Pero todo este asunto del chico del señor Justino le hizo pensar a Rosa en la situación de las gentes que había a su alrededor. Realmente ella era una privilegiada. Lo que se veía a diario por la calle mostraba la miseria generalizada en la que vivía el pueblo. Los pordioseros llenaban plazas y calles; cientos de mendigos que se ganaban la vida implorando la caridad pública, y que no tenían más alternativa que la delincuencia. Y muchas mujeres terminaban inexorablemente en la prostitución, al no tener medios decorosos para poder subsistir, olvidando, si era preciso, hasta el ilustre linaje de sus progenitores. Le había dicho su vecina Juanita que había oído que más de la mitad de las mujeres de Madrid, de una u otra forma, ejercía o había ejercido la prostitución. Y lo explicaba así:
- Mira, Rosita, una parte son las que han sido seducidas por sus amantes, como nos ha ocurrido a nosotras, otra parte son criadas que no ganan lo suficiente y tienen que buscarse la vida como pueden, y el resto han llegado a esto por la miseria; unas pocas, son modistillas y algunas, hasta que han sido vendidas por sus propias familias… Nosotras somos de las privilegiadas, que podemos vivir una vida decente y somos respetadas… pero en nuestro caso hay muy pocas… Lo dicho, Rosita, nosotras hemos tenido mucha suerte…
Pero este asunto también tuvo otra repercusión para ella y sin que, al principio, fuese consciente de sus consecuencias. Lo ocurrido había arruinado la vida del señor Justino y del resto de sus hijos. Aunque las autoridades llegaron a la conclusión de que ni el padre ni los demás hijos eran conocedores de lo que había ocurrido ni habían cooperado en el crimen, el hecho es que afectó a su vida personal y a su trabajo. La noticia había corrido por todo el barrio y los clientes tenían miedo de llevar su calzado al taller de un criminal, porque las disquisiciones entre culpabilidad e inocencia son difíciles de discernir y es más fácil determinar la culpabilidad de todos, que aunque hubieran quedado libres, sabe Dios, si no estaban también compinchados.
Como había bajado el trabajo, era frecuente ver a los hijos entrar y salir del taller, en el que muchas veces sólo quedaba el padre que no salía de allí porque decía que no tenía ánimos para ver a nadie. Silverio, el mayor, que aún seguía soltero, seguía siendo un hombre amable y simpático y muy apreciado por todos los vecinos y era considerado como uno más de la casa.
Rosa se paraba a veces en el portal para charlar un rato con él, y más ahora que le veía más triste y cabizbajo por todo lo que había ocurrido y por el giro que había dado su vida, por la falta de trabajo y por ver cómo les rehuían incluso sus antiguos amigos.
- Muchas gracias señora Rosa, ya sé que todo esto tendrá que cambiar, pero lo estamos pasando muy mal… sobre todo mi padre, que no sé si lo va a resistir… Dice que no quiere vivir, y yo creo que no va a ser capaz de sobreponerse…
Y se le saltaban las lágrimas; lo que difícilmente no ablandaría el corazón de una mujer y más tratándose de un hombre hecho y derecho, y además bueno, amable y todavía bien plantado.
- Tienes que tener ánimos, Silverio, ya verás, todo esto pasará…
Le cogió instintivamente de la mano y él apretó la suya trasmitiéndola una sensación desconocida para ella. Su piel captó un sentimiento de ternura y verdadero afecto que nunca había sentido. Fueron no más de cinco segundos. Ella apartó su mano, pero sus ojos se encontraron con los del hombre y sus lágrimas parecieron reproducirse en sus propios ojos.
- Gracias, muchas gracias, señora Rosa…
Él, como todos los vecinos, conocía su situación; pero también, como todos ellos, lo disimulaba y hablaba del señor que venía a verla como si realmente fuese su marido que era marino y tenía que pasar mucho tiempo fuera por culpa del trabajo.
- Dime Rosa, soy más joven que tú.
Ella subió precipitadamente los dos tramos de escalera que daban a rellano del primero, él entró en el taller. Los dos sabían que algo podía haber nacido entre ellos, pero Rosa se resistía a admitirlo. Él había encontrado un aliciente para seguir viviendo. Durante las siguientes semanas Rosa trató de evitarle y si se encontraba con él en el portal pasaba junto a él sin detenerse y casi sin atreverse a mirarle.
Y un día de esos volvió el Amo, como siempre sin previo aviso para quedarse unos días. Esta vez le encontró más despótico y más intransigente; dijo que no estaba de humor para hablar de sus aventuras amorosas, lo que realmente era sorprendente porque era prácticamente su tema preferido de conversación. Sin embargo pareció estar más atento con los niños y se interesó de los progresos de Rosita en el bordado y del aprendizaje del niño en la escuela. Y el primer día se fue a la cama nada más terminar de cenar y cuando ella llegó con un camisón nuevo que se había comprado, él ya dormía plácidamente.
