Un chaval jugando al golf con una rama de árbol y una piedra junto al campo de Pedreña. Un recogepelotas a quien invitaban a dar unos raquetazos los señoritos cuando no había llegado su amiguete al club de tenis de Madrid. Un muchacho de Toledo que subía las empinadas cuestas pensando en que era un águila. Y un casi niño con las manos manchadas de grasa que se afanaba en que su moto corriese un poco más.
Angel Nieto, llegó a ganar doce campeonatos mundiales de motociclismo con uno de estrambote. Federico Martín Bahamontes llegó primero a las cumbres del Tour en compañía de las águilas y fue coronado en el Parque de los Príncipes. Manolo Santana después de ganar en Londres besó la mano a la Reina y ahora su nombre da nombre a la pista central de la Caja Mágica de su pueblo... Y Severiano que ha sido el primero en llegar a mito consagrado, enfundado en su chaqueta verde.
Son los últimos románticos del deporte. Tomaron la salida siendo nadie y alcanzaron la inmortalidad y el reconocimiento basándose en su tesón, su ilusión, su esfuerzo, su entraga y su hombría de bien; tan lejos de los actuales superhombres del deporte, creados la mayoría en las fábricas o en los laboratorios donde prima el músculo y los dólares. Son también héroes, pero mercenarios, que serán sustituidos rápidamente por sus fans, como sustituíamos los cromos de nuestros álbumes de niño.
Ayer se marchó Severiano de su pueblo cántabro, para entrar en el cielo de los mitos. Pero un mito humano al quien se le recordará durante mucho tiempo como uno de los últimos románticos del deporte.