Todos los días 6 de enero, muy de mañana, se ponía los guantes, la bufanda, los calcetines lagos y el gorro de lana, se echaba encima el abrigo de paño que había heredado de su hermano mayor y salía a la calle. Los reyes magos, también como todos los años, le habían dejado el cuento del "Gato con botas", que al día siguiente su madre volvería a guardar para ponerlo el próximo año junto a sus zapatos.
Dos puertas más abajo de su casa estaba la tahona del tío Cosme. Encima de la puerta un cartel anunciaba "Panadería" y en el escaparate que los demás días del año solo anunciaba panes, ese día, el Día de Reyes, estaba repleto de mazapanes, turrón de guirlache y sobre todo, de roscones de reyes. Los había con nata, con trufa, con crema pastelera y también sin relleno, pero todos adornados con frutas escarchadas de todos lo colores y azúcar glasé.
Él nunca los había probado, pero era muy goloso y seguro que le iban a gustar, sobre todo los de nata, y soñaba que algún año de estos sus padres podrían comprar uno, aunque fuese el pequeño, el redondo sin relleno. Mientras se contentaría con pagar sus narices al cristal y durante unos minutos saborear el olor que traspasaba la luna del escaparate. Después subiría a casa, leería de nuevo el "Gato con botas" y se comería una magdalena que ese día si, su madre hacía para el desayuno.