Nicomedes llegó tarde a casa. El viaje desde la capital era largo y ese día no había coche directo a Recondo. Tuvo que coger el tren hasta Aranjuez y desde allí el coche de viajeros que le llevó hasta el pueblo. No había dicho a sus padres que se marchaba a Madrid, pero ellos se lo habían imaginado, porque sabían que la Rosa ya se había trasladado al nuevo pisito, y era lógico que el chico quisiera hacerla una visita. La madre dijo que para ver cómo había quedado todo organizado; el padre sabía que eran otras las motivaciones de su hijo.
Cuando se enteraron que había dejado preñada a la criada se negaron en redondo a que se casase con ella. Él era demasiado joven, sólo tenía veinte años, y ella era pobre. Hacía dos años que trabajaba en casa como criada y planchadora y era una chica alegre y bien parecida. En los últimos meses se había hecho más mujer y hasta el amo viejo se había fijado en ella. Pero a quien no pasó desapercibida fue al señorito Nicomedes. De todos era conocido que desde que cumplió los diecisiete años no había habido ninguna criada que no hubiese pasado por su cama o por el pajar. Pero Rosita se resistía y eso enervó más al joven depredador. La primera vez fue realmente una violación.
Era el día de la matanza del cerdo y ese día todo estaba en desorden. En Recondo, como en casi todos los pueblos de la comarca, hay costumbre de criar uno o dos cerdos en cada casa para garantizarse la carne durante todo el año. Ese día, era día de fiesta y se invita a familiares y amigos, que a la vez de ayudar en la matanza, participan en la comida que se prepara. Una comida abundante a base de los productos del animal que se había sacrificado.
El plato principal son las gachas, que aquí se llaman puches. Se hacen con harina de almortas y el hígado del cerdo cocido y después rayado, a lo que se añaden distintas especias, como pimentón dulce, alcarabea, canela, ajo machacado y orégano. Se cocinan en una gran sartén que después se pone en el centro del círculo formado por todos los comensales que, de pié, se van acercando a mojar los trozos de pan pinchados en el tenedor o en la navaja. También se fríen los torreznos que son trozos de la falda del cerdo y la sangre que ha sobrado de hacer las morcillas y que se ha dejado coagular. El postre suele ser los últimos melones que aún quedaban colgados en las cámaras. Los mayores se van pasando el porrón de vino tinto que es el complemento ideal para una comida tan fuerte.
Habitualmente se hace cuando llega el invierno, alrededor de la festividad de San Martín. Ese día, muy temprano se empieza a preparar todo lo necesario. Llega el matachín y los hombres abren la corte para sacar al cerdo. En el patio se ha colocado un banco tocinero y entre cuatro o cinco hombres se inmoviliza al cerdo cogiéndole por las patas y las orejas, mientras el pobre animal inicia sus gruñidos lastimeros, y se le tiende en el banco de costado. El matarife está preparado con un gran cuchillo que le clava en la papada iniciándose una de las escenas más crueles que se pueden presenciar, en la que se mezclan los alaridos y las convulsiones del animal con los gritos de los hombres que tienen que hacer acopio de todas sus fuerzas para evitar que el pobre guarro se zafe de su presa, hasta que se desangra totalmente en un cubo de zinc que se ha colocado junto al banco.
Después, en el centro del patio se hace una gran hoguera con gavillas de esparto sobre la que se tiende al cerdo para quemar sus gruesos pelos y ayudándose con unos tejones se va rascando toda su piel hasta dejarla totalmente limpia de pelo y suciedad. Después, se le cuelga cabeza abajo en una viga del portal, introduciendo una soga por los huesos del culo y se procede a abrirlo en canal para sacar todos los intestinos.
En ese momento se inicia la participación de las mujeres con la poca agradable tarea de limpiar las entrañas del animal con el agua que previamente se ha calentado en grandes barreños, ya que todo se va a aprovechar para hacer las distintas conservas.
El matarife ha preparado varias muestras - un trozo de lengua y otro de las costillas - que se llevan a las dependencias del Ayuntamiento para que sean analizadas por los servicios sanitarios municipales y hasta que no llegan los "consumeros", que así se les llama a los funcionario de la oficina de abastos, para pesarlo y poner un sello redondo con tinta azul en diversas partes del cerdo como muestra visible de que la carne del animal es apta para el consumo humano, el cerdo permanece colgado abierto en canal.
Cuando, a eso del mediodía, se recibe el visto bueno municipal, se procede a descuartizar el animal y a la preparación de la comida que es el acto social más importante del día: reunirse a comer con todos los amigos y vecinos que de una u otra forma han participado en el rito de la matanza.
