A mí me gusta mirar a los ojos de mis interlocutores. Pero hay veces que te da un cierto rubor mirar a la cara a las personas con quien te encuentras, porque siempre es difícil mirar a la cara de los demás y mucho más mantener su mirada.
Todos podemos estar de acuerdo en que la cara es el espejo del alma y no hay nada mejor que mirar de frente a los otros para Intentar conocerlos mejor.
Sin embargo también puede ser esclarecedor mirar sus pies.
La otra mañana viajaba en el metro y me dio por fijarme en los pies de las personas que se sentaban enfrente y después intentar descubrir lo que serían y lo que podrían pensar ( y todo ello sin mirar sus caras)
La primer era una joven muy limpia ella, pulcra en su vestir, con los pantalones ajustados y unos zapatos de ante. Debía ir a trabajar. Caminaba despacio y, cosa rara, no llevaba el móvil en las manos. Como casi todas las mujeres puso us bolso en el regazo y parecía ir absorta en sus pensamientos, hasta que oyó que la próxima sería su parada.
Con sus deportivas y sus vaqueros cuidadosamente rotos, la siguiente joven debía ser estudiante. Con esa indumentaria no sería lógico ir a una oficina ni a una tienda. Su bolso de lona, en el que dentro debía llevar los libros, lo había dejado debajo del asiento y no lo recogió hasta que el tren se paraba ya en la estación.
Con botines de cuero negro y pantalones ajustados de lunares blancos sobre fondo azul. El bolso sobre las piernas y aspecto relajado. Podía venir de un hospital o de hacer su turno, con la conciencia tranquila del deber cumplido; las manos entrelazadas y, aunque en la foto no se aprecia, la vista perdida en el cristal de la ventanilla de enfrente.
Esta joven, sin duda, va a la universidad. La mochila sobre las piernas, el móvil mandando el último whashapp a su amiga o a su novio, las deportivas con los cordones bien anudados y chandal bien limpio que se veía que no era para hacer deporte. Se levantó precipitadamente porque con el móvil no se había percatado que había llegado a su estación.
La última, con sus tejanos también cuidadosamente rotos, sus deportivas a juego con su mochila de colorines que había colocado junto al asiento, y su mano relajada como acariciando su pierna. Debía ir a casa de sus padres o venir hacer algún recado.
Me tuve que bajar yo porque había llegado a mi estación de destino. Ella continuaba impávida como si todavía faltasen muchas estaciones hasta que se tuviese que bajar del metro.
A mí, ese día, se me hizo el trayecto mucho más corto que de costumbre.