Al día siguiente después de prepararle el café con una rebanada de pan tierno que ya había traído de la compra, con aceite y azúcar, acercó una silla para sentarse junto a él. Rosita había subido a bordar con el sastre y el Genarín estaba en el colegio.
-¿Te pasa algo, Amo?
- Margara no me deja vivir. Se ha propuesto que no pueda acercarme a ninguna de las criadas y está detrás de mí todo el día. Dice que le ha dicho el cura que ella tiene la culpa de que yo sea así, porque no quiere tener relaciones conmigo… y se ha empeñado en que todos los días tengamos fiesta. Si es como un saco de patatas… y claro, así no se me levanta… Ella se pone a llorar, dice que no la quiero, intenta ponerse amorosa… pero no sabe…
- Pues enséñala tú… dile lo que tiene que hacer… lo que a ti te gusta… lo que yo te hago…
- ¡Tú estás loca! ¿Cómo me va a hacer ellas las guarradas que tú me haces?
- ¿Estás diciendo que yo soy una guarra?
- ¡Déjate de tontunas y vamos a la cama, que ahora me he animado!
Por primera vez el Amo le pareció un ser despreciable y cruel. Hasta ahora no había querido ver la realidad y se había querido engañar ella misma. Intentaba disculparle, decirse que era como un enfermo que no se podía controlar, y que con ella se había portado bien y que a veces parecía que la quería… Pero en ese momento se le pusieron delante todas las jóvenes criadas a las que había tomado por la fuerza, todas a las que había destrozado su vida, la misma doña Margara que bien estaba pagando su engaño, para atraparle, con una vida llena de desprecio y soledad a pesar de su posición económica. Y se vio a ella misma como la más furcia de las mujeres, que se había vendido por una vida regalada y sin trabajo a cambio de reírle sus fechorías y de satisfacer sus más depravados deseos sin recibir una muestra de ternura y verdadero cariño. Él parece que también esta mañana quedó satisfecho, pero ella tuvo que ir al retrete a vomitar.
Siguió muy raro los días siguientes; salieron dos tardes de paseo con los niños y se volvió a Recondo, aunque no dijo cuando pensaba volver.
A la mañana siguiente bajó al bajo a dejar unas sandalias del niño, que no es que fuese demasiado urgente su reparación, para que les arreglasen las suelas que se había desgastado. Estaba sólo el señor Justino, al que encontró muy desmejorado, quien prometió que se las arreglaría rápidamente porque ahora, desgraciadamente, no había demasiado trabajo; pero que no se molestase que él o alguno de sus hijos se las subirían cuando estuviesen arregladas.
Ella había pensado que vería a Silverio y ahora se dijo para sí que ojala fuese él quien las subiera. Sólo este pensamiento la hizo ruborizarse y eso que nadie la veía. Nadie llamó esa tarde a su puerta a excepción de Rosita cuando volvió de buscar a su hermano del colegio.
Estaba sola en casa, ya había tomado la leche con achicoria y un trozo de pan del día anterior. Se azaró cuando golpearon la puerta y salió a abrir atusándose el pelo.
- Buenos días, Rosa, vengo a traerte las sandalias del chico.
- Entra, Silverio, ¿Cuánto es?
- No, nada, no tiene importancia… no es nada.
- De ninguna manera, ahora están las cosas mal y tienes que cobrarme, si no, ya no volveré a llevaros más trabajo…
- Bueno… si te pones así, es un real…
Ella entró en la cocina, para sacar los veinticinco céntimos…
- ¿Quieres un poco de leche con achicoria? Lo acabo de preparar…
Él se atrevió a cogerla por la cintura y la besó en los labios. Ella no se resistió y le atrajo hacia el dormitorio. Él no era demasiado experto en estas artes pero suplió sus carencias con un respeto y una ternura a los que ella no estaba acostumbrada. Su torpeza y precipitación a ella le parecieron delicadeza y amor descontrolado.
Cuando terminaron no sabía si había sido demasiado corto o que a ella se le había pasado el tiempo sin sentir. Durante unos segundos permanecieron tumbados en la cama cogidos de la mano. A sus edades, ya las necesidades amorosas tenían unos ritmos más pausados y unas urgencias menos perentorias. Ella, realmente no necesitaba un amante, sólo necesitaba un amigo. Él se levantó un poco azarado y la volvió a besar en los labios. Ella le correspondió, pero antes de que se marchara, le cogió por la mano…
- Esto no se puede repetir… no sería bueno para ninguno de los dos... No quiero que mis hijos se puedan enterar y mucho menos que se entere mi Amo y pierda todo lo que tengo… Gracias Silverio, pero esto no se puede repetir.
Sólo se enteró la Julita que siempre estaba al acecho y nadie se explicaba cómo podía enterarse de todo lo que pasaba en la escalera. Pero ella era una amiga y su secreto estaba a salvo.