Antaño en Chinchón, por estas épocas estábamos en tiempos de la matanza del cerdo que tenía una gran importancia en la gastronomía, en la alimentación e, incluso, en la economía del pueblo. Uno de los capítulos del libro "Cocina tradicional en Chinchón" recientemente publicado, estaba dedicado íntegramente a la matanza del cerdo, y allí se recogía un testimonio muy valioso para poder entender mejor este acontecimiento que tenía mucho de rito. Es una entrevista con Santiago Avila, quien amablemente se ofreció a contestar a las preguntas y aportarnos sus vivencias que ahora transcribimos, en lo que se tituló:
Santiago, el último matachín.
Tiene ochenta años y aún conserva el porte y el talante de cuando a eso de las siete y media de la mañana, desde primeros de noviembre - el día 3 es la festividad de San Martín - hasta finales de febrero, cogía la capacha con sus ganchos y sus cuchillos, se colocaba el mandil de carnicero de rayas verdes y acompañado de la Conchi, su mujer, enfilaban las empinadas cuestas de Chinchón para hacer la matanza del cerdo.
Santiago Avila aprendió el oficio, desde muy pequeño, de su madre, Mercedes Aguado, más conocida como la “Ricota” quien, a su vez, lo heredó de la suya, Isabel García que desde el último tercio del siglo XIX se dedicaba a estos menesteres. Ahora disfruta contando sus recuerdos y sus anécdotas:
“Yo estaba predestinado para ser matachín. Nací a las cinco de la tarde, y esa misma mañana mi madre había matado dos marranos”
Cuando se casaron, nos dice, en el año 1952, cobraban 5 duros por cada matanza, lo que equivalía a dos jornales de un hombre - a 10 pesetas cada uno - y otras 5 pesetas por el jornal de la mujer.
Él había empezado a ayudar a sus padres cuando terminó la guerra. Por entonces se hacía la matanza en la mayoría de las casas de Chinchón; ellos llegaron a matar hasta tres cerdos al día, y calcula que se matarían más de 250 cada año. También se dedicaban a este noble oficio, entre otros, el tío Florentino - el mudillo - y la tía “Maragata”, así conocida por proceder de aquellas tierras leonesas.
Los cerdos se cebaban en las casas con los desperdicios de las comidas, con el destrío de frutas y hortalizas y con el salvado de moler el trigo y la cebada. Se solían comprar pequeños, a primeros de año, cuando a la Plaza llegaban grandes piaras de cerdos, blancos, negros y algunos “coloraos”. Eran más apreciados los negros porque, además del sabor, tenían más cantidad de tocino, lo que representaba un mayor aporte de calorías. También se compraban, ya en el mes de septiembre, cerdas provenientes del mercado de Carranque, para terminar de cebarlas en las casas.
Se preferían las hembras, porque daban menos problemas, ya que a los machos había que caparlos cuando tenían dos o tres meses, porque si se les mataba siendo varracos las carnes tenían un cierto sabor desagradable.
La costumbre generalizada de criar los cerdos en las casas y hacer después la matanza duró hasta los años sesenta. Después fueron cambiando los tiempos, y poco a poco se fue abandonando. El último que mató fue en el año 1998, estando ya jubilado, como favor a un amigo. Ahora, ha legado sus utensilios de trabajo con su capacha al Museo Etnológico de Chinchón, como reliquias de un pasado no demasiado lejano, pero que no volverá.
“Tenían que pedir turno para hacer la matanza. El día antes no se daba de comer al cerdo y tenían que preparar el esparto para quemarlo, las especias y cocer dos arrobas de cebollas para hacer las morcillas”.
“Empezábamos muy temprano, y en la mayoría de las casas se hacía fiesta. Incluso en algunas nos recibían con repápalos, rosquillas y una copita de anís”.
El matachín o matarife - a él le es indiferente cómo le llamen - no se limitaba sólo a matar al cerdo, sino que dirigía la preparación de todas las conservas que se hacían.
