Hoy cumplo cien años. Yo no
quería que esto ocurriese, pero no he tenido valor para remediarlo, y eso que
ahora lo de la eutanasia ya está bien visto. Es más, casi es obligatorio. La
doctrina oficial es que es inmoral vivir tanto tiempo, consumiendo los bienes
que tanto necesitan los más jóvenes.
Hace ya cerca de cuarenta años,
la sociedad empezó a reclamar el derecho a morir dignamente. Las autoridades
civiles tantearon la opinión para promulgar una ley que lo pudiese regular, pero
las religiosas mostraron su más profunda oposición.
Años después, cuando, por fin, se
llegó a una real separación de iglesia-estado, y ante la situación de
longevidad de la población y la disminución de los nacimientos, la situación
económica se iba haciendo insostenible de día en día.
A pesar de las medidas de
protección a la infancia y las grandes subvenciones que se ofrecían a los
padres cuando tenían un hijo, la natalidad había descendido alarmantemente y
mucho más cuando ya no quedaba ningún inmigrante en nuestro país.
Las pensiones se retocaron a la
baja; eso dicho eufemísticamente. La verdad es que no había dinero para los
viejos y se redujeron a menos de la mitad, alegando que las necesidades de los
mayores eran menores, y que sus gastos en comida y vestido eran reducidos, y
que tampoco necesitaban los antiguos viajes de vacaciones que antaño organizaba
el Imserso; es decir, que “con sopitas y buen vino”, era más que suficiente.
Nuestros hijos se hicieron
también mayores y nuestros nietos, en muchas ocasiones, se veían abocados a
emigrar, por lo que las familias tenían que ir trampeando para sobrevivir,
malvendiendo lo que se había comprado en los tiempos de abundancia. Durante un
largo periodo de tiempo, fueron llegando lo que se llamó “inversión extranjera”
ante el alborozo del gobierno de turno, y que no era otra cosa que una manada
de buitres ávidos de aprovecharse de los pobres desahuciados que tenían que
sobrevivir como fuera.
La verdad es que en la mayoría de
las ocasiones no era necesario recurrir a la eutanasia, sólo había que
dirigirse a lo que ha quedado de la sanidad pública, donde ya solo se receta a
los viejos, medicamentos paliativos para eliminar los síntomas y ha desaparecido
totalmente la medicina preventiva.
A mí hace tiempo que sólo me
recetan paracetamol y que me retiraron la pastillas de la tensión y del
colesterol. Por lo que parece, no los necesitaba, sobre todo las últimas, porque
con una dieta pobre en grasas como la que llevamos en casa, se han solucionado
todos mis males.
Ahora ya no salgo de casa. Ya no
me quedan amigos y lo que veo por la televisión no me gusta nada. Aún recuerdo
aquellos programas de tertulias tan entretenidos, tan comedidos y tan
respetuosos. Ahora ya no se puede ver ninguno, ya sea de política, de fútbol o
de Sociedad, aunque es posible que todo sea porque yo voy estando ya un poco
viejo.
Vivo mucho de los recuerdos. Veo
mis fotos, leo mis libros, que todavía los conservo en las estanterías de mi
salón; de vez en cuando, enchufo mi viejo ordenador, que todavía funciona, y en
alguna ocasión, como hoy, me da por escribir algo para recordar los viejos
tiempos.
Y es que no todos los días se
cumplen cien años.