Doña Elvira, la señora, no paraba de dar órdenes. Don Esteban, el señor, se mantenía al margen vigilando que cada uno cumpliese con su cometido. Las criadas picaban la cebolla para hacer las morcillas, los criados preparaban los sarmientos y los espartos para después quemar todos los pelos del cerdo. Rosa era la encargada de encender el hogar y poner el caldero grande de cobre para calentar agua. Lo tenía que hacer en la cocina del servicio, junto a las cuadras para no ensuciar la cocina de la casa. Agachada en cuclillas para atizar el fuego, su rostro se iluminaba con los tonos rojizos y amarillos que reflejaban las llamas. Se había quitado la pañoleta porque allí hacía mucho calor y sus brazos se mostraban sonrosados y su piel que era blanca aparecía de color del bronce y textura del terciopelo. Durante unos segundos el señorito, que no tenía asignado ningún cometido y siempre estaba al acecho, llegó a la cocina donde estaba la criada y se quedó en el quicio de la puerta contemplándola. Después vio que nadie estaba por los alrededores y se acercó sigiloso por su espalda. Con la mano derecha tapó su boca y con la izquierda levantó su falda, la puso de rodillas, se abrió los pantalones y la desfloró con torpeza. Ella no sabía lo que estaba ocurriendo, casi no podía respirar, sintió un fuerte dolor en el bajo vientre y un calor sofocante en el rostro, porque su cara había quedado demasiado cerca de la lumbre; cuando pudo darse cuenta de lo que estaba ocurriendo sintió humedad en sus muslos.
El desgarrador gruñido del cerdo anunció que no tardarían mucho en llegar para recoger el agua caliente. Él la soltó, ella se volvió y vio cómo se subía los pantalones.
- No se te ocurra decir a nadie lo que ha pasado, si no quieres que hoy mismo te despida mi madre.
Se secó las lágrimas y simuló que continuaba con la tarea de calentar el agua. No tardaron en llegar las otras criadas a por el agua, pero ninguna notó nada y ella permaneció en silencio. Cuando después pudo lavarse en su cuarto y dejó limpio de sangre el trapo que había utilizado, se sentó en la silla, se tapó la cara con las manos y lloró durante un largo rato, sin atreverse a pensar en lo que había ocurrido. Cuando se calmó un poco, se lavó la cara, se atusó el pelo, recompuso el semblante y se acercó donde las demás seguían haciendo los preparativos de la matanza.
- Vaya, Rosita, por fin apareces. ¿No sabes que hoy hay mucho que hacer?
Al día siguiente Nicomedes se las arreglo para poder hablar con ella a solas.
- Rosita, me gustas mucho. Te pido perdón por lo de ayer. Pero es que no me pude reprimir, estabas tan guapa a la luz de la lumbre… Me gustaría demostrarte que me gustas de verdad… Otro día nos tenemos que ver a solas de nuevo y te lo voy a demostrar. Tú eres especial y representas algo importante para mí.
Ella sabía que era mentira. Había oído contar que lo mismo había ocurrido con otras criadas jóvenes en los últimos años. Pero no se atrevió a decírselo a nadie, por vergüenza y por el miedo a que la pudiesen despedir y quedarse sin el jornal que tanto necesitaba la familia.
- Por favor, déjeme en paz, señorito. Yo no soy de esas… y si no lo hace más, yo no se lo diré a nadie… si insiste, se lo diré a la señora.
La amenaza pareció hacer sus efectos y en las semanas siguientes el joven Nicomedes no se volvió a acercar a la criada; bien es verdad que ella estaba muy atenta y evitaba cualquier oportunidad de poderse quedar a solas con él.
Y llegaron las Navidades. El día de Reyes encima de la silla de su cuarto encontró un paquetito pequeño en el que ponía con letras mayúsculas: Para Rosita. En principio no se atrevió a abrirlo; después se decidió, y muy nerviosa, rompió el papel que lo envolvía y abrió la caja de cartón: Un frasco de agua de colonia imperial de “Perfumería inglesa S. Romero Vicente”, con otra notita, también con letras mayúsculas que se veía que habían sido escritas apresuradamente: “Sólo es una muestra de mi aprecio”.
Desde el día de la matanza se había negado a pensar en aquello. Así parecía que nunca había ocurrido, sin embargo su madre debió notar algo.
-¿Qué te pasa, Rosa, te noto algo rara; te ha ocurrido algo?
- No, madre, no es nada; debe ser que estoy un poco constipada, pero no me pasa nada.
- Tú no eres así; desde hace unas semanas te noto como algo triste, ¿no te habrá hecho algo el señorito?
- ¡Qué cosas tienes, madre, de verdad, no me pasa nada!
Cuando marchó su madre y se quedó sola, como era de lágrima fácil, empezó a llorar. No era por el daño que sintió entonces; no era porque no iba saber qué decir al Julián, si se enteraba de algo; no era por el qué podría decir la gente, ni siquiera por el disgusto que sabía que se iba a llevar su padre; era que, sin querer, había llegado a pensar que realmente le gustaba al señorito, y que ella no iba a ser como las demás criadas. Pero fue un pensamiento que quiso quitarse inmediatamente de la cabeza. Ella sabía que se estaba engañando y que él sólo quería aprovecharse de ella.
Ahora, con la cajita de colonia en la mano, sintió como un escalofrío y corrió a esconderlo en la mesilla donde ella guardaba sus pocas pertenencias, sin atreverse a abrir el frasquito, no fuesen a descubrirlo por el olor.