Cuando él salió, cerró la puerta y se quedó con la mano en el pomo, con la vista fija en la mirilla, pero sin atreverse a mirar. Oyó cómo sus pasos se perdían escalera abajo y un poco después el ruido de la puerta de la calle que se cerraba. Luego, nada. Todo quedó en silencio y ella buscó una silla donde sentarse, sin atreverse siquiera a pensar en nada. Estuvo así un largo rato; debían ser las cinco o las seis de la tarde y ella estaba aún con el camisón sin nada más debajo. Tuvo ánimos para acercarse a la palangana, puso un poco de agua del jarro que estaba debajo, y fijó sus ojos en los ojos de aquella mujer que la miraba desde el espejo. Tenía las ojeras marcadas que apenas disimulaban el colorete de sus mejillas y el carmín medio desdibujado de sus labios. Se humedeció la cara con sus manos mojadas y el frescor del agua la hizo volver a la realidad. Tenía calor y se notaba en su piel. Se quitó el camisón y lo tiró sobre la cama; su cuerpo demasiado joven adquirió una luminosidad desacostumbrada. A ella misma le pareció atractivo a pesar de la ya incipiente prominencia de su vientre. Con las manos aún mojadas, se acarició los senos, los brazos y se detuvo en la tripa; le pareció, por primera vez, que algo se estaba moviendo dentro. Estaba muy delgada, y a pesar del poco tiempo, los signos del embarazo eran ya evidentes.
A finales de mayo en Madrid suele hacer calor. Aunque la casa era de construcción moderna, había estado cerrada durante mucho tiempo, con las contraventanas entornadas, y sin ventilación. Hacía sólo dos semanas que había llegado acompañada de sus padres, para hacerse cargo de la casa. Estaba amueblada. Los muebles eran sencillos, pero a ella le parecieron todo un lujo, comparándolos con los que tenían en la casa del pueblo. En una maleta y un hatillo habían traído dos juegos de sábanas y una colcha, una manta de franela, sus dos vestidos de diario y el de los días de fiesta, una bata vieja que le había regalado una vecina, dos o tres mudas de ropa interior, dos jerséis y unos visillos que colocaron en las ventanas de la salita y en la alcoba. Todo lo demás ya estaba allí. El amo se había encargado de prepararlo todo. La verdad es que no faltaba de nada. Los cubiertos, una pequeña vajilla de loza blanca, con tres platos hondos, tres llanos y otros pequeños que le dijo que eran de postre, dos pucheros de barro, unos cazos de zinc, una lechera, dos sartenes y media docena de vasos de cristal con unos pequeños adornos dorados en los bordes. Todo ello colocado en un armario blanco con las puertas verdes que estaba junto al fogón de la cocina.
Tanto a ella como a su madre le llamó la atención la cocina, que decían económica, de hierro, debajo de la que había un recipiente para almacenar la leña. Había una mesa de madera, también pintada de blanco, y dos sillas con el asiento de anea. En un basar encima de la cocina, varios tarros en los que se podía leer: “Sal”, “Azúcar”, “Harina” y “Garbanzos”.
Pero, sin duda, fue la pila del fregadero lo que más llamó su atención. ¡Tenía encima un grifo del que salía el agua con solo abrirlo! No obstante, también había a su lado una pequeña tinajita para acumular agua, porque el suministro no era constante y había veces que faltaba durante algunos días.
Y el lujo de los lujos: el retrete. Un pequeñísimo cuarto con una plancha de cemento en el suelo, con las huellas de dos pies en realce y un agujero en medio, sobre el que llegaba una cañería de plomo, con la terminación aplastada, para que el agua saliese con más fuerza.
Todos estos lujos sobrepasaban con creces sus mayores aspiraciones y contrastaban con las condiciones en las que había vivido en el pueblo.
En un aparte, su madre antes de marcharse dos días antes, le había dicho, sin que lo oyese su padre:
- Hija, sabe Dios, que al principio me diste un gran disgusto, pero, a lo mejor, esto puede ser la suerte de tu vida… ¡Quien sabe! A lo mejor el Amo termina casándose contigo… ¡Tienes que ser lista, hija mía!
La casa estaba en un edificio de tres plantas y piso bajo, en el número diez de la calle Leganitos de la capital. Se había construido unos años antes, cuando se derribaron las tapias de la Montaña del Príncipe Pío y parte de las de los Paúles con lo que se enlazaron las calles de Leganitos y Duque de Osuna con la calle de la Princesa. Era uno de los edificios que se estaban construyendo en los aledaños de lo que iba a ser la Gran Vía de Madrid, que se estaba proyectando siguiendo las nuevas tendencias de las grandes capitales europeas.
