Fotografía de los soportales de la Plaza Mayor de Chinchón, tomada en el año 1950.
"Éramos tan pobres que no teníamos ni traumas. Entonces tampoco conocíamos la televisión, sólo algunas radios y las bicicletas de los niños ricos. En los días de fiesta grande, como las Navidades, se comía gallina en pepitoria; y jugábamos a la pídola - las niñas a la comba - y al rescatao en la plaza. No teníamos, tampoco, balones de reglamento hasta que no los regaló el chocolate Dulcinea completando la colección de jugadores de fútbol... Puchades, César, Olsen, Ben Barek - el negrito del atleti -, Juanito Alonso que era el portero del Real Madrid... tampoco nuestros padres tenían depresiones, porque sólo tenían tiempo para trabajar de sol a sol, ellos en el campo y ellas lavando en el tinajón a la intemperie aunque estuviese helando; entonces calentaban agua en un cubo de zinc para derretir la gruesa capa de hielo que se había formado en la superficie.
Lo que sí teníamos, en invierno, eran sabañones... en las manos y en los pies... rojos, grandes y perdurables hasta que llegaba de la primavera. También teníamos una cartilla, cuando éramos más pequeños, y después el Catón que guardábamos en el cabás de cartón - nosotros decíamos cabaz - con un cuaderno de dos rayas, que nos tenía que durar todo el curso, un lápiz, un borrador y un sacapuntas.En los soportales de la plaza, frente a la tienda de Antero, cambiábamos los tebeos de "Roberto Alcazar y Pedrín", del "Guerrero del antifaz" y de "Hazañas bélicas". Los nuevos se compraban en el estanco de las "Quetis" de la calle de los Huertos y creo que costaban veinticinco céntimos, o sea, un real. Luego llegarían el "Jabato" y el "Capitán Trueno" con Crispín y Goliat.
Sentados junto a las columnas esperábamos pacientemente hasta que llegaba el coche de viajeros que entraba majestuoso por la Puerta de la Villa y después de dar una torera vuelta al ruedo se veía rodeado por los familiares que recibian a sus deudos como si llegasen de fabulosas y arriesgadas expediciones y por los curiosos desocupados que no disimulaban su interés por conocer las aficiones viajeras de sus paisanos que aprovechaban la vuelta que daba el coche por la plaza para dejarse ver mientras saludaban efusivamente por la ventanilla a cualquier conocido para no pasar desapercibidos. También esperaba "el Ochoa" con su carretilla que se encargaba de recoger las mercancias que llegaban de la capital para hacer después el correspondiente reparto.
A Madrid sólo íbamos para que nos viese el médico cuando don Pedro o don Marcial no solucionaba el problema que era las menos de las veces. Pocas veces para comprar, como, por ejemplo, el traje de la Primera Comunión y casi nada más. En alguna ocasión nos dejaban nuestros padres ir en el camión de melones que llevaban a vender a Legazpi y después volvíamos en el coche de viajeros, ante la admiración de nuestros amigos que no disimulaban su envidia.
Tambien iban a Madrid los pocos que estudiaban el Bachillerato y tenían que examinarse en el Ramiro de Maeztu. Cuando tenían que pasar unos días en Madrid se hospedaban en una pensión de la calle Postas. Claro que de esto me enteré unos años después.
Cuando llegaba el coche solían encenderse las luces de las calles y se producía la desbandada general de toda la chiquillería porque esa era la señal que se marcaba como tope para volver a nuestras casas.
Entonces tampoco había señales de tráfico en las calles, ni direcciones prohibidas... ni coches, claro; sólo carros, tirados por mulas, cargados de ajos y de mies en verano, de cubetos de uva en el otoño y de sacos de aceitunas en el invierno. Y a la caída de la tarde una larga retahíla de caballerías que volvían de la vega. Los burros con grandes albardas sobre las que se habían colocado las alforjas ahora ya casi vacías y que servían de asiento a los hombres ya cansados de la ruda y larga tarea, detrás las mulas uncidas a pesados arados y vertederas en cuyo extremo chirriaba un pequeño carrillo o con grandes serones en los que sobresalían los azadones, los bieldos o las estevas de los arados y, en demasiados casos, cabalgadas por un niño, arrebujado en una manta, que ese día no había podido ir a la escuela.
Eran los principios de los cincuenta. Ya entonces nos empezaban a contar que había habido una guerra y que entonces sí que habían pasado hambre... y miedo... pero éramos demasiado pequeños para contarnos más detalles... y empezamos a ir al colegio. Estaba el de don Fernando al final de la calle Morata, el de don Lorenzo en la calle de los Huertos, el de doña Matilde y don Ramón en la calle Grande por las mañanas y en la calle Morata, donde vivían, por las tardes, y el Colegio de Cristo Rey sólo para las niñas.
18 de julio de 1951, Franco llega a Chinchón para inaugurar el Grupo Escolar "Hnos.Ortiz de Zárate" Saludando desde el balcón del Ayuntamiento.
Unos años después Franco inauguró el Grupo Escolar un día 18 de julio y empezamos a disfrutar de unas fantásticas instalaciones los días que no teníamos que ir al campo para ayudar a nuestros padres, sobre todo si eras el mayor de los hermanos, como era mi caso.
Así pues, en esos años nos faltaban muchas cosas. Eran tiempos de carencias y de renuncias, pero también de disfrutar con fruición cualquier pequeña fruslería que pudiese llegar a nuestras manos. Las cosas más insignificantes podían llegar a ser fabulosos tesoros. Una hoja de papel en blanco, sin rayas, en la que poder dibujar, era casi imposible de conseguir y aprovechábamos cualquier trozo de periódico en el que había un espacio vacío para emborronarlo con nuestros "burrapatos". Pero eso era también harto difícil, porque sólo llegaba a nuestras casas como emboltorio de alguna que otra esporádica compra. Las chucherías las conseguíamos, los domingos, en el "puesto" de la tia "Nuncia", que colocaba su cesta repleta de caramelos en la Columna de los Franceses, y nos vendía las pastillas de malvavisco y los chicles de "bazoca" que cortaba en trozos con un cuchillo para poderlos dar a perra gorda..."