos dijeron que hasta que pasase el tumulto estábamos mejor aquí, contigo, madre.
- Y yo me alegro mucho que hayáis venido, porque así veo que estáis a salvo. ¿Y que más ha pasado?
- Cuando cruzábamos por delante de la Colegiata, hemos visto que ardía parte del retablo. Por las proporciones del incendio, seguro que no se salva ninguna de las pinturas; ni el cuadro de Ricci, ni el de Luca Giordano ni nada del retablo de Ventura Rodríguez. Al llegar cerca de aquí alguien estaba diciendo que se había hundido la cúpula… Un desastre… un verdadero desastre.
Pero no había sido solo la Colegiata de San Isidro. La mayoría de las iglesias de la capital habían sido asaltadas. La Iglesia de Jesús de Medinaceli junto al Hotel Palace, que siempre había recibido el fervor de los madrileños tampoco se libró del fuego. La Iglesia de El Salvador y San Nicolás en la calle de Atocha fue asaltada por las turbas exaltadas. Tiraron las imágenes desde sus altares, sacaron de la sacristía todos los ornamentos de culto y los vasos sagrados y los esparcieron por el suelo. Los Milicianos se vestían con las casullas y hacían simulacro de misas con ademanes obscenos utilizando los fusiles como báculos y tirando los libros en un montón en el centro de la iglesia para después prenderles fuego. Nadie ponía orden y el pillaje se generalizaba por todas partes. Una mujer se iba guardando debajo de las faldas todo lo que consideraba de valor. Dos curas viejos que vivían en la rectoral habían bajado a la iglesia al oír la algarabía, los dos fueron abatidos sin contemplaciones.
Durante los días siguientes todo el cielo de Madrid estaba poblado de largas columnas de humo que se elevaban como testigos ciegos de la desolación que se estaba viviendo.
Genaro, cuando se hubo calmado, a petición de su madre salió hacia la calle Sacramento para buscar a su hermana y su familia. Todos estaban bien volvieron con él para estar todos juntos en la casa de la madre.
Rosa, alertada por el Amo, se había abastecido de los alimentos más básicos, de embutidos y conservas, que les iban a permitir subsistir a todos juntos hasta que se fuese normalizando la situación.
Todo era desconcierto y nadie sabía a ciencia cierta lo que estaba pasando. Sabían que el General Franco se había sublevado en Marruecos, que controlaban el sur de la península, pero el Gobierno mantenía el poder en Madrid y que estaban dispuestos a defender la República. Aunque no lo sabían, sí todos pensaban que esto podía ir para largo, y que lo que les esperaba ahora no iba a ser nada fácil.
Rosa no tenía ninguna información de lo que estaba pasando en Recondo, pero tenía un negro presentimiento que no quiso compartir con sus hijos.
Aunque efectivamente la situación se fue normalizando y las autoridades pudieron controlar el orden público, el miedo se podía ver en los ojos de todos. Nadie se fiaba de nadie. Nadie conocía tan bien a sus vecinos para poder asegurar que no les fuesen a traicionar o a denunciarles falsamente por cualquier motivación personal o por pura maldad. Genaro había pasado por delante de la tienda y pudo comprobar que había sido asaltada y no quedaba nada dentro; pero el barrio ya estaba tranquilo, pudo hablar con alguno de los vecinos y se cercioró de que podía volver a casa con su mujer, aunque sabía que era imposible intentar volver a abrir la tienda.
Rosita, Evaristo y su niña también regresaron a su piso en la corrala de la calle Sacramento. Aunque la tienda de telas se abrió a la semana siguiente, el dueño le dijo que le tenía que despedir porque en esta situación le iba a ser imposible pagar su sueldo. A Rosita le dijeron que ya la llamarían si había trabajo.
Antes de que se fueran de casa, Rosa entregó a escondidas cien pesetas a cada uno de sus hijos, para que fueran tirando, aunque ellos se resistían a cogerlo.
- No os preocupéis, vuestra madre sabe lo que hace y si tenéis alguna dificultad, podéis recurrir a mí, pero no le digáis a nadie nada de esto.
Ella había cumplido los cincuenta y nueve años, ahora se sentía muy mayor y su vida ya no tenía más sentido para ella que cuidar de sus hijos, mientras tuviera fuerzas y gracias al dinero que el Amo le había entregado providencialmente unas semanas antes.
En la escalera principal del número diez de la calle de Leganitos, la situación había cambiado muchas cosas. El señor Emilio había muerto el año anterior y la señora Susana y el señor Braulio, ya muy mayores seguían viviendo allí, pero los herederos del sastre ya le habían comunicado que tenían que dejar la casa y tendrían que marcharse a su antigua casita de Vallecas. La Julita había recibido una visita de don Bernardo para comunicarle que dadas las circunstancias no podría seguir visitándola y que le iba ser imposible seguir mandando el dinero mensual que nunca le había faltado. Que no podía correr el riesgo de que su hija, que visitaba frecuentemente a su suegra, fuese a enterarse ahora de la situación, y que por todo ello, era mejor dejar las cosas así. Que había sido una verdadera compañera para él, y que siempre la querría.
Esta nueva situación la dejaba en una situación muy delicada. Era la propietaria del piso pero no tenía ingresos ni para sufragar los gastos de la vivienda ni para sobrevivir. Además, ya no tenía ni años ni físico para ejercer el único oficio que conocía y que había ejercido durante toda su vida. Entonces se le ocurrió que podría ser una buena solución ofrecer el piso a sus viejos vecinos en las mismas condiciones que tenían con el sastre, lo que fue un alivio para todas las partes, pues pensaron que sería mejor compartir lo poco que tuviesen que buscarse la vida cada uno por su lado.