Entonces, en Navidad era costumbre, como ahora, escuchar por la radio el sorteo de la lotería, cantar villancicos, ir a la Misa del Gallo y, sobre todo, poner el nacimiento.
En mi casa colaborábamos todos. Mi padre traía del campo piedras para formar las montañas. Nosotros, mis hermanos y yo traíamos el musgo de la Fuente Pata. Con un legón íbamos cortando el musgo más fresco y depositándolo con esmero en una espuerta pequeña. Mi madre era la directora artística y la principal artífice del belén.
Se colocaban en el comedor unas tablas encima de unos cajones, todo ello cubierto con una sábana y allí se iban formando todas las escenas de la Navidad; porque en nuestro belén también aparecía la Anunciación de la Virgen, la Posada, la Huida a Egipto; además del anuncio a los pastores, los Reyes Magos y, por supuesto, el Portal de Belén. Las casas las hacía mi madre con cajas de cartón, que después pintaba. En la casa de la Virgen de la Anunciación aparecían dos arcos inspirados en el bajorrelieve que hay en el retablo de la Iglesia de Chinchón.
Las figuritas que se conservaban de año en año, eran de barro, policromadas y la mayoría habían tenido que ser restauradas. Aún recuerdo un pastor “manco” que se dirigía animoso hacia el portal, acompañando a unas ovejitas “cojas” que había que medio clavar en el serrín que formaba el suelo para que se mantuviesen en pie. Luego estaba el Castillo de Herodes, en lo más alto de la montañas; un molino con una de sus aspas rota, un puente sobre un río de papel de plata que envolvían las tabletas de chocolate y un portal de Belén formado por trozos de corcho y una cepa retorcida salvada de la estufa, detrás de la cual se camuflaba una bombilla envuelta en papel celofán rojo.
El más pequeño de la casa tenía, cada año, el privilegio de poder colocar la figura del niño Jesús sobre las pajas del pesebre; para terminar colocando una estrella de cartón pintada de purpurina y rociar las montañas con harina para simular la nieve, mientras los Reyes Magos caminaban majestuosos por caminos de serrín.
Y ya solo quedaba cantar los villancicos con los vecinos y amigos que venían con sus panderetas para unirse también a nuestra celebración.