Para la fachada se había utilizado el ladrillo visto, con adornos de cerámica vidriada sobre las ventanas y los balcones y la rejería eran de fundición en hierro galvanizado. Las puertas y ventanas de madera noble y gruesas contraventanas con un nuevo sistema de cortinillas de madera, para regular la entrada de la luz.
Tenía acceso al nuevo alcantarillado recién construido en la zona y el suministro de agua disponía de una red de cañerías de plomo que ofrecían las mayores garantías de salubridad y durabilidad. Además había sido una gran oportunidad porque los padres del Amo lo habían comprado directamente al constructor que era un conocido de la familia. El precio, al contado, fueron diecisiete mil reales, y siempre estuvieron seguros que era una buena inversión.
La puerta de la calle daba acceso a un amplio portal del que partían tres escaleras. La escalera principal estaba en el centro, era amplia con grandes peldaños de madera y una barandilla de hierro de fundición, pintada de negro, con una bola dorada en el primer barrote, que era más grueso que el resto. Esta escalera daba acceso a las viviendas principales que tenían vistas a la calle, y era conocida por todos como la escalera de los ricos. A derecha e izquierda partían otras dos escaleras que accedían a las viviendas interiores, dos por planta, que eran totalmente interiores, con vistas a un amplio patio de luces. Eran las escaleras de los pobres y también daban acceso a las puertas de servicio de los pisos principales.
El patio tenía unos veinticinco metros de largo por catorce de ancho. El suelo era de grandes baldosas de granito prensado, que tenía un leve desnivel desde el perímetro al centro, donde había un gran sumidero con tapa de hierro fundido para evacuar las aguas pluviales. No tenía ningún otro adorno, como no fueran algunos trastos viejos que lo vecinos iban abandonando a su alrededor, hasta que los retiraban los traperos que pasaban por allí de vez en cuando. No había ninguna maceta que pudiera hacer recordar la naturaleza que poco a poco se iba desterrando del centro de la ciudad.
El piso de Rosa, que estaba en la primera planta de la escalera principal, puerta dos, tenía una salita de estar, un dormitorio principal bastante amplio y dos más pequeños, una cocina, una terracita que se podía usar de tendedero, el retrete y un pequeño recibidor. Los pisos eran de baldosas blancas y rojas colocadas en ajedrez, los techos altos con bovedillas y vigas de madera pintadas en verde oscuro, dos balcones, en la salita y el dormitorio, que daban a la fachada de la calle y las demás habitaciones interiores, con ventanas al patio vecinal.
Se vistió despacio. No esperaba ya la visita de nadie y se puso lo que tenía a mano, sin preocuparse demasiado del aspecto que podría tener. Mulló el colchón de lana y estiró la colcha y las sábanas de la cama que estaba revuelta después de la siesta. Recogió los dos platos, los cubiertos y los vasos y los puso en el fregadero, abrió el grifo pero no salió agua y pensó que era mejor dejarlos para después.
Había sido su primer día con el Amo en Madrid, y era el primer día en el que habían podido refocilarse en la cama sin sobresaltos. Las tres veces anteriores habían sido otra cosa. Hoy, cuando él llegó a eso de las once y media de la mañana, le traía una cajita de polvos de colorete, un pintalabios y un camisón de hilo, dijo que se pintase y se pusiese el camisón, la llevó directamente al dormitorio y la poseyó sin contemplaciones y sin miramientos a su estado. Después de comer, en la siesta, todo fue bastante más pausado y ella llegó a sentir algo que podría llamarse satisfacción. Después él se tuvo que marchar a Recondo, porque nadie sabía que había venido a verla a Madrid.
Ya más calmada, cuando el sol empezaba a esconderse entre los visillos, entreabrió una de las contraventanas del balcón de la salita y se sentó enfrente, en una silla junto a la mesa camilla. Estaba sola y empezó a llorar.
NOTA. La novela "EL AMO", es la segunda parte de "LOS VELOS DE LA MEMORIA", por lo que es aconsejable leerla después de la primera parte. Si no la has leído, puedes hacerlo "pinchando" su portada que aparece más abajo, en el apartado de MIS LIBROS DE FICCIÓN.