Ayer nevó en Chinchón. Viendo cómo se teñían de blanco los tejados, cobijado detrás de los cristales donde se van condensando las gotas de agua y junto al radiador de la calefacción, sin quererlo, me dejé transportar a los viejos tiempos, cuando sentado junto al carolo y mirando por la ventana cómo caía la nieve, jugaba con los juguetes que me habían traído los reyes.
Era un carrito de madera, tirado por un gallo, también de madera; o una pelota de goma, o un muñeco de trapo para mis hermanas. También nos habían traído unos cuentos con grandes dibujos, que posiblemente eran los mismos del año pasado, y un cuaderno y un plumier con lápices de colores.
Los Reyes también traían balones “de reglamento” y muñecas “giselas” a nuestros amigos ricos. A nosotros, un peón de madera con punta de clavo que después cambiábamos por otra de acero y a nuestras hermanas, unos recortables de muñecas, preciosos. También nos regalaban recortables en la farmacia de don Enrique Pelayo de la calle Morata, pero sólo si saludábamos al entrar y besábamos la mano al farmaceútico, como se hacía con los curas.
Pero los juguetes que más nos gustaban eran los que hacíamos nosotros. El aro con el gancho de alambre, el carro con las cajas de la fruta, y también jugar en la plaza al “rescatao”, a la chita o a las bolas, que sólamente los más repipis llamaban “canicas”. Algunas veces también jugábamos al “aparato” o a la cuerda - ahora lo llaman comba- con nuestras hermanas, en la puerta de nuestra casa, porque por las calles no pasaban coches, y los carros, sólo al anochecer cuando volvían del campo.
Sólo, mucho después, y ya para nuestros hijos, llegaron los coches teledirigidos, los “scalextrixc”, las barbys y los “cabis paskis”.