Don Esteban era un depredador nato. Un extraordinario y fabuloso depredador, implacable y sanguinario que disfrutaba abatiendo a sus víctimas. Además, a don Esteban, le gustaba presumir de sus trofeos, tenía toda su casa adornada con las cabezas disecadas de las fieras que había cazado en sus ya dilatadas y, cada vez, más frecuentes correrías cinegéticas. Había jabalíes, antílopes, cabras monteses, ciervos, mutones, rebecos, un oso pardo, dos tigres de vengala, una leona y hasta la cabeza de un elefante africano. Pero su trofeo más codiciado, y del que más presumía, era Petronila su propia esposa. No es que fuese hermosa, ni estuviese adornada de un ramillete de virtudes que la hiciesen digna de admiración; tampoco era el paradigma de la sabiduría ni su carácter era grácil, afable o condescendiente, no; más bien era todo lo contrario: algo huraña, poco cariñosa, nada sociable, de ideas trasnochadas, muy beata y dada a los rezos a todas horas, bastante mojigata y entrada en carnes. Dicho sin ambages, era obesa, y así había sido desde que la conoció. Cualquier lector perspicaz se estará preguntando qué fue lo que pudo atraer a un avezado, curtido, sagaz y hábil cazador hacia esta presa sin aparentes atractivos.
- Eso, ¿cómo un cazador hábil, avezado, sagaz y curtido, pudo interesarse por una presa tan poco atractiva, o hay algún dato que aún desconocemos?
Efectivamente querido y perspicaz lector, don Esteban, que ya entonces demostraba una rara habilidad impropia de su tierna edad, supo descubrir la cualidad que adornaba a Petronila: era la hija única y heredera del emporio metalúrgico de don Gumersindo. Claro que entonces don Esteban era sólo el Sr. García y la heredera, a sus veinte años, aún disponía de algún que otro signo de femineidad. García, cual laboriosa y sutil araña, supo entretejer una maraña de adulaciones que enredó a la inexperta joven que cayó rendida en la tela de tan hábil, calculador e interesado depredador. La historia de esta captura era su hazaña más celebrada por los amigotes siempre dispuestos a jalear todas sus aventuras, incluidas las cinegéticas. Lógicamente este trofeo no figuraba disecado en una de las paredes de su salón, sino más bien deambulaba por toda la casa en estado de semimomificación, sólo ocupada en sus novenas, sus rezos y en sus largas conversaciones con su director espiritual que la visitaba periódicamente, para que no tuviese que salir a la calle en su estado de extrema morbidez. Cuando la heredera entró en posesión de todo el imperio familiar, el ya don Esteban se hizo cargo de la dirección y se ocupó, entre otros asuntos importantes, de ampliar su colección de conquistas amorosas, que fueron engrosando la mayoría de las empleadas de la sociedad que tuvieran un mínimo de atractivo, teniendo en cuenta que el nuevo director no era demasiado exquisito en sus gustos. En su afán de perpetuar el recuerdo de sus logros, a todas sus amantes les regalaba prendas íntimas de fina lencería que después iba recuperando, una vez usadas, con las que logró formar una colección que no envidiaba en nada al más completo catálogo de cualquier multinacional del ramo.
Una de estas conquistas fue Obdulia, secretaria de administración en el departamento de ventas que era conocida como Gutiérrez en la oficina, quien supo captar su interés, no solo por su habilidad en el manejo de la adulación y el halago más que por sus cualidades amatorias, sino también, y sobre todo, por su innegables cualidades teatrales que le permitían fingir unos éxtasis orgásmicos que reforzaban el ampuloso ego de su jefe, a menudo puesto en entredicho por los frecuentes fracasos coitales que él siempre atribuía a la frigidez de sus conquistas.
La Gutiérrez, como él la llamaba, no solo recibió su consabida colección de lencería, sino un pisito en el extrarradio y el traspaso de una mercería en la calle Mayor, llamada “La bobina de hilo”, que hasta entonces, era donde compraba don Esteban la ropa interior. Este floreciente negocio, a pesar de haber perdido el más fiel de sus clientes, le permitía subsistir holgadamente cuando dejó la empresa para evitar la maledicencia de sus envidiosas compañeras que sólo habían conseguido las braguitas de encaje y algún que otro día de vacaciones. Como la mercería estaba más cerca que el pisito, no tenía más remedio que ejercitar sus dotes interpretativas en la trastienda, donde había instalado un confortable sofá por indicación de don Esteban. En algunos de aquellos gozosos trances en los que fingía perder el sentido por el placer que la proporcionaba, él llegó a prometer que dejaría a su esposa para casarse con ella; lo que no obnubiló a la antigua secretaria que conocía sobradamente la facilidad de su torpe amante para mentir descaradamente para conseguir sus propósitos. No obstante, aprovechaba esas ocasiones para decirle aquello de que “Cómo sois los hombres”, “Seguro que eso se lo dices a todas”; “Tú realmente no me quieres”, “Sólo buscas en mí tu placer”, y otras cosas por el estilo que hacían que él se sintiese culpable y siempre caían algunos cientos de euros que iban conformando un pequeño capitalito que crecía en la cartilla de la Caja de Ahorros. Pero ella era y quería ser “sólo” la entretenida y, además poco a poco, se iba encariñando con aquel cretino que no dejaba de ser un pobre hombre.
