En el mismo rellano, en la puerta número uno, vivía el señor Cosme y la señora Enriqueta, un matrimonio mayor, a quien le dieron el piso a cambio del cincuenta por ciento del solar del edificio que era de su propiedad. Vivían solos, porque los hijos eran ya mayores y se habían ido a vivir al ensanche.
En el número uno de la segunda plata, vivía don Emilio, un señor de unos cincuenta años que estaba soltero, a quien cuidaban el señor Braulio y la señora Susana, su esposa, a los que había cedido una habitación a cambio de sus servicios de limpieza y la comida. Después se enteró que era sastre especializado en trajes de torero y que los vecinos le apodaban “Figurines”.
Y en la número dos de esta planta, vivía Julita, que era la mantenida de don Bernardo, un industrial cerero que tenía un comercio junto a la Colegiata de San Isidro, en la calle de Toledo. Venía a verla los martes y los jueves, pero nunca se quedaba a dormir toda la noche. Ella también solía recibir algunas visitas masculinas el resto de los días, pero siempre con mucha discreción y no se le conocía ningún escándalo.
En la tercera planta de esta misma escalera, había dos viviendas que se habían reservado los constructores del edificio y que dedicaban al alquiler, por lo que por allí pasaban distintos inquilinos, que iban variando periódicamente.
En el bajo había un taller de zapatería de viejo, que regentaba el señor Justino, viudo y con cinco hijos, todos varones, que trabajaban con él en el taller. No paraba de entrar gente a traer o llevarse el calzado. El mayor de los hijos, Silverio, debía tener unos veinticinco años, moreno, apuesto y además muy simpático, siempre con una sonrisa en la boca y un requiebro en los labios. Sin duda era un inmejorable reclamo para la clientela femenina. No tenía acceso desde la calle, y los clientes tenían que acceder desde el portal.
En el otro local de la planta baja del edificio, que sí tenía puerta a la calle, había una bodega, que también era taberna, en la que se despachaba vino a granel. El vino llegaba desde la Mancha y desde Arganda, Recondo y Navalcalnero. También se vendía un buen vermú; sifón y agua de gaseosa en envases retornables. Este negocio daba un ambiente bullicioso a esa parte de la calle, aunque a veces los vecinos se quejaban del ruido que en ocasiones se prolongaba más de lo deseado. El señor Severiano que regentaba el local y al que ayudaba la señora Remedios, su esposa, no se había devanado demasiado los sesos para buscar un nombre a su establecimientos y sobre la puerta había encargado un cartel en el que sólo se leía “Bodega”.Hasta aquí llegaba cada semana el tío Francisco “Bigotes” para traer el vino de las bodegas de Recondo, después de hacer el reparto en otras bodegas de la zona y en el Mercado de la Cebada.
Cuando Rosa llegó con sus padres para organizar la casa, se había traído legumbres, aceite, huevos, harina, algunas frutas, pasta de la que hacía su madre, algunas conservas de tomate en botellas de vino, patatas y un poco de la matanza: unas morcillas, algo de tocino, unos chorizos y un buen trozo de paletilla. Tenía que estar bien provista por si el Amo venía a visitarla. Además ayer, cuando él vino, dejó en un sobrecito los ciento ochenta reales correspondientes al mes, según había convenido, a razón de seis reales diarios, que era el sueldo de los mozos de la casa, y un poco más de lo que ganaba cuando era la criada en la casa de los padres del amo.
Tenía que salir a comprar el pan, la leche y un poco de carne, porque hoy iba a poner un cocido para comer, y así la sopa le podría valer para la cena, incluso le quedaría también para comer mañana. Cogió tres reales del sobre que había guardado en lo que ella decía su caja fuerte que no era otra cosa que una lata cuadrada de conserva de carne de membrillo, donde también había guardado su cédula y el documento que le había firmado el Amo, autorizándola a vivir en la casa. No tenía muy claro cuales serían los precios en la capital, pero estaba segura que con los tres reales tendría suficiente.
Cogió el capacho. Se echó la toquilla por los hombros, porque la mañana era fresquita; se santiguó, cerró la llave de la puerta, bajo los dos tramos de escalera y salió a la calle. Lo de santiguarse era una costumbre que tenía arraigada del pueblo, donde las mujeres tenían la costumbre de hacerlo cuando salían de las casas, y estaba mal visto si alguna no lo hacía.
Todo le era extraño. No conocía a nadie ni nadie parecía fijarse en ella. En varias ocasiones estuvo a punto de saludar a dos señoras que se cruzaron con ella, como también estaba acostumbrada en el pueblo, pero allí nadie saludaba a nadie. Se dirigió hacia la Plaza de San Marcial; unas puertas más abajo había una tienda de ultramarinos, pero no pasó; quería explorar la zona. Cuando llegó a la plaza, cambió de acera y subió hacia la Plaza de Santo Domingo.