Lo primero era la preparación de las morcillas. Una vez que se mataba al animal había que mover la sangre para evitar su coagulación. Se limpiaban los intestinos gruesos que tenían una longitud de unos 15 metros y se procedía a hacer la mezcla:
A la sangre, a la cebolla y a la manteca picada del cerdo, se añadía las especias: Orégano, pimentón dulce, un poquito de pimentón picante, canela, alcarabea, ajo machacado, un poquito de clavo y sal. La mezcla se introducía a mano en la tripa, se ataba con una tramilla, y se ponía a cocer en una caldera de cobre sobre unas trébedes. La cocción duraba unos 15 minutos. Se pinchaba la morcilla con una aguja y cuando no salía sangre sino grasa, estaban listas para proceder a su secado colgadas en el techo de la cocina, junto al fogón.
“Mi madre, decía: Cuentes o no cuentes, 25 morcillas salen de un vientre”.
Por la tarde, después de la comida que era el centro festivo del rito de la matanza, cuando se había recibido el visto bueno de las autoridades sanitarias, se empezaba a preparar el resto de los productos:
Para las longanizas se picaba el lomo, una de las paletillas y los recortes del tocino. Para ello se utilizaba una máquina cortadora de forma cilíndrica marca ELMA, con tres grapas de salida de diferentes tamaños, según el grosor de picado que se quisiese, y otra grapa más, terminada en embudo, que después serviría para llenar los 25 metros, aproximadamente, de la tripa fina del cerdo.
Una vez picada la carne, se le añadía pimentón dulce, y picante al gusto, pimienta negra molida, orégano con ajos machacados, un poco de vino blanco y sal; con esto teníamos el chorizo rojo. Para el chorizo blanco, la mezcla de carne se aliñaba con nuez moscada, pimienta negra molida, ajo y sal.
“Aunque cada uno tenía sus medidas, a mí me gustaba poner 20 gramos de sal y 32 de pimentón dulce por cada kilo de carne”
Estas mezclas se dejaban reposar durante dos o tres días y entonces se procedía embutirlas en el intestino delgado del cerdo, formando las longanizas, que una vez atadas, se colgaban junto a las morcillas para su secado.
Con la cabeza del cerdo se hacían los chicharrones. Se quitaban las orejas que, junto con los manos del cerdo, se empleaban para las judías; se partía por la mitad y, una vez que se quitaban los sesos, se cocía con ajos, sal y laurel. Se deshuesaba y se hacía trozos pequeños, se añadía pimienta negra, canela y se terminaba de sazonar; se rehogaba con aceite y ajo y se vertía en unos moldes que eran latas redondas de escabeche con agujeros, se colocaba peso encima para que desprendiese toda la grasa y a los pocos días ya se podía utilizar, generalmente para los almuerzos o las meriendas en el campo. “ Había costumbre de ofrecer las manos del cerdo para la almoneda de San Antón, como agradecimiento por haber salido bien la cría y matanza del cerdo”.
El tocino se cortaba en grandes trozos cuadrados, se cubría con sal gorda durante 21 días y una vez limpiado se colocaba en unos cajones de madera para almacenarlo en un lugar fresco y seco de la casa. Un procedimiento similar se hacía con los huesos del espinazo que después se utilizaban para el cocido y las lentejas.
Las costillas se ponían en adobo en una orza de barro con el mismo aderezo que el chorizo rojo, añadiendo agua, vinagre, laurel y ajos. Después de 10 a 15 días se sacaban, se espolvoreaban con pimentón y se ponían a orear con el resto de los productos de la matanza.
Por último, la otra paletilla y los dos jamones se salaban. Se untaban con limón y sal, y así se mantenían durante 21 días. Se les quitaba la sal lavándoles con vinagre. Se hacía una masilla con pimentón y aceite de oliva que se untaba con la mano, cuidando que llegase a todos los rincones, y se les colgaba en el lugar fresco y seco que en todas las casas se había habilitado, cuidando que no entrase la moscarda que podía estropear tan preciado manjar. El proceso de curación duraba hasta la siega en que se empezaba la paletilla. Las Fiestas de San Roque, cuando llegaban los invitados de fuera, era un buen momento para empezar uno de los jamones.
“¿Las puches? Yo tengo mi receta. Hay muchas formas de hacerlas, pero, a mí, ésta es la que más me gusta”.
Santiago, el último matachín.