De su interesado matrimonio había nacido un vástago a quien su madre se encargó en malcriar entre rezos y novenas, y a quien su padre apenas si hacía caso, más interesado en sus obligaciones ya enumeradas. En ocasiones se lo había llevado de cacería pero nunca demostró gustos parejos a los de su progenitor sino, más bien, sus tendencias se inclinaban más por la mística y la poética, sin duda influenciado por el ejemplo materno que también, indudablemente, había contribuido a su tendencia innata a engordar. En estas circunstancias, los atractivos del hogar eran escasos para atraer a don Esteban y menos aún si decimos que vivía con ellos la mamá de su esposa, una vieja gruñona, achacosa, algo ida, caprichosa y chillona, que aunque apenas podía moverse, no paraba de echarle en cara lo mal que había educado al niño, y lo abandonada que tenía a su hija, que por su culpa había llegado a esa insostenible situación de abandono. Por eso, cuando llegaba a casa, se refugiaba en su despacho, donde sólo permitía la entrada de Susanita, que era la encargada de informarle de la situación familiar y hacerle provisión de víveres, viandas y bebidas que tomaba allí mismo hasta que se retiraba a descansar a su dormitorio privado.
Susanita era la trigésimo cuarta fámula que había llegado a servir a la mansión de los García-Iturmendi, y ya las braguitas de sus treinta y tres predecesoras formaban parte de la colección del señor, por eso doña Petronila le había advertido muy seriamente que no permitiría de ninguna manera que mancillase el honor de aquella púber inocente y que en caso contrario estaba dispuesta, a separarle de la dirección de sus negocios y donar todo su patrimonio a sufragar las obras pías de la Congregación de Hermanos Penitentes, a la que pertenecía su director espiritual. La directa amenaza de la que aún mantenía la titularidad de todas las acciones de la Metalurgia Iturmendi, surtió sus efectos y hasta ese día había sido un eficaz antídoto para sus irremediables inclinaciones depredadoras; pero aquella noche se había quedado viendo una película porno en canal plus. Susanita entró en el dormitorio para dejarle el vaso de leche con coñac sobre la mesilla. Al inclinarse apenas si dejó entrever un diminuto tanga que él no le había regalado y los acontecimientos se precipitaron como orquestados por una mano mefistofélica que hubiese ideado la más cruel de las venganzas.
Susanita gritó porque no esperaba el inesperado ataque, su mujer apenas si podía entrar por la puerta pero pudo ver a la criada con el uniforme hecho girones y a su marido con el tanga desgarrado en la mano, el hijo se ocultaba tras de su madre tapándose los ojos horrorizado por la melodramática situación. Hasta la abuela llegó sin parar de insultarle aunque no sabía muy bien lo que estaba ocurriendo. El Notario, al día siguiente, revocó los poderes, Fray Escolástico recomendó a un feligrés suyo de reconocida honestidad y probada aptitud para hacerse cargo de los negocios y el escándalo corrió como reguero de pólvora por toda la ciudad, para regocijo de doña Segismunda, amiga íntima de Petronila, soltera y entera, enemiga declarada de don Esteban, a quien no perdonaba que no hubiese intentado seducirla en ningún momento a pesar de las continuas insinuaciones con que le obsequiaba a espaldas de su esposa, conociendo su dilatada vida de crápula.
El cazador cazado tuvo que abandonar la mansión familiar y se instaló en un pequeño y recóndito hotel que ya había utilizado con algunas de sus conquistas y donde era muy apreciado por todo el personal por las pródigas propinas que hacía a las camareras. Esta nueva situación, sin embargo, no cogió por sorpresa a don Esteban, que durante los más de treinta años que había controlado los negocios se había ocupado de esquilmar en beneficio propio los fondos patrimoniales de la empresa familiar de su cónyuge, lo que le permitiría vivir desahogadamente el resto de sus días. Por otro lado la nueva situación de libertad le dejó el camino expedito para dedicarse, a tiempo completo, a la caza, en sus diferentes vertientes, hasta que llegó a saturarse, porque ya se sabe que todo cansa y porque había perdido la morbosidad que ofrece sólamente lo que está prohibido.
Al cabo de unos meses, en una de aquellas sesiones en la trastienda de la mercería, cuando la Gutiérrez entró en éxtasis -él todavía no había descubierto que era fingido- la propuso trasladarse a vivir con ella al pisito del extrarradio, lo que a ella, al principio, no le hizo demasiada ilusión, pero simuló estar muy complacida con la esperanza de que terminaría acostumbrándose a su compañía.
Cuando a finales de año cerraron el balance del negocio, los resultados habían sido extraordinarios. Las ventas habían aumentado en un noventa y siete por ciento, gracias a la gran habilidad de don Esteban que se entretenía atendiendo personalmente el departamento de lencería de la “Bobina de hilo”, la mercería de la calle Mayor.