Una mercería en el número 21 que se anunciaba como la “Pettite Parisienne”, tenía tres blusas para señora en el escaparate junto con varias muestras de bordados, “entredoses” y botones cosidos en unos cartones de color negro. Se paró un momento, pero siguió su paseo. Enfrente una frutería y a cincuenta metros la “Panadería Vienesa”. Entró. No era como las panaderías de Recondo, donde sólo había pan candeal. Allí había “vienas”, barras, panecillos, bizcochos y el olor inconfundible del pan recién salido del horno.
- Buenos, días. Una barra de pan… pequeña.
- Buenos días… señora, ¿La quiere más o menos cocida?
La dependienta dudó en llamarla señora o señorita. Por su cara hubiera dicho señorita, pero se fijó en su vientre algo abultado, y ya no dudó en saludarle con una amplia sonrisa.
- Bien cocida, por favor.
- ¿Es nueva, por aquí, no?
- Si, ayer mismo llegué a Madrid. Vivo ahí abajo, en el número diez. ¿Qué le debo?
- Son cinco céntimos. Bienvenida, y espero verla a menudo por aquí.
Al salir le llamó la atención un calendario con la imagen del Sagrado Corazón de Jesús, igual que uno que había en su casa, con el año 1898 sobre la orla de la corona, y estaban tachados todos los números del mes de mayo hasta el día veinticinco.
Dos puertas más arriba, la “Lechería”, donde pidió un cuartillo de leche, que le pusieron en la lechera de zinc que sacó del capacho. Su madre había dicho que en su estado era necesario que todos los días tomase un vaso de leche, porque ahora tenía que tomar calcio para que el niño saliese fuerte y sano. Pagó los diez céntimos y se fijó como el lechero no apartaba los ojos de su tripa, aunque bien pudieron ser figuraciones suyas y no dijo nada.
Ya llegando a la Plaza de Santo Domingo, entró en “Carnecería Tomás” que ofrecía lustrosas piezas de carne colgadas en los ganchos que había encima del mostrador. El que debía ser el señor Tomás saludó con la vista cuando la vio entrar, aunque siguió atendiendo a las dos señoras que ya estaban en la tienda. Cuando terminó con ellas, y luciendo su mejor sonrisa, se dirigió a ella.
- ¿Qué le puedo poner a esta jovencita, tan guapa, a la que no conozco?
- Sólo quiero mitad de cuarto de carne de vaca… de morcillo, si puede ser…
- Por supuesto que puede ser. Las señoras tan jóvenes y tan guapas, aquí en Casa Tomás, pueden pedir lo que quieran y si no lo hay, lo fabricamos, faltaría más.
Pagó los treinta y cinco céntimos que le pidió el carnicero y salió un poco azorada sin atreverse a mirar hacia atrás, donde el señor Tomás se recolocaba el lápiz en la oreja izquierda y hacía un guiño malicioso al ayudante que estaba despiezando un costillar de cordero, mientras hacía signos del abultamiento de la tripa de la muchacha, y musitaba algo así como “que era demasiado joven para estar preñada”, aunque esto ella no lo llegó a oír.
Al volver a casa, se encontró a la señora Susana, la que cuidaba al sastre, a la que había conocidos unos días antes, cuando llegó con sus padres.
- Hola, hija mía, ¿Cómo te arreglas en la nueva casa?
- Muy bien, señora Susana, me estoy acostumbrando a todo esto, que es nuevo para mí.
- Ayer me crucé en la escalera con tu marido. Es un muchacho muy apuesto, aunque me pareció algo retraído.
- Sí, es un poco vergonzoso, pero cuando se le conoce, es muy diferente.
- ¿Pero se marchó muy pronto, verdad?
- Sí tuvo que marcharse ayer mismo, por razones de trabajo…
- Pues nada hija, que me alegro que te estés adaptando a la nueva vida… Y ya sabes, si necesitas algo de nosotros, no tienes más que pedirlo.
- Muchas gracias señora Susana, lo mismo le digo…
- Adiós Rosita. Que tengas un buen día.
Abrió la puerta de la casa, la volvió a cerrar cuando entró y fue a dejar las compras en la cocina. Su madre se lo había repetido cientos de veces: “Rosita, cierra la puerta cuando entres, que en Madrid nadie sabe lo que puede pasar”.
Aunque todos la llamaban Rosa o Rosita, en realidad se llamaba Rosario. María del Rosario Buitrago Martínez, aunque sólo su padre la llamaba así. Había nacido en Recondo el quince de febrero de 1877, por lo que hacía tres meses que había cumplido los veintiuno, aunque realmente aparentaba algunos menos.
