EL CORZO (Un cuento con moraleja implícita)
El pequeño Serafín era una mala bestia. Sus padres, conocidos nuestros de toda la vida, habían tirado la toalla y lo habían dejado por imposible, y eso que sólo tenía cinco años. Era el terror de sus compañeros de guardería, a los que tenía atemorizados. Un día escondía un ratón en el cabás de su compañera de pupitre, otro emborronaba todos los cuadernos de la clase con las témperas de las manualidades, otros rompía los lápices de colores y los escondía en el bolso de la “seño”; todas las maldades que una mente tan pequeña era capaz de imaginar, él las ponía en práctica, y sus padres no paraban de recibir notas de la directora del parvulario que les amenazaba con expulsar a tan díscolo alumno como precoz maleante.
Cuando creció, sus hazañas se extendieron al parque de la urbanización, a las calles aledañas y sobre todo a la escalera del bloque donde vivían. No paraban las bolsas de basura en los rellanos, el portero llegó a presentar su renuncia al presidente de la Comunidad porque no era capaz de limpiar todo lo que el niño ensuciaba, y sus padres tuvieron que asumir el pagar un sobresueldo al portero, cuando la comunidad convocó una junta extraordinaria monográfica para “buscar soluciones a la actitud del niño del 4º B” como único tema en el orden del día.
Habían probado con todos los castigos conocidos; su padre le había repetido cientos de veces que debía aprender de él que siempre había obedecido al suyo; acudieron a un psicólogo, por indicación mía, pero sin ningún resultado; incluso el médico de cabecera de la Seguridad Social les recetó unas pastillas para tranquilizarle, pero que sólo le daban un poco de somnolencia y cuando despertaba era mucho peor...
Creo que fue a su madre a la que se le ocurrió asustarle con el “corzo”. Como todos sabéis, el corzo es un mamífero cérvido rumiante, algo mayor que la cabra, de cola corta y cuernas ahorquilladas que por lo que dicen es de carácter manso y huidizo. Pues bien, nadie supo explicar por qué, pero al bueno de Serafín eso de que pudiese venir el “corzo”, le aterrorizó. Puede ser que en el subconsciente del muchacho quedasen reminiscencias atávicas de ancestros cazadores o que por su escasa formación confundiese el tímido corzo con un animal terrible y sanguinario, el caso es que desde ese momento, con tan solo amenazarle con la llegada del “corzo”, se convertía en el más dócil y obediente de los niños.
Los padres estaban locos de contentos. Si iba a pegar a un niño: “¡Que viene el corzo!”, decían; si había cogido algo a sus compañeros, le hacían devolverlo con la amenaza de “¡Que viene el corzo!”, si regañaba con sus hermanos... “¡Que viene el corzo!”, si no quería estudiar, sólo tenían que decir: “¡Que viene el corzo!”.
Un día de aquellos fue su padre fue quien lo descubrió. La amenaza de “¡Que viene el corzo!” también podía servir para que Serafín hiciese todo lo que se les ocurriese mandarle: Tráeme el periódico, “¡Que si no, viene el corzo!”, hoy tienes que sacar la basura, “¡Que si no, viene el corzo!”, deja la pelota a tu hermanito, “¡Que si no, viene el corzo!”.
Lo dicho, que el pobre Serafín se había convertido en el niño más bueno del mundo.
El pequeño Serafín era una mala bestia. Sus padres, conocidos nuestros de toda la vida, habían tirado la toalla y lo habían dejado por imposible, y eso que sólo tenía cinco años. Era el terror de sus compañeros de guardería, a los que tenía atemorizados. Un día escondía un ratón en el cabás de su compañera de pupitre, otro emborronaba todos los cuadernos de la clase con las témperas de las manualidades, otros rompía los lápices de colores y los escondía en el bolso de la “seño”; todas las maldades que una mente tan pequeña era capaz de imaginar, él las ponía en práctica, y sus padres no paraban de recibir notas de la directora del parvulario que les amenazaba con expulsar a tan díscolo alumno como precoz maleante.