Tiene ochenta años y aún conserva el porte y el talante de cuando a eso de las siete y media de la mañana, desde primeros de noviembre - el día 3 es la festividad de San Martín - hasta finales de febrero, cogía la capacha con sus ganchos y sus cuchillos, se colocaba el mandil de carnicero de rayas verdes y acompañado de la Conchi, su mujer, enfilaban las empinadas cuestas de Chinchón para hacer la matanza del cerdo.
Santiago Avila aprendió el oficio, desde muy pequeño, de su madre, Mercedes Aguado, más conocida como la “Ricota” quien, a su vez, lo heredó de la suya, Isabel García que desde el último tercio del siglo XIX se dedicaba a estos menesteres. Ahora disfruta contando sus recuerdos y sus anécdotas:
“Yo estaba predestinado para ser matachín. Nací a las cinco de la tarde, y esa misma mañana mi madre había matado dos marranos”
Cuando se casaron, nos dice, en el año 1952, cobraban 5 duros por cada matanza, lo que equivalía a dos jornales de un hombre - a 10 pesetas cada uno - y otras 5 pesetas por el jornal de la mujer.
Él había empezado a ayudar a sus padres cuando terminó la guerra. Por entonces se hacía la matanza en la mayoría de las casas de Chinchón; ellos llegaron a matar hasta tres cerdos al día, y calcula que se matarían más de 250 cada año. También se dedicaban a este noble oficio, entre otros, el tío Florentino - el mudillo - y la tía “Maragata”, así conocida por proceder de aquellas tierras leonesas.
Los cerdos se cebaban en las casas con los desperdicios de las comidas, con el destrío de frutas y hortalizas y con el salvado de moler el trigo y la cebada. Se solían comprar pequeños, a primeros de año, cuando a la Plaza llegaban grandes piaras de cerdos, blancos, negros y algunos “coloraos”. Eran más apreciados los negros porque, además del sabor, tenían más cantidad de tocino, lo que representaba un mayor aporte de calorías. También se compraban, ya en el mes de septiembre, cerdas provenientes del mercado de Carranque, para terminar de cebarlas en las casas.
Se preferían las hembras, porque daban menos problemas, ya que a los machos había que caparlos cuando tenían dos o tres meses, porque si se les mataba siendo varracos las carnes tenían un cierto sabor desagradable.
La costumbre generalizada de criar los cerdos en las casas y hacer después la matanza duró hasta los años sesenta. Después fueron cambiando los tiempos, y poco a poco se fue abandonando. El último que mató fue en el año 1998, estando ya jubilado, como favor a un amigo. Ahora, ha legado sus utensilios de trabajo con su capacha al Museo Etnológico de Chinchón, como reliquias de un pasado no demasiado lejano, pero que no volverá.
“Tenían que pedir turno para hacer la matanza. El día antes no se daba de comer al cerdo y tenían que preparar el esparto para quemarlo, las especias y cocer dos arrobas de cebollas para hacer las morcillas”.
“Empezábamos muy temprano, y en la mayoría de las casas se hacía fiesta. Incluso en algunas nos recibían con repápalos, rosquillas y una copita de anís”.
El matachín o matarife - a él le es indiferente cómo le llamen - no se limitaba sólo a matar al cerdo, sino que dirigía la preparación de todas las conservas que se hacían.
Lo primero era la preparación de las morcillas. Una vez que se mataba al animal había que mover la sangre para evitar su coagulación. Se limpiaban los intestinos gruesos que tenían una longitud de unos 15 metros y se procedía a hacer la mezcla:
A la sangre, a la cebolla y a la manteca picada del cerdo, se añadía las especias: Orégano, pimentón dulce, un poquito de pimentón picante, canela, alcarabea, ajo machacado, un poquito de clavo y sal. La mezcla se introducía a mano en la tripa, se ataba con una tramilla, y se ponía a cocer en una caldera de cobre sobre unas trébedes. La cocción duraba unos 15 minutos. Se pinchaba la morcilla con una aguja y cuando no salía sangre sino grasa, estaban listas para proceder a su secado colgadas en el techo de la cocina, junto al fogón.
“Mi madre, decía: Cuentes o no cuentes, 25 morcillas salen de un vientre”.