La noche anterior había puesto en agua un puñado de garbanzos, con un poco de bicarbonato, que pronto se dio cuenta que no era necesario, porque el agua de la capital era mucho mejor que el del pueblo y no era necesario echar bicarbonato. Encendió unos trozos de papel de un periódico atrasado, puso unas tablitas encima y colocó unos troncos de madera en el hogar de la cocina, llenó de agua un puchero de barro y lo puso sobre las llamas. Iba a prepararse un buen cocido con toda la parsimonia del mundo, porque hoy tampoco tenia nada más que hacer.
Ya a la caída de la tarde le dio por llorar. Últimamente se le debían haber aflojado los lagrimales y con poco los ojos se le empañaban de lágrimas. Se había puesto el sol por detrás de los árboles de la plaza de San Marcial y se atrevió a abrir las puertas del balcón de la salita y con las luces apagadas se acodó en la barandilla con la vista perdida en el horizonte que aún teñía de escarlata las nubes que parecían huir del bullicio de la gran ciudad. En el pueblo también le gustaba mirar las estrellas asomada a la ventana de su habitación, pero allí había silencio y aquí mucho más bullicio, sobre todo en estas noches de principio del verano, cuando se empezaban a formar las tertulias en las puertas de las casas, que se prolongaban hasta las tantas. Muchas noches ésta iba a ser su compañía, aunque tardaría muchos años en incorporarse ella también a la reunión con los vecinos.
Sólo tenía veintiún años, antes no había salido del pueblo y siempre se había sentido acompañada y segura con sus padres y con su hermana. Aquí sola, tenía miedo y tenía horror a meterse en la cama y dar vueltas y más vueltas sin lograr conciliar el sueño. Además, por las noches siempre tenía mal cuerpo y algunas veces tenía que levantarse porque en la duermevela tenía sueños espantosos en los que un monstruo que se parecía al Amo, quería sacarle el niño de su vientre. Luego se calmaba y dormía tranquila hasta el día siguiente.
Notó que sentir el frescor de la anochecida en su cara le hacía bien y así estuvo hasta que el relente de la noche aconsejaba cerrar la ventana y prepararse el plato de sopa que le había quedado de la comida.
En la sobremesa le dio por pensar que posiblemente la situación no fuese tan mala. ¿Qué era lo que ella podía esperar de la vida? Su padre jornalero, su madre criada lo mismo que ella y su hermana. El Julián, que iba detrás de ella, también jornalero y sus padres, unos muertos de hambre. En uno o dos años se hubieran casado y se habrían ido a vivir con sus suegros en una casa inhóspita y teniendo que cuidar a los viejos y a los hijos que irían llegando uno cada año; eso si no tenía que seguir sirviendo en casa de los señores porque no siempre había jornal en el campo. No, realmente la vida que parecía tenerla reservada el destino no era demasiado atractiva. Sin embargo ahora; sí, estaba sola, no conocía a nadie y posiblemente nunca volvería al pueblo; pero tenía una casa acogedora, un sueldo seguro sin tener que trabajar, sólo estar dispuesta para cuando el amo quisiera venir a visitarla… realmente no era una situación peor que la que podría haber tenido en Recondo.
Recordó también lo que le había dicho su madre cuando volvieron de la casa de los padres de Nicomedes.
- Hija, no es que me alegre de lo que te ha pasado, pero tampoco es para hacer un duelo de ello. Mira, para los pobres, eso de la honra y de la dignidad son finezas que no nos podemos permitir. Eso queda para los ricachones que tienen que pensar en el qué dirán para pavonearse entre los de su clase.
Nosotros nos tenemos que conformar con no pasar hambre. Y esto, en el fondo, hija mía, puede ser una suerte, porque nos podemos aprovechar de esta oportunidad que nos presenta la fortuna. Porque, si lo piensas bien, esto ha podido ser para ti una suerte.
Tu padre ha sabido sacar provecho de la situación y el acuerdo es ventajoso para nosotros, y eso gracias a que su soberbia no podía permitir que su honra quedase en entredicho. Al fin y al cabo el muchacho es agradable, parece que te aprecia y seguro que no te faltará de nada. ¡Ea!, niña, que hoy puede haber sido un buen día para ti.
No sabía si era por la sopa calentita que acababa de tomarse, o por estos pensamientos, pero se sintió de mejor humor, y pensó que su niño tendría más oportunidades aquí, al fin y al cabo era el hijo de Nicomedes Gómez Carretero, el único heredero de uno de los más importantes terratenientes de la comarca. Esa noche descansó de un tirón y no se despertó hasta que empezó el bullicio mañanero en la calle.