Cuando creció, sus hazañas se extendieron al parque de la urbanización, a las calles aledañas y sobre todo a la escalera del bloque donde vivían. No paraban las bolsas de basura en los rellanos, el portero llegó a presentar su renuncia al presidente de la Comunidad porque no era capaz de limpiar todo lo que el niño ensuciaba, y sus padres tuvieron que asumir el pagar un sobresueldo al portero, cuando la comunidad convocó una junta extraordinaria monográfica para “buscar soluciones a la actitud del niño del 4º B” como único tema en el orden del día.
Habían probado con todos los castigos conocidos; su padre le había repetido cientos de veces que debía aprender de él que siempre había obedecido al suyo; acudieron a un psicólogo, por indicación mía, pero sin ningún resultado; incluso el médico de cabecera de la Seguridad Social les recetó unas pastillas para tranquilizarle, pero que sólo le daban un poco de somnolencia y cuando despertaba era mucho peor...
Creo que fue a su madre a la que se le ocurrió asustarle con el “corzo”. Como todos sabéis, el corzo es un mamífero cérvido rumiante, algo mayor que la cabra, de cola corta y cuernas ahorquilladas que por lo que dicen es de carácter manso y huidizo. Pues bien, nadie supo explicar por qué, pero al bueno de Serafín eso de que pudiese venir el “corzo”, le aterrorizó. Puede ser que en el subconsciente del muchacho quedasen reminiscencias atávicas de ancestros cazadores o que por su escasa formación confundiese el tímido corzo con un animal terrible y sanguinario, el caso es que desde ese momento, con tan solo amenazarle con la llegada del “corzo”, se convertía en el más dócil y obediente de los niños.
Los padres estaban locos de contentos. Si iba a pegar a un niño: “¡Que viene el corzo!”, decían; si había cogido algo a sus compañeros, le hacían devolverlo con la amenaza de “¡Que viene el corzo!”, si regañaba con sus hermanos... “¡Que viene el corzo!”, si no quería estudiar, sólo tenían que decir: “¡Que viene el corzo!”.
Un día de aquellos fue su padre fue quien lo descubrió. La amenaza de “¡Que viene el corzo!” también podía servir para que Serafín hiciese todo lo que se les ocurriese mandarle: Tráeme el periódico, “¡Que si no, viene el corzo!”, hoy tienes que sacar la basura, “¡Que si no, viene el corzo!”, deja la pelota a tu hermanito, “¡Que si no, viene el corzo!”.
Lo dicho, que el pobre Serafín se había convertido en el niño más bueno del mundo.
Pero... -siempre tiene que haber algún “pero”- como el niño se iba haciendo mayor y además se había convertido en un buen estudiante, un día descubrió que lo del “corzo” no tenía ningún sentido y que sus padres, además, se había valido de su ignorancia y de sus miedos irracionales para aprovecharse de él.
Y como nadie se había ocupado de hacerle comprender lo que era “bueno” y lo que era “malo”, ni explicarle cuales debían ser los principios éticos que debían regir su vida, porque el “corzo” se había convertido en la única referencia válida para dirigir sus actos, pensó que era el momento para volver a hacer todo lo que su cuerpo le pedía y su mente maléfica le dictaba.
Hace mucho tiempo que no veo a sus padres, aunque, como os he dicho, éramos conocidos de toda la vida, pero por lo que me dijo un vecino, Serafín está muy bien situado y es concejal de urbanismo en un pueblo de la costa del Sol.
Y como nadie se había ocupado de hacerle comprender lo que era “bueno” y lo que era “malo”, ni explicarle cuales debían ser los principios éticos que debían regir su vida, porque el “corzo” se había convertido en la única referencia válida para dirigir sus actos, pensó que era el momento para volver a hacer todo lo que su cuerpo le pedía y su mente maléfica le dictaba.
Hace mucho tiempo que no veo a sus padres, aunque, como os he dicho, éramos conocidos de toda la vida, pero por lo que me dijo un vecino, Serafín está muy bien situado y es concejal de urbanismo en un pueblo de la costa del Sol.
Nota: El lector puede cambiar "corzo" por "hombre del saco", "infierno", etc. etc.