Por la tarde, después de la comida que era el centro festivo del rito de la matanza, cuando se había recibido el visto bueno de las autoridades sanitarias, se empezaba a preparar el resto de los productos:
Para las longanizas se picaba el lomo, una de las paletillas y los recortes del tocino. Para ello se utilizaba una máquina cortadora de forma cilíndrica marca ELMA, con tres grapas de salida de diferentes tamaños, según el grosor de picado que se quisiese, y otra grapa más, terminada en embudo, que después serviría para llenar los 25 metros, aproximadamente, de la tripa fina del cerdo.
Una vez picada la carne, se le añadía pimentón dulce, y picante al gusto, pimienta negra molida, orégano con ajos machacados, un poco de vino blanco y sal; con esto teníamos el chorizo rojo. Para el chorizo blanco, la mezcla de carne se aliñaba con nuez moscada, pimienta negra molida, ajo y sal.
“Aunque cada uno tenía sus medidas, a mí me gustaba poner 20 gramos de sal y 32 de pimentón dulce por cada kilo de carne”
Estas mezclas se dejaban reposar durante dos o tres días y entonces se procedía embutirlas en el intestino delgado del cerdo, formando las longanizas, que una vez atadas, se colgaban junto a las morcillas para su secado.
Con la cabeza del cerdo se hacían los chicharrones. Se quitaban las orejas que, junto con los manos del cerdo, se empleaban para las judías; se partía por la mitad y, una vez que se quitaban los sesos, se cocía con ajos, sal y laurel. Se deshuesaba y se hacía trozos pequeños, se añadía pimienta negra, canela y se terminaba de sazonar; se rehogaba con aceite y ajo y se vertía en unos moldes que eran latas redondas de escabeche con agujeros, se colocaba peso encima para que desprendiese toda la grasa y a los pocos días ya se podía utilizar, generalmente para los almuerzos o las meriendas en el campo. “ Había costumbre de ofrecer las manos del cerdo para la almoneda de San Antón, como agradecimiento por haber salido bien la cría y matanza del cerdo”.
El tocino se cortaba en grandes trozos cuadrados, se cubría con sal gorda durante 21 días y una vez limpiado se colocaba en unos cajones de madera para almacenarlo en un lugar fresco y seco de la casa. Un procedimiento similar se hacía con los huesos del espinazo que después se utilizaban para el cocido y las lentejas.
Las costillas se ponían en adobo en una orza de barro con el mismo aderezo que el chorizo rojo, añadiendo agua, vinagre, laurel y ajos. Después de 10 a 15 días se sacaban, se espolvoreaban con pimentón y se ponían a orear con el resto de los productos de la matanza.
Por último, la otra paletilla y los dos jamones se salaban. Se untaban con limón y sal, y así se mantenían durante 21 días. Se les quitaba la sal lavándoles con vinagre. Se hacía una masilla con pimentón y aceite de oliva que se untaba con la mano, cuidando que llegase a todos los rincones, y se les colgaba en el lugar fresco y seco que en todas las casas se había habilitado, cuidando que no entrase la moscarda que podía estropear tan preciado manjar. El proceso de curación duraba hasta la siega en que se empezaba la paletilla. Las Fiestas de San Roque, cuando llegaban los invitados de fuera, era un buen momento para empezar uno de los jamones.
“¿Las puches? Yo tengo mi receta. Hay muchas formas de hacerlas, pero, a mí, ésta es la que más me gusta”.
Nos despedimos de Santiago que nos ha recibido, con su esposa, en su casa de la calle Carpinteros.
Era una tarde calurosa del mes de Agosto y se agradece el frescor del portal, donde hemos escuchado sus vivencias, mientras, totalmente ajeno a nuestra charla, su gato dormitaba en uno de los sillones que había adoptado como propio, sin permitir que nadie osase usurpar su territorio.
Gracias, Santiago.
Gracias, Santiago.
(Ya sé que este cuadro de Rembrandt representa un buey, y no un cerdo, pero es que siempre me ha gustado... y además no tenía un cerdo desollado...Mañana les ofreceré la receta de las gachas de Chinchón, que aqui se llaman "puches")